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Oí que el padre Lavigny murmuraba, pero cuando le rogué: "Perdón, ¿decía algo?", se limitó a sacudir la cabeza y no repitió su observación.

Aquella tarde, el señor Coleman me dijo:

—Si he de serle franco, al principio no me gustaba ni pizca la señora Leidner. Solía saltarme al cuello, o poco menos, cada vez que yo abría la boca. Pero ahora empiezo a comprenderla mejor. Es una de las mujeres más amables que he conocido. Antes de que uno se dé cuenta, le está contando las mayores tonterías que se le ocurren. Ahora la ha tomado con Sheila Reilly, ya lo sé. Pero, en una o dos ocasiones, esa chica ha sido verdaderamente descortés con ella. Eso es lo malo de Sheila; no tiene educación. ¡Y vaya genio que despliega a veces!

Aquello estaba yo dispuesta a creerlo. El doctor Reilly la había malcriado.

—Es natural que tienda a estar pagada de sí misma, ya que es la única mujer joven de por aquí. Pero eso no le da derecho para hablar a la señora Leidner como si ésta fuera su abuela. La señora Leidner no es ninguna chiquilla, pero es una mujer de muy buen ver. Como una de esas damas fantasmagóricas que salen de los panteones con una luz en la mano y te atraen con embeleso —y añadió amargamente—: Sheila no atrae a nadie. Lo que hace es ahuyentar a todo el que se acerca.

Aparte de esto, sólo me acuerdo de otros dos incidentes que tuvieran algún significado.

Uno de ellos ocurrió cuando fui al dormitorio para coger un poco de acetona con la que quitarme de los dedos el pegamento que se me había adherido mientras estuve recomponiendo varias piezas de cerámica. La señora Mercado estaba sentada y tenía la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa. Creía que estaba dormida.

Cogí la botella que necesitaba y me marché.

Aquella noche, con gran sorpresa por mi parte, la señora Mercado me abordó.

—¿Cogió usted una botella de acetona del laboratorio?

—Sí —dije—. La cogí.

—Usted sabe perfectamente que en el almacén siempre se guarda otra botella.

—¿De veras? No lo sabía.

—¡Pues yo creo que sí! Lo que quería usted era espiarme. Ya sé cómo son las enfermeras.

La miré fijamente.

—No sé de qué me está usted hablando, señora Mercado —repliqué con dignidad—. De lo que estoy segura es de que no tengo necesidad de espiar a nadie.

—¡Oh, no! ¡Claro que no! ¿Cree que no sé a qué ha venido usted aquí?

Durante un momento creí que aquella mujer había estado bebiendo. Di la vuelta y me marché sin decir nada. Me extrañó su conducta.

El otro incidente no tuvo mucha más importancia. Estaba tratando de atraer a un perrito con un trozo de pan. Era muy tímido, como todos los perros árabes, y estaba convencido de que no podía esperar nada bueno de mí. Echó a correr y yo le seguí. Salí por el portalón y di la vuelta a la esquina de la casa. Iba tan apresurada que me abalancé sobre el padre Lavigny y otro hombre que allí estaban hablando, antes de que pudiera detenerme. Al momento me di cuenta de que aquel hombre era el mismo que la señora Leidner y yo habíamos visto días pasados, tratando de mirar por una ventana. Pedí perdón y el padre Lavigny sonrió. Se despidió de su interlocutor y volvió conmigo hacia la casa.

—Sepa usted —dijo— que estoy verdaderamente avergonzado. Estudio idiomas orientales y ninguno de los hombres que trabajan en las excavaciones puede entenderme. Es humillante, ¿no le parece? Estaba conversando ahora en árabe con ese hombre, que vive en la ciudad, para ver si me entendía mejor. Pero a pesar de ello no he tenido mucho éxito. Leidner dice que mi árabe es demasiado puro.

Aquello fue todo. Pero se me puso en la cabeza que era extraño que el mismo hombre estuviera rondando todavía la casa.

Por la noche pasamos un buen susto.

