– No la he visto -dije y cambié de tema.
Aquella noche dormí mal, supongo que como muchos romanos. Me agitaba y daba vueltas y, finalmente, salí de la cama. Fui a mi despacho y busqué algo para leer. Leí los rótulos que colgaban de los papiros en sus casillas, murmurando para mí:
– ¿Cuál era la obra que tenía la famosa cita sobre los reyes con un final inesperado? Era Eurípides, ¿no? ¿Y por qué pienso en él esta noche? ¡Ah! Ya lo sé. Porque me recuerda el juicio de Sexto Roscio, la primera vez que trabajé para Cicerón; su primer gran triunfo en los tribunales. Y cuando todo había acabado (o casi), recordé haber citado a Tirón aquella frase de Eurípides. ¡Tirón era tan joven en aquel entonces! ¡Casi un niño! Y yo también era tan joven… ¿Cuál era la obra? No era Las troyanas ni Hécuba, fue Bethesda quien mencionó a Hécuba anoche en la cena. No, es de… Las bacantes.
Lo acaricié con los dedos. Lo saqué de su casillero, busqué algunos pisapapeles y lo desenrollé encima de la mesa.
Era uno de los libros más viejos que tenía pero aún estaba en buenas condiciones. El pasaje en el que estaba pensando se encontraba al final, recitado por el coro de frenéticos juerguistas de Dioniso:
Muchas son las máscaras de lo divino
y muchas cosas acaban los dioses
de manera inesperada
mientras el hombre conjetura
y lo esperado no se cumple.
Pero a lo no esperado
un dios halla solución.
Y así termina la obra.
Lo que ningún hombre esperaba…
¿Podría conseguirlo Cicerón? ¿Podría recitar un discurso…, uno de sus famosos discursos, encadenados con lógica, más allá de toda duda y de toda sospecha, divertidos y retorcidos…, capaz de convencer a los jurados de que declararan a Milón no culpable? Parecía imposible. Pero también lo habían parecido muchos de los casos en los que Cicerón había arrebatado el triunfo a la desesperación. Si alguien podía hacerlo…
Mientras enrollaba el papiro, se me rompió un trozo. Lancé una maldición. Era un papiro demasiado viejo. ¿Cuándo y dónde lo había conseguido? ¡Ah, sí! Me lo había dado Cicerón en persona, como muchos otros desde entonces. Aquél había sido el primero. Recordé que incluso me lo había dedicado.
Lo desenrollé para leer la dedicatoria que había escrito de su propia mano:
«A Gordiano, con afecto y buenos deseos para el futuro».
Se me heló la sangre en las venas. Siempre lo había sabido, pero ver la prueba ante mí…
Busqué el mensaje que habían enviado a Bethesda y lo puse al lado del papiro.
No temáis por Gordiano y su hijo. No han sufrido daños. A su debido tiempo, volverán con vosotros.
No cabía ninguna duda. La prueba estaba en la peculiar forma de la letra «G»…, en la forma en que había sido escrito mi nombre en ambos casos.
Había visto otros mensajes de Cicerón pero ninguno había sido escrito por su propia mano. Todos habían sido escritos por Tirón o por algún otro secretario. Pero la dedicatoria de Las bacantes era de su puño y letra, ya que yo había estado presente mientras la escribía.
Davo murmuró en sueños cuando lo zarandeé. Los otros guardaespaldas se agitaron en sus camas.
– Davo, levántate.
– ¿Qué? -Parpadeó, dio un respingo y se apartó de mí como si yo fuera un monstruo-. ¡Amo, por favor! -Su voz temblaba como la de un niño. ¿Qué demonios le ocurría?
– Davo, soy yo. Levántate. Te necesito. Tengo que salir.
El recorrido hasta la casa de Cicerón nunca me había parecido tan largo. La sangre me golpeaba en las orejas. No desperté a Eco para que fuera conmigo porque sabía que estaba muy resentido con Cicerón, al igual que yo. Lo que tuviera que decir a Cicerón se lo diría yo personalmente.
Capítulo 31
El portero de Cicerón me examinó a través de la mirilla. Abrió la puerta para que entrara, permitiendo que Davo entrara también y esperase en el vestíbulo. El interior estaba totalmente iluminado. Nadie se había ido a dormir temprano aquella noche.
