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Su hermano Félix testificó después sobre el ir y venir de las víctimas y sus perseguidores, incluyendo los prisioneros, que ya se sabía que eran Filemón y sus compañeros. Filemón también testificó, reiterando la historia que había contado en el contio del Foro. La mujer del posadero asesinado en Bovilas no apareció; supuse que todavía estaría recluida en Regio. Su hermana y su cuñado, los nuevos posaderos, prestaron testimonio de segunda mano sobre lo que la viuda les había contado y describieron las sangrientas consecuencias de lo acontecido.

La Virgo Máxima habló de la visita de una mujer desconocida que quería dar gracias a la diosa por la muerte de Publio Clodio. El relato inflamó tanto a los clodianos que, por un momento, pareció que daría lugar a otro altercado. Los soldados de Pompeyo actuaron para expulsar a algunos de los que más vociferaban. El orden fue restaurado, pero por entonces Domicio ya estaba más que dispuesto a suspender el juicio hasta el día siguiente.

El tercer día de declaraciones comenzó con el último de los testigos de las cercanías de Bovilas, el senador Sexto Tedio. Se levantó de la primera fila de espectadores y cojeó ante el tribunal, usando un bastón y arrastrando su pierna izquierda lisiada. Aquel día yo estaba en la segunda fila, lo bastante cerca para ver a su hija Tedia sentada al lado de la silla que había quedado vacía, mirándolo con expresión preocupada. Pensé que normalmente le habría ayudado, pero probablemente el senador no querría aceptar la ayuda de una mujer delante del tribunal.

El senador Tedio repitió lo que me había contado: que había salido hacia Roma en su litera acompañado por su hija y algunos esclavos, que se había encontrado con Milón y le había prevenido sobre unos bandidos ficticios, pero había continuado hasta Bovilas, donde había encontrado el cuerpo sin vida de Clodio abandonado en el camino, aparentemente arrastrado hasta allí por sus asesinos, y que lo había enviado a Roma en su litera. Ahora era evidente que Tedio había llegado cuando Eudamo, Birria y sus hombres estaban en el bosque persiguiendo a Filemón y sus compañeros. Después de enviar a Clodio a Roma, Tedio había vuelto a pie a Aricia y había visto a los prisioneros en el camino mientras descansaba en un lugar cercano a la nueva casa de las vestales.

Un hombre llamado Quinto Arrio, colega de Clodio, declaró que había ayudado a interrogar a los esclavos de Clodio después del incidente. Uno de ellos, un secretario personal, había confesado bajo tortura que, durante un mes, había dado información de los movimientos de Clodio a un agente de Milón. Por lo tanto, sugirió Arrio, Milón estaba regularmente informado del ir y venir de Clodio y pudo haber planeado el aparentemente fortuito encuentro en la Vía Apia. Cicerón, en la segunda parte del interrogatorio, desechó la idea señalando que Escola había testificado el primer día que Clodio dejó su villa de repente, después de oír la noticia de la muerte de Ciro, el arquitecto; por lo tanto, ¿cómo podía Milón, incluso con un espía, haber previsto el encuentro?

Entonces Cicerón llamó a un testigo: Marco Catón, que descendió de los bancos donde se sentaban los que podían ser elegidos jurados. Catón, quizá la única persona del tribunal que era más formal y conservadora que el juez Domicio, dando testimonio de segunda mano, contó que un tal Marco Favonio le había comentado una observación que le había hecho Clodio tres días antes del fatal incidente.

Y cuál fue esa observación, esa joya, ese pedazo de sabiduría de labios de Publio Clodio? -dijo Cicerón.

Catón miró a Domicio y a los jurados.

– Clodio le dijo a Favonio que Tito Anio Milón estaría muerto a los tres días.

Hubo un movimiento de agitación en la corte.

¡Catón es un mentiroso y un borracho! -chilló alguien-. ¿Qué hace sentado entre el jurado si es un testigo?

Cicerón se dio la vuelta.

