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—Tengo entendido que cuando bajó usted se encontró con que el muchacho había abandonado su puesto.

—Sí. Le grité, incomodado, y apareció por el portalón. Había salido a charlar con los otros.

—¿Fue ésa la única vez que el chico abandonó el trabajo?

—Le ordené que subiera a la azotea, una o dos veces, para que llevara unos pucheros.

Poirot dijo con acento grave:

—Es absolutamente necesario preguntarle, señor Emmott, si vio entrar o salir a alguien de la habitación de la señora Leidner durante todo este tiempo.

El joven se apresuró a contestar:

—No vi a nadie. Ni siquiera entró nadie en el patio durante las dos horas que estuve trabajando.

—¿Y cree usted, realmente, que era la una y media cuando se ausentaron, usted y el chico, y quedó el patio solitario?

—No pudo ser ni mucho antes, ni mucho después. Desde luego, no puedo asegurarlo con exactitud.

Poirot se dirigió al doctor Reilly.

—¿Coincide esto, doctor, con la hora en que, según su opinión, debió ocurrir la muerte?

—Sí.

El señor Poirot se acarició los bigotes.

—Creo que podemos asegurar —dijo con aire solemne— que la señora Leidner encontró la muerte durante esos diez minutos.

Capítulo XIV

¿Uno de nosotros?

Hubo una corta pausa, y durante ella pareció flotar por la habitación una ola de horror.

Me figuro que en aquel momento creí por primera vez que la teoría del doctor Reilly era correcta. "Sentí" que el asesino estaba allí. Sentado... oyendo. Uno de nosotros...

Tal vez la señora Mercado tuvo la misma impresión, porque de pronto lanzó un grito corto y agudo.

—No puedo evitarlo —sollozó—. Es... tan horrible...

—Valor, Marie —dijo su marido.

Nos miró como pidiendo disculpas.

—Es muy impresionable. Se afecta demasiado.

—Quería tanto... a Louise —gimoteó la señora Mercado.

No sé si algo de lo que pensé en aquel momento asomó a mi rostro, pero al instante me di cuenta de que el señor Poirot me miraba y de que una ligera sonrisa distendía sus labios.

Le dirigí una mirada fría y él se apresuró a reanudar el interrogatorio.

—Dígame, madame, ¿qué hizo usted ayer por la tarde?

—Estuve lavándome el pelo —sollozó la señora Mercado—. Parece espantoso que no me enterara de nada. Era completamente feliz y estuve muy ocupada con lo que hacía.

—¿Permaneció usted en su habitación?

—Sí.

—¿No salió de ella?

—No. No lo hice hasta que oí entrar el coche en el patio. Luego, me enteré de lo que había pasado. ¡Oh, fue horroroso!

—¿Le sorprendió?

La señora Mercado dejó de llorar y sus ojos se abrieron con expresión resentida.

—¿Qué quiere decir, monsieur Poirot? ¿Está sugiriendo acaso...?

—¿Qué podría sugerir, madame? Nos acaba usted de decir que quería mucho a la señora Leidner. Tal vez ésta le hizo alguna confidencia.

—¡Ah...! Ya comprendo. No, la pobrecita Louise no me dijo nunca nada... nada definido, quiero decir. Se veía, desde luego, que estaba terriblemente preocupada y nerviosa y luego todos aquellos extraños sucesos... los golpecitos en la ventana y todo lo demás.

—Recuerdo que lo calificó usted de fantasía —intervine.

Me alegré de ver que, momentáneamente, pareció desconcertarse.

De nuevo me di cuenta de la divertida mirada que me dirigió el señor Poirot.

—En resumen, madame —dijo éste con tono concluyente—. Estaba usted lavándose el pelo. No oyó ni vio nada. ¿Hay alguna cosa que, en su opinión, pueda sernos de utilidad?

La señora Mercado no se detuvo a pensar.

—No, no hay ninguna, de veras. ¡Esto es un misterio indescifrable! Pero yo diría que no hay duda... ninguna duda, de que el asesino llegó de fuera. Es cosa que salta a la vista.

Poirot se volvió hacia el señor Mercado.

