Mientras volvía a casa, no podía quitarme de la cabeza una de las frases de Cicerón. Todo lo que había dicho no tenía sentido, por supuesto, pero había algo que aún tenía menos sentido que el resto. «Alegaré que ni Milón ni sus hombres fueron responsables en última instancia de la muerte de Clodio, al menos técnicamente. Ese ha debido de ser el caso, como estoy seguro de que habrás descubierto tú mismo con tus indagaciones…» «Sin embargo, para defender la inocencia de Milón, tendría que introducir algunos razonamientos bastante oscuros…»
¿Qué demonios habría querido decir con eso? Deseé haberme mantenido más frío y haberle preguntado; ahora ya no podía volver atrás. Probablemente no había querido decir nada, me dije, simplemente daba vueltas a las palabras para llenarme de dudas y arrojar polvo a mis ojos, como intentaría hacer con el jurado al día siguiente.
Capítulo 32
El cuarto y último día del juicio de Milón me desperté con el canto de los pájaros en el jardín. Habían florecido más plantas durante la noche. Las abejas y mariposas ya estaban trabajando en los capullos. Me dieron ganas de olvidarme del juicio y quedarme en casa. ¿Por qué no pasar el día disfrutando del sol de abril en mi jardín? Pero los lastimeros ojos de la Minerva rota no me dejarían olvidar lo que se estaba cociendo en el Foro.
Davo y otro guardaespaldas se habían levantado mucho antes del canto del gallo y habían salido con las sillas plegables para buscarnos un sitio. Menos mal, porque nunca había visto el Foro tan abarrotado como aquel día. Por orden de Pompeyo, las tabernas estarían cerradas durante el juicio. Sin duda, la intención de Pompeyo era evitar alborotos provocados por borrachos, aunque los tribunos radicales tenían sus propias razones para alegrarse; al estar cerradas las tabernas, incluso los seguidores menos entusiastas no tendrían nada mejor que hacer que asistir al juicio del Foro. A pesar de la aglomeración, Davo había conseguido colocar nuestras sillas al principio de la multitud.
Dominando todo el lugar estaban las tropas de Pompeyo. Todos los lugares elevados (escalinatas de templos, muros, rampas o pedestales) habían sido ocupados por los soldados la noche anterior. Las tropas rodeaban completamente el Foro. En los numerosos puntos de entrada retenían a ciudadanos de aspecto pacífico para registrarles en busca de armas escondidas. Pompeyo en persona había sido advertido para que se quedara en su fortaleza, de la que no tendría que salir hasta que se hubiera pronunciado el veredicto. Me sentía como si me hubiera despertado en otra ciudad, en un lugar gobernado por una autocracia militar, de no ser porque los autócratas no permiten los juicios públicos. Había un aire de confusión e incertidumbre, casi de irrealidad.
Sin embargo, todo el mundo se comportaba con suavidad. Milón y Cicerón habían llegado antes que la mayoría de los presentes, en una liétera cerrada y sin adornos, para que su llegada pasara inadvertida, lo que sin duda sucedió. Estuvieron fuera de la vista en la litera, rodeados por guardaespaldas, hasta que el juicio estuvo a punto de comenzar. Los tres acusadores llegaron a pie en medio de una explosión de vítores, rodeados por una comitiva de secretarios y guardaespaldas. Los oficiales de la corte sacaron sus enormes urnas; éstas contenían las bolas de madera en las que cada candidato a jurado había escrito su nombre. Las bolas fueron sacadas al azar una por una hasta llegar a los 81 jueces elegidos; entre ellos se encontraba Marco Catón. Después de los discursos de la acusación y la defensa, se permitiría a cada parte quitar 15 jueces cada una, con lo cual quedarían 51 hombres para dar el veredicto.
Domicio llamó al orden al tribunal. La acusación comenzó con sus discursos al momento.
Como Cicerón había previsto, los tres discursos parecieron excesivamente cortos; parecían más el resumen que el propio discurso. A pesar de todo, fueron potentes. Como era normal en aquellos días, los acusadores habían dividido varios aspectos del caso entre ellos, de acuerdo con su habilidad y disposición.
