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—Es bonito, ¿verdad? —preguntó la señora Leidner.

—Resulta agradable este ambiente de paz —comenté—. Parece mentira que se pueda estar tan lejos de todo.

—Lejos de todo —repitió ella—. Sí, aquí, por lo menos, espera una estar segura.

La miré fijamente, pero me hizo el efecto de que estaba hablando para sí, y no se había dado cuenta de que había expresado con palabras sus pensamientos.

Iniciamos el regreso.

De pronto, la señora Leidner me cogió tan fuertemente del brazo, que casi me hizo dar un grito.

—¿Qué es eso, enfermera? ¿Qué está haciendo?

A poca distancia de nosotras, justamente donde la senda pasaba al lado de la casa, había un hombre, tratando de mirar por una de las ventanas.

Mientras lo contemplábamos, el hombre volvió la cabeza, nos divisó, e inmediatamente siguió su camino por la senda, dirigiéndose hacia nosotras. Sentí que la mano de la señora Leidner se apretaba todavía más contra mi brazo.

—Enfermera —murmuró—. Enfermera...

—No pasa nada. Cálmese. No pasa nada —traté de tranquilizarla.

El hombre vino hacia donde estábamos y pasó por nuestro lado. Era un iraquí, y tan pronto como la señora Leidner lo vio de cerca, pareció que sus nervios se relajaban y dio un suspiro.

—No era más que un iraquí —dijo.

Proseguimos nuestro camino. Miré hacia las ventanas cuando pasamos ante ellas. No solamente tenían rejas, sino que estaban a tanta altura sobre el suelo, que no permitían ver el interior de la casa, pues el nivel del pavimento era allí más bajo que en el patio interior.

—Tal vez estaba curioseando —comenté.

La señora Leidner asintió.

—Eso debe ser. Por un momento creí...

Se detuvo.

En mi fuero interno me pregunté: «¿Qué pensaste?».

Pero ahora ya sabía una cosa. La señora Leidner temía a una determinada persona de carne y hueso.

Capítulo VIII

Alarma nocturna

Es difícil recordar exactamente lo que sucedió durante la semana que siguió a mi llegada a Tell Yarimjah. Mirándolo ahora, que sé cómo terminó la cosa, me doy cuenta de una buena cantidad de pequeños indicios y señales que me pasaron entonces por alto.

Si he de contarlo todo con propiedad, creo que debo tratar de reflejar el estado de ánimo que tenía en aquellos días; es decir, embrollado, intranquilo y con un creciente presentimiento de algo que iba mal.

Porque una cosa era cierta. Aquella curiosa sensación de tirantez y a la vez apremio no era imaginada. Era verdadera. Hasta el insensible Bill Coleman lo comentó.

—Este sitio me está poniendo nervioso —oí que decía—. ¿Están siempre todos tan malhumorados?

Estaba hablando con David Emmott, el otro auxiliar. Me empezaba a gustar el señor Emmott, pues su aspecto taciturno no era signo de que careciera de sentimientos. De eso estaba yo segura. Había algo en él que resultaba inmutable y tranquilizador en una atmósfera donde nadie estaba seguro de lo que sentían los demás.

—No —respondió el señor Emmott—. El año pasado no ocurrió esto.

Y ya no habló más.

—Lo que no puedo entender es la causa de todo ello —dijo el señor Coleman con acento de disgusto.

Emmott se encogió de hombros y no contestó.

Tuve una conversación muy sustanciosa con la señorita Johnson. Me gustaba aquella mujer. Era competente, práctica y culta. Sin duda consideraba al doctor Leidner como a un héroe.

En aquella ocasión me contó toda su historia, desde su juventud. Conocía todos los sitios en que el doctor Leidner había dirigido excavaciones, así como el resultado de todas ellas. Yo hubiera estado dispuesta a jurar que la señorita Johnson era capaz de recitar cualquier pasaje de las conferencias por él dadas. Lo consideraba, según me dijo, como el mejor arqueólogo que existía entonces.

