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—Hago esto para mi propio convencimiento —observó—; y ahora, dígame: ¿qué hora era cuando el doctor Leidner encontró el cuerpo de su mujer?

—Creo que eran exactamente las tres menos cuarto.

—¿Cómo lo sabe?

—Pues porque miré mi reloj cuando me levanté. Eran entonces las tres menos veinte.

—Déjeme dar un vistazo a su reloj.

Me lo quité de la muñeca y se lo entregué.

—Lleva usted la hora exacta. Excelente. Bien; ya tenemos un punto preciso. ¿Ha formado usted una opinión respecto a la hora en que ocurrió la muerte?

—Francamente, doctor, no me agrada asegurar una cosa tan delicada.

—No adopte ese aire profesional. Quiero ver si su parecer coincide con el mío.

—Pues bien; yo creo que hacía una hora que estaba ya muerta.

—Eso es. Yo examiné el cadáver a las cuatro y media, y me inclino a fijar la hora de la muerte entre la una y cuarto y la una cuarenta y cinco. En términos generales podemos poner la una y media. Eso es bastante aproximado. Me dijo que a esa hora estaba usted descansando. ¿Oyó algo?

—¿A la una y media? No, doctor. No oí nada; ni a esa hora ni a ninguna hora. Estuve en la cama desde la una menos cuarto hasta las tres menos veinte. No oí nada excepto el monótono canto del muchacho árabe y los gritos que, de vez en cuando, dirigía el señor Emmott al doctor Leidner, que estaba en la azotea —observé.

—El muchacho árabe... sí.

Se abrió la puerta en aquel momento y entraron el doctor Leidner y el capitán Maitland. Este último era un hombrecillo vivaracho, en cuya cara relucían unos astutos ojos grises. El doctor Reilly se levantó y cedió el sillón a su propietario.

—Siéntese, por favor. Me alegro de que haya venido. Le podemos necesitar. Hay algo verdaderamente raro en este asunto.

El doctor Leidner inclinó la cabeza.

—Ya lo sé —me miró—. Mi mujer se lo contó todo a la enfermera Leatheran. No debemos reservarnos nada en una ocasión como ésta, enfermera —me dijo—. Por lo tanto, haga el favor de contar al capitán Maitland y al doctor Reilly todo lo que pasó entre usted y mi mujer ayer por la tarde.

Relaté nuestra conversación lo más aproximadamente posible.

El capitán Maitland lanzaba unas breves exclamaciones de sorpresa. Cuando terminó, se dirigió al doctor

—¿Es verdad todo esto, Leidner?

—Todo lo que ha dicho la enfermera Leatheran es cierto.

Calló y con los dedos tamborileó sobre la mesa.

—Es un asunto extraño —comentó—. ¿Puede usted contarme algo sobre él, Leidner?

—¡Qué historia tan extraordinaria! —exclamó el doctor Reilly—. ¿Podría enseñarnos estas cartas?

—No me cabe la menor duda de que las encontraremos entre las cosas de mi mujer.

—Las sacó de una cartera que estaba sobre la mesa. Probablemente estarán todavía allí.

Frunció el ceño.

Se volvió hacia el capitán Maitland, y su cara, generalmente apacible, tomó una expresión rígida y áspera.

—No es cuestión de mantener el secreto, capitán Maitland. Lo necesario es coger a ese hombre y hacerle pagar su delito.

—¿Cree usted que se trata, en realidad, del primer esposo de la señora Leidner? —pregunté.

—¿Acaso no opina usted así, enfermera? —intervino el capitán.

—Estimo que es un punto discutible —repliqué, no sin antes titubear un instante.

—De cualquier forma —siguió el doctor Leidner— ese hombre es un asesino y hasta diría que un lunático peligroso. Deben encontrarlo, capitán Maitland. No creo que sea difícil.

El doctor Reilly dijo lentamente:

—Tal vez sea más difícil de lo que usted cree... ¿verdad, Maitland?

El interpelado se retorció el bigote y no contestó.

De pronto di un respingo.

—Perdonen —dije—. Hay una cosa que tal vez deba mencionar.

Relaté lo del iraquí que habíamos sorprendido cuando trataba de mirar por la ventana, y cómo, dos días después, lo había encontrado husmeando por los alrededores; trataba posiblemente de hacer hablar al padre Lavigny.

