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Cicerón, en voz alta, dijo:

– ¡No lo bastante pronto!

En el silencio que sobrevino hubo alguna risa dispersa, pero también expresiones de sorpresa en los jueces y una explosión de insultos entre la multitud. La fría sonrisa de Cicerón se desvaneció. Milón se puso rígido. Incluso Antonio, que se había enfrentado a los bárbaros en la batalla y no tenía motivos para sentirse amenazado por la multitud, se adentró en la Columna Rostral y palideció. Me levanté y giré la cabeza para ver lo que ellos veían: un mar de puños levantados y rabia y caras que gritaban nos rodeaban por todas partes. Las expresiones de furia no eran del tipo de las que se encontrarían en saqueadores o en soldados; tenían un aire de pura rabia, como la locura de un fanático religioso. Era algo espeluznante; incluso algunos de los soldados retrocedieron visiblemente al verlo. Aquélla era la gente de Clodio, los airados y desposeídos, los degradados, los desesperados. Eran una fuerza que no había que despreciar.

En aquel momento pensé que el juicio estaba a punto de llegar a un brusco final. Se organizaría una revuelta, asesinatos, mutilaciones y derramamiento de sangre aunque las tropas de Pompeyo estuvieran por todas partes. Pero incluso mientras maldecían y sacudían los puños, los clodianos reprimieron su violencia. El ambiente general les prometía una satisfacción mayor: la venganza de su líder muerto y la destrucción de Milón. Los soldados golpearon el suelo con la punta de las flechas e hicieron resonar las espadas contra sus armaduras hasta que la multitud se calmó.

Antonio esbozó una sonrisa.

– La hora en cuestión, Cicerón, era la décima del día. -La multitud estalló en carcajadas. La cara de Cicerón parecía de cera.

Antonio terminó su discurso. Apio Claudio recitó sus alabanzas sobre su tío, lo que provocó lágrimas en muchos componentes de la multitud e incluso del jurado. Pensé que era mejor que lloraran a que se enfadaran.

Entonces le llegó el turno a Cicerón.

Seguro que preparaba alguna artimaña, pensé cuando Cicerón golpeó el suelo con la tablilla de cera y tropezó con la silla. ¿Estaría haciéndose el torpe para ganarse la compasión de un público hostil? Los mismos que habían estado llorando un momento antes empezaron a reír y a burlarse. Milón hizo una mueca, apretó más los brazos cruzados alrededor del pecho y levantó los ojos al cielo. Tirón se mordió el labio inferior y se apretó la cara con las manos; luego pareció darse cuenta de.lo que estaba haciendo, apartó las manos y adoptó una expresión indiferente.

La voz de Cicerón temblaba cuando comenzó el discurso. Había vibrado igual la primera vez que le oí hablar en público, en el juicio de Sexto Roscio; pero aquello había sido muchos años antes y, desde entonces, Cicerón se había convertido en el mejor de los oradores de su tiempo, saltando de triunfo en triunfo. Incluso en sus días más oscuros, cuando Clodio estaba tratando de que lo exiliaran, su insolencia y su sentido de la justicia le habían dado una voz firme aunque no siempre amigos firmes.

Pero en aquel momento su voz temblaba.

– ¡Distinguidos jueces! ¡Distinguidos…, qué gran oportunidad se os presenta hoy! Qué vital decisión tenéis en vuestras manos…, en vuestras manos y sólo en las vuestras. ¿Debería un buen hombre, honorable ciudadano y servidor del Estado…, debería ser forzado a languidecer con lamentables privaciones…? Aún más, ¿debería la misma Roma sufrir continuas humillaciones… o vais a poner un final…?; es decir, con vuestra firme, valiente y sabia decisión, ¿pondréis final a la larga persecución, tanto del hombre como de la ciudad, por brutos sin ley?

