»Pero luego, hace poco más de tres semanas, recibí una carta con sello iraquí.
Me entregó una tercera carta.
"Creías que podrías escapar, pero te has equivocado. No puedes seguir viviendo después de haberme sido infiel. Siempre te lo advertí. La muerte no está muy lejos."
—Y hace una semana... ¡ésta! La encontré aquí mismo, sobre la mesa. Ni siquiera vino por correo.
Cogí la hoja de papel que me daba. Sólo habían escrito en ella dos palabras:
"He llegado."
La señora Leidner me miró fijamente.
—¿Lo ve usted? ¿Lo entiende? Me va a matar. Puede ser Frederick o el pequeño William; pero me va a matar.
Su voz se levantó temblorosa. Le cogí una muñeca.
—Vamos... vamos —dije con tono admonitorio—. No se excite. Aquí estamos todos para protegerla. ¿Tiene algún frasco de sales?
Con la cabeza me indicó el lavabo. Le di una buena dosis.
—Así está mejor. Pero, enfermera, ¿se da usted cuenta de por qué me encuentro en este estado? Cuando vi a aquel hombre mirando por la ventana, pensé: "Ya llegó..." Hasta desconfié cuando llegó usted. Pensé que tal vez podía ser usted un hombre disfrazado.
—¡Qué idea!
—Ya sé que parece absurdo. Pero podía estar usted de acuerdo con él. No haber sido una verdadera enfermera.
—¡Pero eso son tonterías!
—Sí, tal vez. Mas yo estaba fuera de mí.
Sobrecogida por una repentina idea, dije:
—Supongo que reconocería a su primer marido si lo viera.
Respondió despacio:
—No lo sé. Hace ya más de quince años. Quizá no reconozca su cara.
Luego se estremeció.
—Lo vi una noche... pero era una cara de difunto. Oí unos golpecitos en la ventana y luego vi una cara; una cara de ultratumba que gesticulaba más allá del cristal. Empecé a gritar. Y cuando llegaron todos, dijeron que allí no había nada.
Recordé lo que me contó la señora Mercado.
—¿No cree usted que entonces estaba soñando? —pregunté indecisa.
—¡Estoy segura de que no!
Yo no lo estaba tanto. Era una pesadilla que podía darse en aquellas circunstancias y que fácilmente se confundiría con un hecho real. Pero no tengo por costumbre el contradecir a mis pacientes. Tranquilicé lo mejor que pude a la señora Leidner y le hice observar que si un extraño llegara a los alrededores de la casa, sería muy difícil que pasara sin ser visto.
La dejé un poco más animada, según pensé, y fui a buscar al doctor Leidner, a quien conté la conversación que habíamos tenido.
—Me alegro de que se lo haya contado —dijo simplemente—. Me tenía terriblemente sobresaltado. Estoy seguro de que los golpecitos en la ventana y la cara contra el cristal son meras imaginaciones suyas. Estaba indeciso sobre lo que debía hacer. ¿Qué opina usted del asunto?
No llegué a comprender completamente el tono que tenía su voz, pero respondí con bastante presteza:
—Es posible que esas cartas sean una burla inhumana y ruin.
—Sí, tal vez sea eso. Pero, ¿qué haremos? Esto acabará por volverla loca. No sé qué pensar.
—Ni yo tampoco. Se me ocurrió que quizás una mujer tuviera algo que ver con aquello. Las cartas contenían cierto acento femenino.
En el fondo de mi mente estaba pensando en la señora Mercado. ¿Era posible que, por una casualidad, se hubiera enterado de lo que pasó con el primer marido de la señora Leidner? Podía estar dando satisfacción a su rencor por el procedimiento de aterrorizar a otra mujer.
No me gustaba sugerir una cosa así al doctor Leidner. Es difícil prever de antemano las reacciones humanas.
—Bueno —añadí jovialmente—. Esperemos que todo irá bien. Me parece que la señora Leidner se siente ya más feliz, ahora que ha hablado de ello. Es una cosa que siempre resulta conveniente. Lo que se consigue guardando reserva es enfermar de los nervios.
