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Una vez leídas, las dejó sobre la mesa y carraspeó.

—Y ahora —dijo— procedamos a poner los hechos en orden. La primera de estas cartas la recibió su esposa poco después de casarse con usted, en América. Había recibido otras, pero las destruyó. A la primera carta siguió una segunda. Poco tiempo después de recibir esta última, usted y su esposa se libraron, por poco, de morir asfixiados a causa de un escape de gas. Luego se fueron al extranjero y por espacio de dos años no llegaron más cartas. Pero empezaron otra vez a recibirse a poco de iniciar la actual temporada de excavaciones; es decir, hace tres semanas. ¿Voy bien?

—Exactamente.

—Su esposa demostró gran pánico y usted, después de consultar con el doctor Reilly, contrató a la enfermera Leatheran para que le hiciera compañía y mitigara sus temores. Habían ocurrido ciertos incidentes, tales como manos que golpearon la ventana; una cara espectral y ruidos en el almacén. ¿Presenció usted mismo algunos?

—No.

—De hecho, nadie los presenció, salvo la señora Leidner.

—El padre Lavigny vio una luz en el almacén.

—Sí. No lo he olvidado.

Guardó silencio durante unos instantes y luego dijo:

—¿Su esposa hizo testamento?

—No lo creo.

—¿Por qué?

—Opinaba que no valía la pena.

—¿Acaso no tenía bienes?

—Sí los tenía, pero mientras viviera. Su padre le dejó una considerable cantidad de dinero en fideicomiso. No podía tocar el capital. A su muerte, éste debía pasar a sus hijos, si los tuviera... y en otro caso al museo de Pittstow.

Poirot tamborileó con los dedos sobre la mesa, con aire pensativo.

—Entonces, creo que podemos eliminar un motivo del caso —dijo—. Como comprenderán, es lo que busco antes que nada. ¿Quién se beneficia con la muerte de la víctima? En este caso es un museo. Si hubiera sido de otra forma; si la señora Leidner hubiera muerto ab intestato, pero dueña de una considerable fortuna, se me presentaba un interesante problema, pues habría que dilucidar quién heredaba el dinero, si usted o el primer marido. Pero entonces hubiera surgido otra dificultad. El primer marido tenía que haber resucitado para poder reclamar la herencia y ello implicaba el riesgo de que fuera arrestado, aunque creo difícil que pudiera imponérsele la pena de muerte al cabo de tanto tiempo de haber terminado la guerra. Mas no hace falta especular sobre ello. Como dije antes, me cuido siempre de dejar bien sentada la cuestión del dinero. Mi siguiente paso es sospechar del marido o de la mujer de la víctima. En el caso que nos ocupa se ha probado, en primer lugar, que ayer por la tarde usted no se acercó a la habitación de su esposa; en segundo lugar, que con la muerte de ella pierde en vez de ganar; en tercer lugar...

Se detuvo.

—¿Qué? —preguntó el doctor Leidner.

—En tercer lugar —prosiguió lentamente Poirot—. Sé distinguir un amor profundo cuando lo veo ante mí. Creo, doctor Leidner, que el amor que sentía por su esposa era el principal objeto de su vida. Era así, ¿verdad?

El arqueólogo contestó simplemente:

—Sí.

Poirot asintió.

—Por lo tanto —dijo—, podemos continuar.

—Vamos, vamos. Ocupémonos del caso —opinó el doctor Reilly con cierta impaciencia en la voz.

Poirot le dirigió una mirada de desaprobación.

—No pierda la paciencia, amigo mío. En un caso como éste, hay que abordar cada cosa con método y orden. Ésa es, realmente, la regla que sigo en todos los asuntos de que me encargo. Como hemos desechado varias posibilidades, que, como dicen ustedes, se pongan todas las cartas sobre la mesa. No debe reservarse nada.

—De acuerdo —dijo el doctor Reilly.

—Por eso solicito que me digan toda la verdad —prosiguió Poirot.

El doctor Leidner lo miró sorprendido.

—Le aseguro, monsieur Poirot, que no me he callado nada. Le he dicho todo lo que sé. Sin reservas.

—Tout de même no me lo ha dicho usted todo.

—Sí, se lo dije. No creo que falte ningún detalle.