Hubo otra explosión de gritos en la multitud. El ruido era casi como un ataque físico. Cicerón pareció acobardarse y retrocedió en la Columna Rostral. ¿Dónde estaba el gallo presumido que se envalentonaba ante la multitud en lugar de amedrentarse? Todavía me inclinaba a pensar que su timidez era una pose. ¿Qué otra explicación había?

El furor se calmó por fin lo suficiente para que pudiera continuar.

– Cuando mi cliente… y yo…, cuando entramos en política…

– Pero ¿cuándo la vais a dejar?

¡No lo bastante pronto! -respondió un coro de voces al que siguió una explosión de estridentes carcajadas.

– Cuando empezamos a dedicamos a la política -continuó Cicerón en voz más alta-, teníamos grandes esperanzas de que honorables recompensas por servicios honorables sembrarían nuestro camino. En cambio, sufrimos de un miedo constante. Milón siempre ha sido especialmente vulnerable ya que deliberadamente…, deliberadamente y con valentía…, se ha colocado en el primero…, quiero decir en la vanguardia…, en la lucha de los verdaderos patriotas contra los enemigos del Estado…

Hubo otra explosión de gritos, tan fuerte que me hizo daño en los oídos. Milón se había encogido tanto en su silla y se abrazaba tan estrechamente que parecía haberse fundido. Su expresión era de extremo disgusto. Tirón retrocedía cada vez que Cicerón vacilaba y empezó a morderse las uñas.

Desde aquel momento, el bramido de la multitud fue constante. Cada vez que Cicerón se las arreglaba para hacerse oír, parecía recitar confusos fragmentos de varios discursos. En varias ocasiones se perdió, murmuraba para sí y comenzaba por algún punto que ya había dicho. Su voz vacilaba continuamente. Incluso conociendo sus intenciones (acusar a Clodio de la emboscada y exonerar por completo a Milón), me resultaba imposible encontrar un sentido a sus palabras. Por la expresión de sus caras, los jueces estaban igualmente confundidos.

Los discursos de Cicerón habían producido en mí varias reacciones a lo largo de los años: indignación ante su habilidad para retorcer la verdad, admiración cercana a la reverencia ante su habilidad para elaborar una argumentación lógica, simple asombro ante su prodigioso amor propio, rencoroso respeto ante su lealtad para con los amigos, consternación por su demagogia desvergonzada, porque Cicerón siempre estaba dispuesto a explotar los sentimientos religiosos y los prejuicios sexuales de sus oyentes para conseguir sus propios fines. En aquel momento empezaba a sentir algo que no había sentido nunca, algo que habría creído imposible: me sentía avergonzado por él.

Aquélla debería haber sido su mejor hora. Cuando defendió a Sexto Roscio y se arriesgó a ofender al dictador Sila era demasiado joven para hacerlo mejor; incitar a la gente contra Catilina había sido muy fácil; destruir a Clodia en su discurso en defensa de Marco Celio había sido un acto de venganza personal. Aquélla era una situación que requería verdadero valor y resistencia heroica. Si se hubiera mantenido en su terreno frente a la muchedumbre airada, si hubiera podido mirarles fijamente y con todo el poder de su oratoria haberles obligado a escuchar…, ¡qué broche de oro habría sido, tanto si ganaba el caso como si no! Habría alcanzado la gloria incluso con el fracaso.

En cambio, era el retrato de un hombre acobardado por el miedo. Balbuceaba, desviaba la mirada, sudaba, tropezaba con las palabras. Era como un actor entorpecido por el miedo escénico. Ningún hombre podría ser culpado por amilanarse ante aquella multitud, pero semejante reacción en Cicerón era difícil de digerir. Una actuación tan pobre quitaba a sus palabras todo el peso que hubieran podido tener. Las pocas frases audibles de su discurso parecían inconexas, forzadas, artificiales y falsas. Tenía la impresión de estar viendo a un actor de segunda haciendo una mala parodia de Cicerón. Más que sentirme avergonzado, casi sentía pena por él.