—Y es tan sencillo... tan poco apegado a las vanidades. No conoce lo que es el engreimiento. Sólo un hombre tan importante puede ser tan sencillo.

—Eso es cierto —asentí—. La gente ilustre no necesita ir por ahí dándose importancia.

—Además, tiene un carácter muy jovial. ¡Cómo nos divertíamos los primeros años que vinimos aquí, él, Richard Carey y yo! Éramos una pandilla feliz. Richard Carey trabajó con él en Palestina. Su amistad data de hace diez años. Y yo le conozco desde hace siete.

—El señor Carey es un caballero muy distinguido —afirmé.

—Sí... supongo que sí.

Lo dijo con un acento conciso.

—Pero es un poco reservado, ¿no le parece?

—No solía ser así —respondió prestamente la señorita Johnson—. Sólo desde...

—¿Desde cuándo...? —le pregunté.

—Bueno —la señorita Johnson hizo un característico movimiento de hombros—. Muchas cosas han cambiado en la actualidad.

No repliqué. Esperaba que ella prosiguiera, y así lo hizo, previa una risita, como si quisiera quitar importancia a lo que iba a decir.

—Me parece que soy una vieja conservadora. Siempre creí que si la mujer de un arqueólogo no está realmente interesada en el trabajo de su marido, no debe acompañarle a ninguna expedición. Eso conduce a desavenencias en muchas ocasiones.

—La señora Mercado... —sugerí.

—¡Oh, ésa! —la señorita Johnson parecía apartar a un lado tal insinuación—. Estaba pensando en la señora Leidner. Es una mujer encantadora. Se comprende perfectamente que el doctor Leidner se volviera loco por ella. Pero no puedo menos que opinar que aquí está descentrada. Lo desbarata todo.

La señorita Johnson, por lo tanto, coincidía con la señora Kelsey en que la señora Leidner era la responsable de aquella atmósfera tirante. Pero, entonces, ¿de dónde le venían a la señora Leidner sus temores?

—Con ello perturba a su marido —siguió la señorita Johnson con gravedad—. Desde luego, yo soy como... un perro fiel y celoso. No me gusta verlo tan agotado y preocupado. Debía centrar toda su atención en el trabajo que está haciendo, en lugar de dedicarla a su mujer y a sus estúpidos temores. Si se pone nerviosa por venir a sitios tan apartados, hubiera hecho mejor quedándose en América. Me consume la paciencia esa gente que va a un sitio y luego no hace más que gruñir y quejarse.

Y luego, como temerosa de haber hablado más de la cuenta, prosiguió:

—Siento por ella una gran admiración, desde luego. Es una mujer encantadora y cuando quiere tiene unas maneras atractivas.

Y allí acabó la confidencia.

Pensé que siempre ocurre lo mismo. Los celos surgen dondequiera que varias mujeres deban convivir. A la señorita Johnson no le gustaba la esposa de su jefe. Eso estaba claro y hasta parecía natural. Y a no ser que yo estuviera equivocada por completo, a la señora Mercado le tenía también manifiesta ojeriza.

Otra persona que no sentía gran simpatía hacia la señora Leidner era Sheila Reilly.

Vino unas cuantas veces a las excavaciones. La primera en automóvil, y dos veces más a caballo, acompañada por un joven. En el fondo de mi pensamiento estaba persuadida de que Sheila sentía cierta debilidad por el joven americano Emmott. Solía quedarse en las excavaciones, para charlar un rato, cuando el joven estaba allí. Creo que el muchacho la admiraba.

Un día, mientras almorzábamos, la señora Leidner lo comentó algo indiscretamente, a mi modo de ver.

—Por lo visto, la joven Reilly sigue todavía detrás de David —dijo, lanzando una risita—. Pobre David, te persigue hasta en las excavaciones. ¡Cuántas tonterías hacen las chicas!

El señor Emmott no contestó, pero bajo el bronceado tinte de su rostro se le vio enrojecer. Levantó los ojos y los fijó en los de ella con una expresión extraña. Fue una mirada directa y penetrante parecida a un desafío. Ella sonrió, desviando la mirada.