Apenas sabía nada de Valerio Nepote pero había oído que su fuerte era la narrativa, por lo que no me sorprendió que se encargara del primer discurso. Describió el incidente real con grandes florituras, utilizando toda la potencia de su voz e incidiendo en los detalles más horribles para levantar gruñidos y gritos de indignación en los espectadores. Su lamento final estaba tan lleno de dolor que pareció lanzarlo para evitar tirarse de los pelos. Nepote habría hecho un papel excelente en un escenario, pensé, dando vida al ciego Edipo o al atormentado Áyax.
Marco Antonio, el táctico, desarrolló el siguiente discurso. Se basó en que Milón había planeado deliberadamente el asesinato de Clodio, citando la prueba de que Milón tenía espías entre los esclavos de Clodio e incidiendo una y otra vez sobre la complicada cronología de los movimientos de Milón y Clodio el día de los hechos. Antonio era el hombre adecuado para un discurso que se basaba, por necesidad, en semejante concentración de detalles. Un orador más emotivo, como Nepote, lamentándose sobre los horarios se habría arriesgado a parecer absurdo. Un orador serio como Pompeyo habría hecho dormir a los asistentes. La mezcla de la rudeza de un soldado con la innata sinceridad de propósito de Antonio mantuvo la atención del jurado.
Apio Claudio, el sobrino del muerto, se encargó del sentimental final, una apología llena de compasión. Aparentemente dominado por el dolor, se atragantó a menudo con las lágrimas y tuvo que hacer varios esfuerzos para recuperar la compostura. En un, resumen general hizo orgullosas referencias a la grandeza de los antepasados de Clodia y a la profunda ironía de que hubiera encontrado una muerte tan brutal en el famoso camino que Apio Claudio Ceco había construido y que estaba rodeado de tumbas y santuarios de tantos miembros de su noble familia.
Durante los discursos, observé las reacciones de Milón y Cicerón. Muchos defensores traen una horda de familiares para que los rodeen durante el juicio, pero Milón estaba sentado solo, con los brazos cruzados. De acuerdo, sus padres estaban muertos, pero ¿dónde estaba su mujer? El hecho de que Fausta Cornelia no estuviera a la vista durante el juicio de su marido contaría en contra de él. Dada su reputación, imaginaba el tipo de chistes con que los clodianos explicarían su ausencia.
¿Y en qué estaría pensando Milón para presentarse a su propio juicio con una toga blanca como la nieve sin siquiera un remiendo o un desgarrón? Su pelo parecía recién cortado y peinado y su mandíbula estaba tan bien rapada que tenía que haberse hecho atender del barbero aquella misma mañana, antes de salir de casa. Sacudí la cabeza ante semejante audacia. Incluso el siempre sarcástico Celio había tenido en su juicio el sentido común (metido a la fuerza por Cicerón) de vestir una vieja y raída túnica y parecer al menos un poco despeinado y los padres de Celio habían aparecido con togas rasgadas, los ojos enrojecidos de tanto llorar y agotados por la falta de sueño. Se da por sentado que un acusado romano ha de parecer tan patético como le sea posible para atraer la compasión de los jueces. Es una simple formalidad, pero todo el mundo la acata por respeto a la tradición legal. Al aparecer como si estuviera cortejando a una viuda o posando para un retrato, Milón estaba burlándose deliberadamente no sólo del jurado, sino de todo el proceso judicial.
Quizá era una de las cosas que preocupaban a su abogado aquel día. Cicerón parecía distraído y totalmente distinto de la noche anterior. ¿Dónde estaba su excitación, su entusiasmo? Tenía la mirada perdida, su mandíbula estaba rígida y daba un respingo cada vez que oía un ruido inesperado entre la multitud. Jugaba con trozos de pergamino, garabateaba notas en una tablilla de cera, no dejaba de cuchichear con Tirón y parecía que apenas prestaba atención a la acusación. Sólo una vez pareció volver a la vida, durante el discurso de Antonio. Antonio estaba tratando de demostrar que la pausa que había hecho Milón en Bovilas para dar de beber a los caballos había sido para matar el tiempo mientras esperaba la noticia de que Clodio había dejado su villa y estaba de camino; así podría asegurarse de cruzarse con él y comenzar un ataque deliberado. Para desarrollar su teoría, Antonio necesitaba establecer la hora exacta en que había tenido lugar el incidente e hizo hincapié en ese punto repitiendo: «¿Cuándo fue asesinado Clodio? ¿Cuándo, os pregunto…, cuándo fue asesinado Clodio?».