Debían ser, poco más o menos, las dos de la madrugada. Tengo un sueño bastante ligero, como muchas enfermeras. Estaba ya despierta y sentada en la cama, cuando se abrió la puerta de mi habitación.

—¡Enfermera, enfermera!

Era la voz de la señora Leidner, baja y apremiante.

Rasqué un fósforo y encendí la vela.

Estaba de pie en la puerta y se cubría con una bata azul. Parecía petrificada por el terror.

—Hay alguien... alguien... en la habitación contigua a la mía. Le oí... arañar la pared.

Salté de la cama y fui hacia ella.

—Está bien —dije—. Aquí me tiene. No se asuste.

—Llame a Eric —murmuró.

Hice un gesto de asentimiento; salí al patio y llamé a la puerta del doctor Leidner.

Al cabo de un momento se había unido a nosotras. La señora Leidner se sentó en la cama. Respiraba con dificultad.

—Le oí... —dijo—. Le oí... arañar la pared.

—¿Hay alguien en el almacén? —exclamó el doctor.

Salió precipitadamente. Me chocó la forma tan diferente en que habían reaccionado los dos esposos. El miedo de ella era enteramente personal, mientras que el pensamiento de Leidner se había interesado en el acto por sus preciosos tesoros.

—¡El almacén! —suspiró la señora Leidner—. Desde luego. ¡Qué estúpida he sido!

Se levantó y después de ajustarse la bata me rogó que la acompañara. Toda traza de pánico había desaparecido de ella.

Cuando llegamos al almacén encontramos al doctor Leidner y al padre Lavigny.

Este último también había oído un ruido; se levantó para investigar y le parecía haber visto una luz en el propio almacén. Se entretuvo mientras se ponía las zapatillas y cogía una linterna, y cuando llegó no vio a nadie. No obstante, la puerta estaba cerrada, tal como se dejaba por las noches. El doctor Leidner había llegado mientras el padre Lavigny se cercioraba de que no faltaba nada.

No nos enteramos de mucho más. El portalón estaba cerrado. Los soldados de la guardia juraron que nadie pudo haber entrado desde el exterior; pero como habrían estado durmiendo, no era aquello una prueba decisiva. No se observaron señales de que un intruso hubiera penetrado en la casa, y nada faltaba en el almacén.

Era posible que lo que alarmara a la señora Leidner fuera el ruido que hizo el padre Lavigny al mover las cajas de los estantes para comprobar que todo estaba en orden.

Por otra parte, el propio padre Lavigny estaba seguro de que había oído pasos ante su puerta y que vio el reflejo de una luz, posiblemente de una antorcha, en el almacén...

Nadie más había visto ni oído nada.

El incidente reviste cierto valor para esta narración porque fue la causa de que, al día siguiente, la señora Leidner se confiara a mí.

Capítulo IX

La historia de la señora Leidner

Habíamos acabado de almorzar y la señora Leidner se fue a su habitación para descansar como de costumbre. La acomodé en su cama, proveyéndola de almohadas y de un libro. Salía ya del dormitorio cuando me llamó.

—No se vaya, enfermera. Tengo algo que decirle.

Volví a entrar en el cuarto.

—Cierre la puerta.

Obedecí.

Saltó de la cama y empezó a pasear de un extremo a otro de la habitación. Me di cuenta de que trataba de prepararse para decirme algo, y no quise interrumpirla. Se veía que la embargaba una gran indecisión. Por fin pareció determinarse. Se volvió hacia mí y me dijo de pronto:

—Siéntese.

Tomé asiento sosegadamente al lado de la mesa. Ella empezó a hablar muy nerviosa.

—Se habrá usted preguntado qué ocurre aquí.

Asentí con la cabeza.

—He decidido contárselo a usted... todo. Debo confiárselo a alguien, o me volveré loca.

—Bueno —dije—. Creo que será preferible. No es fácil saber qué es lo mejor que se puede hacer cuando se está a oscuras sobre un asunto.

—¿Sabe usted de qué estoy asustada?

—¿De algún hombre? —opiné.

—Sí. Pero no le pregunto de quién... sino de qué.