—Me alegro mucho de que se lo haya contado —repitió él—. Es una buena señal. Demuestra que le gusta usted y que le tiene confianza. Estaba ansioso por saber qué era lo que mejor podía hacer.
Estuve a punto de preguntarle si había pensado en hacer una discreta indicación a la policía local, pero más tarde me alegré de no haber hecho la pregunta. Les diré por qué. El señor Coleman tenía que ir a Hassanieh al día siguiente para traer el dinero con que se pagaba a los trabajadores. Se llevaba también todas nuestras cartas para que salieran en el correo aéreo. Las cartas, una vez escritas, se depositaban en una caja de madera, colocada en el alféizar de la ventana del comedor. Aquella noche, como preparativo para el día siguiente, el señor Coleman sacó todas las cartas de la caja y empezó a clasificarlas en paquetes que sujetaba con cintas elásticas.
De pronto lanzó una exclamación.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Me mostró una carta, al tiempo que hacía un gesto.
—Nuestra "encantadora" Louise... está como un cencerro. Ha dirigido una carta a alguien que vive en la calle Cuarenta y dos, de París, Francia. No creo que esa calle exista en París, sino en Nueva York, ¿no le parece? ¿Tendría inconveniente en llevársela y preguntarle si está bien puesta la dirección? Acaba de irse ahora mismo hacia su dormitorio.
Cogí la carta y corrí en busca de la señora Leidner, quien rectificó la dirección del sobre. Era la primera vez que veía la escritura de la señora Leidner, y entonces me pregunté dónde había visto yo antes aquel tipo de letra, pues era indudable que me resultaba familiar.
Hasta bien entrada la madrugada no supe contestar aquella pregunta. Y entonces se me ocurrió de repente. Salvo que era más grande y un tanto más inclinada, se parecía extraordinariamente a la escritura de las cartas anónimas.
Nuevas ideas pasaron por mi imaginación.
¿Acaso era la propia señora Leidner quien había escrito aquellas cartas?
¿Y quizá lo sospechaba el doctor Leidner?
Capítulo X
El sábado por la tarde
La señora Leidner me contó su historia el viernes por la tarde.
El sábado por la mañana, sin embargo, se notaba en el ambiente una ligera sensación de reserva. La señora Leidner, en particular, parecía dispuesta a ser un tanto brusca conmigo y de una forma ostensible evitaba toda posibilidad de conversación. Aquello no me sorprendía. Me había ocurrido más de una vez. Hay señoras que revelan ciertas cosas a sus enfermeras en un momento de repentina confidencia y luego no se sienten satisfechas de haberlo hecho. Son cosas de la naturaleza humana.
Tuve mucho cuidado de no insinuar ni recordar nada de lo que ella me había contado. Deliberadamente hice que la conversación versara sobre tópicos comunes. El señor Coleman, conduciendo él mismo la "rubia", se fue a Hassanieh por la mañana, llevándose las cartas en una mochila. También tenía que hacer uno o dos encargos por cuenta de los demás compañeros de expedición. Era el día en que cobraban los trabajadores y el señor Coleman debía ir al banco para retirar en moneda fraccionaria el importe de los jornales. Todo aquello le llevaría mucho tiempo y no esperaba estar de vuelta hasta la tarde. Sospeché que almorzaría con Sheila Reilly.
La tarde de los días en que se pagaban los jornales, el trabajo en las excavaciones no era muy intenso, pues los peones empezaban a cobrar a partir de las tres y media.
El muchacho árabe, llamado Abdullah, cuya ocupación consistía en lavar cacharros, estaba, como de costumbre, instalado en mitad del patio y salmodiaba interminablemente su monótona y nasal cantinela. El doctor Leidner y el señor Emmott habían anunciado su propósito de trabajar con los objetos de cerámica hasta que volviera Coleman, y el señor Carey se dirigió a las excavaciones.