Выбрать главу

– Entre la multitud había muchos escépticos. Supongo que porque es una historia bastante increíble.

– Pero a nosotros nos resulta totalmente creíble, ¿eh, Eco?

A la mañana siguiente, la propuesta de Pompeyo para reformar las leyes del tribunal fue oficialmente sometida a voto y aprobada por el Senado. Inmediatamente, Apio Claudio presentó cargos formales contra Milón, acusándole del crimen de violencia política al haber asesinado a su tío. Según las nuevas normas de Pompeyo, cada una de las partes tenía diez días para prepararse para el juicio. Roma contuvo el aliento.

Si era declarado culpable, Milón sería enviado a un exilio inmediato y permanente y se confiscarían todos sus bienes. Sería deshonrado y desposeído. Estaría acabado en Roma definitivamente.

Pero ¿y si era absuelto? Traté de imaginarme la reacción de la ciudad. Sólo veía llamas sin fin, escombros y ríos de sangre. ¿Podrían las tropas de Pompeyo contener aquel torbellino? La razón, la moralidad y el sentido práctico decían que un veredicto que no fuera de culpabilidad era imposible, a menos…

A menos que Milón tuviera a Cicerón de su parte. Y sabía por larga y a veces amarga experiencia que con Cicerón de abogado podía pasar cualquier cosa.

Capítulo 30

El juicio de Tito Anio Milón comenzó en la mañana del cuarto día de abril con el interrogatorio de los testigos en el Atrio de la Libertad. Presidiendo la corte estaba el antiguo cónsul Lucio Domicio Enobardo, un hombre de mandíbula rígida y carente de humor, escogido por el mismo Pompeyo y, como pura formalidad, aprobado por el voto de la asamblea del pueblo. El testimonio se dio ante un grupo de 360 jurados potenciales que se sentaban en filas de asientos elevados a ambos lados del patio. El grupo había sido seleccionado entre una lista de posibles candidatos a senadores y hombres de bien escogidos por Pompeyo. De éstos, al final se elegiría por sorteo a 81 que formarían el jurado.

Milón y sus abogados, Cicerón y Marco Claudio Marcelo, se sentaban con sus secretarios en bancos, enfrente del tribunal, así como los acusadores, Apio Claudio, sobrino de Clodio, Publio Valerio Nepote y Marco Antonio. También estaban presentes varios oficiales de la corte, incluyendo un montón de secretarios para transcribir los testimonios en escritura tironiana.

Una gran multitud se reunió en la parte abierta del atrio para seguir el proceso. Los más previsores habían enviado esclavos para que les guardaran un sitio. Eco y yo, con nuestra larga experiencia en juicios, nos las habíamos arreglado para conseguir unos asientos excelentes en la décima fila; Davo y otro guardaespaldas habían llegado antes del amanecer con sillas plegables y dormitaron en ellas mientras esperaban. Los rezagados sin sillas se apiñaban en todos los rincones libres y continuamente trataban de abrirse paso desde el Foro.

Pompeyo no estaba presente. Tampoco lo estaban sus soldados, que parecían estar en todas partes de la ciudad. Ni siquiera Pompeyo se había atrevido a apostar tropas armadas en un juicio romano. Seguro que no serían necesarias; ni siquiera los clodianos se atreverían a interrumpir un juicio romano. Un mitin político era una cosa pero un juicio público, lo más sagrado de las instituciones romanas, la piedra angular de la justicia romana, era algo muy diferente.

El primer testigo que llamaron fue Cayo Causinio Escola, uno de los hombres que aquel día habían acompañado a Clodio a caballo por la Vía Apia. Declaró que el grupo de Clodio se había cruzado con el de Milón, mucho más numeroso, cerca de la hora décima del día; que había estallado una refriega entre las retaguardias de los dos grupos por razones que no conocía, aunque sospechaba que la habían empezado los hombres de Milón; que cuando Clodio se dio la vuelta y le lanzó una mirada asesina a Birria, el gladiador le disparó una flecha y le hirió, derribándolo del caballo. La lucha comenzó y Escola también fue derribado del caballo y conducido al bosque por los esclavos de Milón. Se escondió en el bosque hasta bien entrada la noche y luego se dirigió a la villa de Clodio; allí se encontró con una carnicería y con el capataz y el tutor Halicor asesinados. Al día siguiente regresó a Roma.