Mientras me conducían hasta el despacho pude oír la voz de Cicerón resonando en el pasillo; y luego la risa sonora de Tirón.
Entré en el despacho. Cicerón y Tirón me saludaron con sendas sonrisas.
– ¡Gordiano! -Cicerón se adelantó un paso y me abrazó antes de que pudiera detenerle. Era un abrazo político; pareció rodearme por completo y, sin embargo, apenas me tocó. Se separó y me miró como un pastor a un cordero perdido-. Así que, en el último momento, vienes a mí. ¿Puedo atreverme a pensar, Gordiano, que esto quiere decir que por fin has recuperado el sentido común?
– ¡Oh, sí, Cicerón! Por fin he recuperado el sentido común. -Mi boca estaba tan seca que apenas podía hablar.
– Parece que necesitas beber algo. -Cicerón hizo una seña al portero y éste desapareció inmediatamente-. Debo decirte que el discurso ya casi está terminado. Pero no está escrito en piedra. Más vale tarde que nunca.
– ¿De qué estás hablando?
– Bueno, después de todo ese ir y venir a casa de Fulvia y de todo el tiempo que has pasado con Marco Antonio en el viaje, debes de estar bien enterado de lo que la acusación piensa hacer mañana. Puedo utilizar esa información para asegurarme de que todos mis alegatos darán en la diana. Cuantas menos sorpresas reciba de ellos, mejor. ¡Oh!, Gordiano, me tenías asustado. Creía que te habíamos perdido para siempre. ¡Pero aquí estás otra vez, en el lugar al que perteneces!
Miré alrededor. Tirón estaba sentado en medio de un montón de pergaminos enrollados y desordenados.
– ¿Está Celio aquí? ¿Dónde está Milón? El mero hecho de pronunciar su nombre me hizo apretar los puños. Aspiré profundamente. -Celio está en casa de su padre, probablemente durmiendo como un niño.
– ¿No debería estar aquí, trabajando en su discurso?
– En realidad… ¡Ah, aquí hay algo para mojarte la garganta! Tirón, ¿quieres una copa para ti?
Pensé rechazar la bebida, pero necesitaba un trago. Enarqué una ceja cuando me rozó los labios. Debía ser de la mejor cosecha de la casa.
– ¿No es un poco pronto para celebrarlo, Cicerón?
– ¡Ah! Sabes apreciar el Falerno. Bien. Tu aparición en mi casa es un buen motivo para brindar, Gordiano.
Dónde está Milón? -dije.
– Como puedes ver; aquí no. Imagino que estará en su casa con Fausta, disfrutando de dulces sueños sobre el consulado que tendrá al año que viene. ¿Querías verlo?
Era una pregunta difícil de contestar.
– No -dije. Quena conservar la cabeza, lo que no- habría sido posible en presencia de Milón. Apuré mi copa de vino.
– ¡Gordiano, pareces asustado! Terminaremos con este asunto tan pronto como podamos para que puedas volver a casa y dormir un rato. Has dicho que Celio pronunciará un discurso. En realidad, sólo un abogado intercederá por Milón mañana: yo.
– ¿Todos los demás han salida huyendo? ¿Incluso Celio?
Por fin había conseguido echar un jarro de agua fría sobre su entusiasmo.
– No se trata de eso. Esa idea de que todos sus amigos lo han abandonado es un rumor maligno que han difundido los clodianos, los mismos que aseguran que quiere asesinar a Pompeyo y destruir el Estado. Esperan hacerme aparecer como un tonto y asustarlos a todos para que abandonen a Milón. Pero te aseguro que los mejores hombres de Roma apoyan a Milón y estarían encantados de comparecer como informadores de la conducta en beneficio suyo. ¡Pero las reformas de Pompeyo han eliminado a este tipo de testigos! Podría reunir tantos ex magistrados y cónsules que rodearían todo el Foro y hablarían de las virtudes de Milón durante horas. Pero Pompeyo sólo quiere testigos oculares…, gente como ese desfile de sujetos lamentables que hemos tenido que soportar durante los tres días últimos.