Parecía estar angustiado.

Poirot sacudió lentamente la cabeza.

—No —replicó—. No me ha dicho usted, por ejemplo, por qué hizo que la enfermera Leatheran se instalara en esta casa.

El doctor Leidner pareció aturdirse aún más.

—Ya expliqué eso. Está claro. El desasosiego de mi mujer... sus temores.

—No, no, no. Hay algo en ello que no está claro. Sí; su esposa corre peligro... Ha sido amenazada de muerte; perfectamente. Y busca usted... no a la policía... ni siquiera a un detective privado... sino a una enfermera. ¡Esto no tiene sentido alguno!

—Yo... yo... —el doctor Leidner se detuvo. El rubor subió a sus mejillas—. Pensé que... — calló definitivamente.

—Parece que llegamos a ello —animó Poirot—. ¿Qué fue lo que pensó?

El arqueólogo quedó silencioso. Parecía cansado de aquello y nada dispuesto a proseguir.

—Ya ve usted —el tono de Poirot se volvió persuasivo y suplicante—. Todo lo que me ha dicho tiene aspecto de ser verdadero, excepto esto. ¿Por qué una enfermera? Sí; hay una respuesta para ello. De hecho, sólo puede haber una contestación. Usted mismo no creía que su esposa corriera peligro alguno.

Y entonces, dando un grito, el doctor Leidner se derrumbó.

—¡Válgame Dios! —gimió—. No lo creí... no lo creí...

Poirot lo contempló con la misma atención con que un gato mira el agujero por donde se metió un ratón; listo para saltar sobre él en el momento en que asome de nuevo.

—¿Qué creía usted, entonces? —preguntó.

—No lo sé. No lo sé...

—Sí, lo sabe. Lo sabe usted perfectamente. Tal vez le pueda ayudar... con una suposición. ¿Sospechaba usted, doctor Leidner, que esas cartas las escribía su mujer?

No hubo necesidad de que contestara. La verdad encerrada en la suposición de Poirot se puso bien patente. El gesto de horror con que el doctor Leidner levantó una mano, como pidiendo gracia, dijo bastante por sí solo.

Exhalé un profundo suspiro. Así, pues, mis conjeturas eran ciertas. Recordé el curioso tono de voz del doctor Leidner cuando me preguntó qué me parecía todo aquello. Hice un gesto afirmativo con la cabeza, lenta y pensativamente, hasta que, de pronto, me di cuenta de que Poirot me estaba mirando.

—¿Cree usted lo mismo, enfermera?

—La idea pasó por mi pensamiento —repliqué de buena fe.

—¿Por qué razón?

Expliqué la semejanza de la escritura del sobre que me enseñó el señor Coleman.

Poirot se volvió hacia el arqueólogo.

—¿Se dio cuenta también de la similitud?

El doctor Leidner inclinó la cabeza.

—Sí. La escritura era más pequeña y retorcida, no grande y amplia como la de Louise; pero algunas letras tenían el mismo trazo. Se lo demostraré.

Sacó varias cartas del bolsillo interior de la chaqueta y después de repasarlas, seleccionó una hoja que entregó a Poirot. Era parte de una carta que le escribió su esposa.

Poirot la comparó cuidadosamente con las cartas anónimas.

—Sí —murmuró—. Sí. Hay algunos puntos de semejanza; una curiosa forma de hacer las "s" y una "e" característica. No soy perito calígrafo y no puedo asegurar nada, aunque nunca encontré a dos peritos calígrafos que coincidieran en una opinión; pero por lo menos puedo decir que el parecido entre los dos tipos de letra es muy grande. Parece altamente probable que correspondan a una misma mano. Pero no tenemos la certeza de ello. Debemos tener en cuenta todas las contingencias.

Se recostó en su asiento y dijo pensativamente:

—Hay tres posibilidades: primera, que la semejanza de las caligrafías sea pura coincidencia. Segunda, que estas cartas amenazadoras fueran escritas por la propia señora Leidner con un propósito que desconocemos. Y tercera, que fueran escritas por alguien que, deliberadamente, copió sus rasgos. ¿Por qué? Parece que no tiene sentido. Una de estas tres posibilidades tiene que ser la correcta.