El doctor Leidner sacudió la cabeza con aire apesadumbrado.
—No, no, enfermera. No tiene que reprocharse nada —dijo lentamente—. Dios me perdone, pero soy yo quien tiene toda la culpa. Yo no creí... nunca creí... no sospeché, ni por un momento, que existiera un peligro real...
Se levantó. Tenía la cara crispada.
—La dejé ir al encuentro de la muerte... Sí, la dejé ir a su encuentro... por no creer...
Salió tambaleándose de la habitación.
El doctor Reilly me miró.
—También yo me siento culpable —dijo—. Pensé que la buena señora estaba jugando con sus nervios.
—Yo tampoco lo tomé muy en serio —confesé.
—Los tres estábamos equivocados —terminó el doctor Reilly con gravedad.
—Así parece —dijo el capitán Maitland.
Capítulo XIII
Llega Hércules Poirot
Creo que no me olvidaré nunca de la primera vez que vi a Hércules Poirot. Más tarde me acostumbré a su presencia, como es natural, pero al principio su visita me produjo una gran sensación, y creo que cualquiera hubiera sentido lo mismo que yo.
No sé cómo lo había imaginado; algo así como un Sherlock Holmes alto y flaco, con una cara astuta y perspicaz. Ya sabía que era extranjero, pero no esperaba que lo fuera tanto como en realidad resultó.
Al contemplarlo, le entraban a una ganas de reír. Tenía un aspecto como sólo se ve en las películas o en el teatro. Medía unos cinco pies y cinco pulgadas; era un hombrecillo algo regordete, viejo, con un engomado bigote y la cabeza en forma de huevo. Parecía un peluquero de comedia cómica.
¡Y aquél era el hombre que iba a averiguar quién mató! Supongo que parte de mi desencanto quedó reflejado en mi cara, pues casi inmediatamente me dijo, mientras los ojos le brillaban de forma extraña:
—¿No le acabo de gustar, ma soeur? Recuerde que no se sabe cómo está la morcilla hasta que se come.
Tal vez quiso decir que para saber si una morcilla está buena, hay que probarla primero. Es un refrán que encierra en sí bastante verdad, pero a pesar de ello no tuve mucha confianza.
El doctor Reilly le trajo en su coche. Llegaron el domingo, poco después del almuerzo. Su primera medida fue rogarnos que nos reuniéramos todos. Así lo hicimos en el comedor, donde nos sentamos alrededor de la mesa. El señor Poirot tomó asiento en la cabecera, con el doctor Leidner a un lado y el doctor Reilly al otro.
Cuando hubieron llegado todos, el doctor Leidner carraspeó y habló con voz sosegada y vacilante.
—Me atrevería a decir que todos ustedes habrán oído hablar de monsieur Hércules Poirot. Pasaba hoy por Hassanieh y, con mucha amabilidad por su parte, accedió a interrumpir su viaje para ayudarnos. La policía iraquí y el capitán Maitland hacen todo cuanto está en su mano, estoy seguro de ello, pero... existen ciertas circunstancias en el caso... —vaciló y lanzó una suplicante mirada al doctor Reilly—; al parecer pueden presentarse dificultades...
—No está del todo claro, ni parece sencillo... ¿eh? —dijo el hombrecillo desde la cabecera de la mesa.
¡Vaya, hasta sabía hablar bien el inglés!
—¡Deben cogerlo! —exclamó la señora Mercado—. Sería intolerable que lograra escapar.
Observé que los ojos del extranjero se posaban sobre ella, como aniquilándola.
—¿Cogerlo? ¿Quién es él, madame? —preguntó.
—Pues el asesino, desde luego.
—¡Ah! ¡El asesino! —exclamó Hércules Poirot.
Habló como si el criminal no fuera importante. Nos quedamos todos mirándolo. Y él observó una cara tras otra.
—Según me parece —observó—, ninguno de ustedes ha tenido antes contacto directo con un caso de asesinato.
Hubo un murmullo general de asentimiento.
Hércules Poirot sonrió.