El relato de Escola coincidía básicamente con el que había oído de labios de Felicia, aunque los detalles hacían aparecer a Clodio bajo una luz aún más inocente.

Llegó el turno de preguntar a los abogados y un estremecimiento de expectación recorrió a la multitud mientras Milón, Cicerón y Marcelo conferenciaban. Milón y Cicerón permanecieron sentados. Su colega Marcelo se adelantó.

Alguien entre la multitud gritó:

– ¡Queremos ver a Cicerón!

– ¡No, queremos ver a Milón… con su cabeza en un poste!

Marcelo no les hizo caso. Era un orador experto, acostumbrado al toma y daca de los debates del Senado y a los ladridos de la muchedumbre en los juicios.

– Así que, Escola -comenzó-, aseguras que el incidente de la Vía Apia tuvo lugar en la hora décima del día. Y sin embargo…

La multitud estalló en burlas para hacerle callar. Marcelo frunció el entrecejo y espero a que se desvaneciera el ruido, pero tan pronto como volvió a abrir la boca, las burlas volvieron, más ruidosas. Abrió los brazos para pedir ayuda a Domicio y dio un respingo cuando una piedra del tamaño de un puño infantil atravesó el aire y le dio en la espalda. Se dio la vuelta y observó a la multitud con una expresión de profunda sorpresa.

La plebe, todavía gritando y burlándose, empezó a precipitarse hacia el tribunal, metiéndose entre las filas de sillas, derribando a los que estaban sentados y pisoteando las sillas plegables. Eco y yo estábamos bastante seguros, ya que estábamos casi en el centro y rodeados de espectadores sentados. En ese momento, un grupo de hombres se metió entre las sillas, pisando las rodillas y los hombros de la gente.

Domicio se puso en pie y gritó furiosamente a los acusadores. Estos se encogieron de hombros, incapaces de hacer nada, diciendo por señas que no podían oír ni hacer nada para detener a la multitud incontrolada. Los candidatos a jurados, hombres firmes y difíciles de intimidar, sacudieron la cabeza y pusieron expresión de profundo disgusto. Milón, Cicerón y Marcelo, junto con sus secretarios, con los brazos llenos de papiros y tablillas de cera, corrieron a reunirse con Domicio en el tribunal. Mientras la chusma se acercaba sin dar señales de detenerse, Milón y su grupo se refugiaron en el templo de la Libertad, dejando a Domicio con los brazos en jarras, desafiando a la masa a que violara el sagrado templo. Pero la chusma pareció satisfecha con haber silenciado a Marcelo y haber obligado a huir a Milón. Ocuparon el tribunal y, con gran alborozo, empezaron a dar golpes con el pie en el suelo y a recitar cánticos groseros sobre la mujer de Milón, Fausta. Cuando se hizo evidente que no se volvería a restaurar el orden, los jurados y los espectadores pacíficos que aún no habían huido empezaron a dispersarse. Al final, se rumoreaba que Pompeyo estaba en camino con un destacamento de soldados armados. Aquello hizo que la chusma abandonara el tribunal y se dispersara en todas direcciones.

Así acabó el primer día del juicio de Milón.

El comienzo del día siguiente se pareció mucho al del primero, si exceptuamos que el espacio para los espectadores era mucho más restringido debido a los soldados que flanqueaban el patio por todos lados. Ante la insistencia de Domicio, Pompeyo había dispuesto tropas para que mantuvieran el orden durante el juicio. La justicia romana se llevaría a cabo con ayuda del acero romano.

La audiencia de los testigos continuó con el testimonio de varias personas de las cercanías de Bovilas, empezando por Felicia. Como si fuera un actor que finalmente consiguiera un papel protagonista, pareoía dispuesta a sacar todo el provecho posible de su testimonio. Esbozó su incongruente sonrisa y exhibió su comportamiento bochornoso mientras los abogados la interrogaban y contrastaban sus declaraciones; muchos de los espectadores parecían estar examinándola en otro sentido. El día había tenido un principio extraño.