—Y usted, monsieur, ¿qué tiene que decir?

El interpelado pareció sobresaltarse. Se mesó la barba distraídamente.

—Puede ser. Pudo ser —dijo—. Y sin embargo, ¿cómo es posible que alguien deseara su muerte? Era una persona tan dulce... tan amable... —sacudió la cabeza—. Quienquiera que la matara debió ser malvado... sí, un malvado.

—¿Y de qué forma pasó ayer la tarde, monsieur?

—¿Yo? —dijo el señor Mercado mirándole con aire ausente.

—Estuviste en el laboratorio, Joseph —le insinuó su mujer.

—¡Ah, sí! Allí estuve... eso es. Mi trabajo de costumbre.

—¿A qué hora entró usted en el laboratorio?

El señor Mercado miró de nuevo interrogativamente a su mujer.

—A la una menos diez, Joseph —dijo ésta.

—Sí. A la una menos diez.

—¿Salió usted alguna vez al patio?

—No... no lo creo —meditó un momento—. No, estoy seguro de que no.

—¿Cómo se enteró del asesinato?

—Mi mujer vino a buscarme y me lo contó. Fue terrible... estremecedor. Casi no lo pude creer. Aun ahora me es difícil hacerme a la idea. —De pronto empezó a temblar—. Es horrible... horrible...

La señora Mercado se dirigió rápidamente junto a su marido.

—Sí, sí, Joseph; todos sentimos lo mismo. Pero no debemos exteriorizarlo. Ello agravaría aún más la pena del pobre doctor Leidner.

Vi que un gesto de dolor se marcaba sobre la cara del aludido y me figuré que aquella atmósfera sentimental no le estaba sentando bien. Dirigió una furtiva mirada a Poirot, como si solicitara su ayuda. Poirot respondió rápidamente al llamamiento.

—¿Señorita Johnson? —invocó.

—Me parece que yo le puedo ser de muy poca ayuda —dijo ésta.

Su voz culta y refinada produjo un efecto sedativo tras la atiplada voz de la señora Mercado.

—Estuve trabajando en la sala de estar; tomando impresiones en plastilina de unos sellos cilíndricos.

—¿Y no oyó ni vio nada?

—No.

Poirot le dirigió una rápida mirada. Su oído había captado lo que el mío también notara... una ligera indecisión.

—¿Está usted completamente segura, mademoiselle? ¿No hay nada que recuerde vagamente?

—No... de veras...

—Algo que vio usted, digamos, por el rabillo del ojo, y de lo que no se dio perfecta cuenta.

—No; definitivamente, no —replicó ella con acento firme.

—Entonces, algo que oyó. Sí, algo que no está usted segura si oyó o no.

La señorita Johnson lanzó una risita nerviosa e irritada.

—¿No oyó usted nada más...? ¿El ruido al abrir y cerrar una puerta, por ejemplo?

La señorita Johnson sacudió la cabeza.

—Me acosa usted demasiado, monsieur Poirot. Temo que me esté animando a contarle cosas que, posiblemente, sean imaginaciones mías.

—Supongo que estaría usted sentada ante una mesa. ¿En qué dirección miraba? ¿Hacia el patio, el almacén, el porche o el campo?

La señorita Johnson contestó lentamente, como si sopesara sus palabras.

—Estaba mirando hacia el patio.

—¿Podía usted ver, desde donde estaba, el chico que lavaba los cacharros?

—Claro, aunque tenía que levantar la vista para ello. Pero, desde luego, estaba muy absorta en lo que hacía. Toda mi atención se centraba en mi trabajo.

—De haber pasado alguien ante la ventana del patio se hubiera usted dado cuenta, ¿verdad?

—Sí. Estoy segura de que sí.

—¿Y nadie lo hizo?

—No.

—¿Y si alguien hubiera pasado por el centro del patio, ¿lo hubiera usted visto también?

—Creo que... probablemente, no. A no ser que, como dije antes, hubiera levantado entonces la vista y hubiera mirado por la ventana.

—¿Se dio usted cuenta de que Abdullah dejó el trabajo y salió a reunirse con los demás criados?