—Está claro, por lo tanto, que no comprenden ustedes el abecé de la situación. Se nota cierta desazón. Sí, hay mucha desazón. Deben tenerse en cuenta, ante todo, las sospechas.
—¿Sospechas?
Fue la señorita Johnson la que habló. El señor Poirot la miró con aspecto pensativo. Tuve la impresión de que la contempló con aprobación. Parecía como si pensara: "He aquí una persona razonable e inteligente".
—Sí, mademoiselle —dijo—. ¡Sospechas! Pero permítanme que no vaya con rodeos respecto a ello. Todos los que viven en esta casa son sospechosos. El cocinero, los criados, el pinche, el chico que lava la cerámica... sí, y también todos los de la expedición.
La señora Mercado se levantó con la cara demudada.
—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a decir una cosa así? Esto es odioso... intolerable. Doctor Leidner, ¿cómo se queda ahí sentado y deja que este hombre... que este hombre...?
El arqueólogo, con voz cansada, dijo:
—Trata de tener calma, Marie.
El señor Mercado se levantó a su vez. Le temblaban las manos y tenía los ojos inyectados en sangre.
—Estoy de acuerdo con mi mujer. Esto es un ultraje... un insulto...
—No, no —replicó el señor Poirot—. No les he insultado. Sólo les ruego que se enfrenten con los hechos. En una casa donde se ha cometido un crimen cada habitante comparte las sospechas. Y ahora les pregunto, ¿qué pruebas existen de que el asesino vino de fuera?
La señora Mercado exclamó:
—¡Claro que vino de fuera! Tiene que ser así. Porque... —se detuvo y luego prosiguió más lentamente—, otra cosa sería increíble.
—No hay duda de que tiene razón, madame —dijo Poirot inclinándose—. Le estoy explicando la única manera plausible de abordar el asunto. Primero me aseguro de que todos los que están en esta situación son inocentes y luego busco al asesino en otro sitio.
—¿No cree usted que perder demasiado tiempo con ello? —preguntó suavemente el padre Lavigny.
—La tortuga, mon père, venció a la liebre.
El padre Lavigny se encogió de hombros.
—Estamos en sus manos —dijo con resignación—. Convénzase usted mismo cuanto antes de nuestra inocencia.
—Tan rápidamente como sea posible. Mi deber era aclararles su posición y, por lo tanto, no deben ofenderse por la impertinencia de cualquier pregunta que pueda hacerles. ¿Tal vez, mon père, la Iglesia querrá dar ejemplo de ello?
—Pregúnteme lo que quiera —dijo gravemente el padre Lavigny.
—¿Es la primera vez que viene con esta expedición?
—Sí.
—¿Cuándo llegó?
—Hace tres semanas. Es decir, el veintidós de febrero.
—¿De dónde procedía?
—De la orden de los Padres Blancos, en Cartago.
—Gracias, mon père. ¿Había tenido ocasión de conocer a la señora Leidner antes de venir aquí?
—No. Nunca la había visto hasta que me la presentaron.
—¿Quisiera decirme qué es lo que estaba haciendo en el momento en que ocurrió la tragedia?
—Estaba en mi habitación descifrando unas tablillas de caracteres cuneiformes.
Vi que Poirot tenía ante sí un plano de la casa.
—¿Es la habitación situada en la esquina sudoeste, que se corresponde con la de la señora Leidner en el lado opuesto?
—Sí.
—¿A qué hora entró usted en su habitación?
—Inmediatamente después de almorzar. Yo diría que era la una menos veinte.
—¿Y hasta cuándo permaneció en ella?
—Hasta poco antes de las tres. Oí que la "rubia" entraba en el patio y que luego volvía a salir. Me extrañó y fui a ver qué pasaba.
—¿Durante todo ese tiempo, salió alguna vez de su habitación?
—No, ni una sola vez.
—¿Oyó o vio algo que pudiera tener relación con el crimen?
—No.
—¿Tiene su dormitorio alguna ventana que dé al patio?
—No, sus dos ventanas dan al campo.