– Quién impugna el criterio de Pompeyo? Fue el Grande en persona el que eligió a Marco Catón para que se sentara entre el jurado, ¿y por qué? Porque la integridad y la honradez de Catón están fuera de toda duda. Cualquiera que diga lo contrario sólo demuestra ser un tonto.

Aquello era verdad. Se pensara lo que se pensara de su política, Catón no era un mentiroso. Pero la historia era de segunda mano; Clodio supuestamente dijo algo a Favonio, que dijo algo a Catón. Y Cicerón, noté, no negó la acusación de que Catón fuera un borracho. Una vida de bebidas fuertes se veía en las ojeras del hombre de Estado.

El efecto que Cicerón pudiera buscar con el testimonio de Catón fue totalmente enterrado por lo que siguió.

Los últimos testigos fueron Fulvia y Sempronia. Ambas hablaron del modo en que había llegado el cadáver de Clodio a su casa del Palatino, transportado en una litera extraña, sin la compañía de amigos y sin explicaciones. Describieron en qué condiciones estaba el cadáver. Explicaron cómo los amigos y esclavos que habían sobrevivido habían vuelto a Roma de uno en uno, añadiendo cada uno algún horrible detalle a la catástrofe que había tenido lugar en la Vía Apia. Hablaron del joven hijo de Clodio, Publio, que había estado perdido durante toda la noche y de su pena y preocupación cuando supieron de la carnicería en la villa del Albano. Sempronia (la austera y orgullosa Sempronia) se derrumbó y lloró; pareció convertirse en la imagen de la irritada y anhelante abuela de cualquiera. Fulvia, que empezó recitando los hechos sin emoción y muy rígida, terminó con un grito de lamento que eclipsó incluso el de agonía de la noche de la muerte de su marido. Lloró, se mesó los cabellos y rasgó su estola.

Oí llanto cerca de mí y vi que la hija de Sexto Tedio se había cubierto la cara con las manos. Su padre observaba con la cabeza erguida, aparentemente avergonzado de semejante actuación.

Pero Tedia no era la única que derramaba lágrimas. Pensaba que sólo un milagro impedía que los clodianos iniciaran otra revuelta hasta que miré a mi alrededor y vi a muchos de ellos llorando también.

Cicerón no se atrevió a interrogar por segunda vez a las mujeres. El juicio se suspendió a la hora décima.

Así acabó el tercer día del juicio de Milón y el último dedicado a los testimonios. Habían pasado cien días desde la muerte de Publio Clodio. Un día más y el destino de Tito Anio Milón estaría decidido.

Aquella tarde, el tribuno Planco dirigió un contio final sobre la muera e de Clodio. Animó a los seguidores de Clodio a presentarse al día siguiente para oír la defensa. Los discursos de la acusación y la defensa tendrían lugar en el Foro, ya que podía acoger a muchos más espectadores que el atrio del templo de la Libertad. Aquellos que habían querido a Clodio debían hacerse ver y escuchar, dijo Planco, para que los jurados supieran cuál era la voluntad de la gente, y debían rodear completamente la corte para que, una vez fuera evidente el resultado del juicio, el traicionero y cobarde Milón no tuviera oportunidad de escaparse antes de que se anunciara el veredicto.

Aquella noche, durante la cena, Eco y yo hicimos un relato completo para Bethesda de todos los sucesos del día. Estuvo de acuerdo con la actuación de Fulvia.

– El dolor de una mujer es a menudo su única arma. Recuerda a Hécuba y a las troyanas. Fulvia ha utilizado su dolor donde ha causado más efecto.

– Me pregunto por qué no han llamado a Clodia a declarar -dijo Diana, que había estado tan absorta durante la comida que pensé que no estaba escuchando.

– Eso sólo habría redundado en perjuicio de Fulvia -dijo Eco

Y habría distraído a los jurados al recordarles ciertos rumores sobre la relación que había entre Clodia y su hermano.

– Y después de lo que Cicerón hizo con ella la última vez que apareció en un juicio, me sorprendería que volviera a aparecer en otro -dijo Bethesda-. ¿Ha asistido al juicio?