—Bien —dijo el capitán—. Tomaremos nota de ello. Será algo en que la policía podrá empezar a trabajar. Ese hombre puede tener alguna conexión con el caso.

—Probablemente habrá sido pagado para que actúe como espía —sugerí—, para saber cuándo estaba el campo libre.

El doctor Reilly se frotó la nariz con aire cansado.

—Eso es lo malo del asunto —dijo—. Suponiendo que el campo no estuviera libre... ¿qué?

Lo miré algo confusa.

El capitán Maitland se volvió hacia el doctor Leidner.

—Quiero que escuche esto con mucha atención, Leidner. Es una especie de resumen de las pruebas que hemos recogido hasta ahora. Después del almuerzo, que fue servido a las doce y terminó a la una menos veinticinco, su esposa se dirigió a su dormitorio, acompañada por la enfermera Leatheran, que la dejó acomodada convenientemente. Usted subió a la azotea, donde estuvo durante las dos horas siguientes, ¿verdad?

—Sí.

—¿Bajó usted en alguna ocasión de la azotea durante todo ese tiempo?

—No.

—¿Subió alguien allí?

—Sí, Emmott lo hizo, estoy seguro. Vino varias veces desde donde Abdullah estaba lavando cerámica en el patio.

—¿Miró usted en alguna ocasión hacia allí?

—Una o dos veces y en cada caso para decirle algo a Emmott.

—¿Y en cada una de ellas vio usted que el muchacho árabe estaba sentado en mitad del patio lavando piezas de cerámica?

—Sí.

—¿Cuál fue el período más largo que Emmott estuvo con usted ausente del patio?

El doctor Leidner recapacitó.

—Es difícil de decir, tal vez diez minutos. Yo diría que dos o tres minutos; pero sé por propia experiencia que mi apreciación del tiempo no es muy buena cuando estoy absorto o interesado en lo que estoy haciendo.

El capitán miró al doctor Reilly y éste asintió.

—Es mejor que lo tratemos ahora —dijo.

Maitland sacó un libro de notas y lo abrió.

—Oiga, Leidner, le voy a leer exactamente lo que estaba haciendo cada miembro de su expedición entre la una y las dos de la tarde.

—Pero, seguramente...

—Espere. Se dará usted cuenta en seguida de lo que me propongo. Tenemos, en primer lugar, al matrimonio Mercado. El señor Mercado dice que estaba trabajando en el laboratorio y su mujer afirma que estuvo en su habitación lavándose el pelo. La señorita Johnson nos ha dicho que no se movió de la sala de estar, ocupada en sacar las impresiones de unos sellos cilíndricos. El señor Reiter asegura que estuvo revelando unas placas en la cámara oscura. El padre Lavigny dice que estaba trabajando en su habitación. Y respecto a los dos restantes componentes de la expedición, tenemos que Carey estaba en las excavaciones y Coleman en Hassanieh. Esto por lo que se refiere a las personas que forman parte de la expedición. En cuanto a los sirvientes, el cocinero indio estaba en la parte exterior del portalón hablando con los soldados de la guardia, mientras desplumaba un par de pollos. Ibrahim y Mansur, los dos criados se reunieron con él alrededor de la una y cuarto. Permanecieron allí, charlando y bromeando, hasta las dos y media... y por entonces ya había muerto su esposa, ¿no es así?

—No comprendo... me confunde usted. ¿Qué está insinuando?

—¿Hay otro acceso a la habitación de su esposa, además de la puerta que da al patio?

—No. Tiene dos ventanas, pero ambas están defendidas por fuertes rejas... y, además, creo que estaban cerradas.

—Estaban cerradas y tenían echadas las fallebas por la parte interior —me apresuré a observar.

—De cualquier modo —dijo el capitán Maitland—, aunque hubieran estado abiertas, nadie podía haber entrado o salido de la habitación por tal conducto. Mis compañeros y yo nos hemos asegurado de ello. Lo mismo ocurre con las tres ventanas que dan al campo. Todas tienen rejas de hierro que están en buenas condiciones. Cualquier extraño, para entrar en la habitación de la señora Leidner, tenía que haber pasado por el portalón y atravesado el patio. Pero tenemos la afirmación conjunta del soldado de guardia, del cocinero y de los criados, de que nadie hizo una cosa así.