—¡Oh! —exclamé, dando un salto en mi silla.
El señor Poirot me miró con ojos parpadeantes.
—Sí. Temo, ma soeur, que tendremos que incluirla. Le pudo ser muy fácil entrar en la habitación de la señora Leidner y matarla mientras el patio estuvo solitario. Tiene usted suficiente fuerza y vigor, y ella no hubiera sospechado nada hasta recibir el golpe que la abatió.
Estaba tan trastornada que no pude proferir ni una palabra. Me di cuenta de que el doctor Reilly me miraba con expresión divertida.
—El interesante caso de la enfermera que asesinaba a sus pacientes uno tras otro —murmuró.
Le dirigí una mirada fulminante.
La imaginación del doctor Leidner había corrido por otros derroteros.
—Emmott no, monsieur Poirot —objetó—. No puede incluirlo. Estuvo conmigo en la azotea aquellos diez minutos.
—No puedo excluirlo, a pesar de ello. Pudo haber bajado al patio, dirigirse al dormitorio de la señora Leidner, matarla y luego llamar al muchacho árabe. O pudo matarla en una de las ocasiones en que envió al chico a que subiera algún objeto a la azotea.
El doctor Leidner sacudió la cabeza y murmuró:
—¡Qué pesadilla! Esto... es fantástico.
Con gran sorpresa mía, Poirot convino en ello.
—Sí. Es verdad. Se trata de un crimen fantástico. No se presentan a menudo. Por lo general, el asesino es sórdido... simple. Pero éste es un caso extraordinario. Sospecho, doctor Leidner, que su esposa fue una mujer extraordinaria.
Había dado en el clavo con tal precisión que me hizo sobresaltar.
—¿Es verdad eso, enfermera? —me preguntó.
El doctor Leidner dijo con voz pausada:
—Cuéntele cómo era Louise, enfermera. Usted no tiene prejuicios acerca de ella.
Hablé con toda franqueza.
—Era encantadora —dije—. No había quien pudiera dejar de admirarla y desear hacer algo por ella. Nunca conocí a nadie que se le pareciera.
—¡Gracias! —atajó el doctor Leidner, sonriendo.
—Es un valioso testimonio, teniendo en cuenta que proviene de un extraño —dijo Poirot cortésmente—. Bueno, prosigamos. Bajo el encabezamiento de Medios y oportunidad tenemos a siete nombres. La enfermera Leatheran, la señorita Johnson, la señora Mercado y su marido, el señor Reiter, el señor Emmott y el padre Lavigny.
Volvió a carraspear. He observado que los extranjeros pueden hacer con la garganta los más extravagantes ruidos.
—Vamos a suponer, de momento, que nuestra tercera teoría es correcta. Es decir, que el asesino es Frederick o los componentes de la expedición. Comparando ambas listas podemos reducir el número de sospechosos a cuatro. El padre Lavigny, el señor Mercado, Carl Reiter y David Emmott.
—El padre Lavigny no tiene nada que ver con esto —insistió el doctor Leidner, con decisión—. Pertenece a los Padres Blancos de Cartago.
—Y no lleva barba postiza —añadí yo.
—Ma soeur —dijo Poirot—, un asesino de primera clase nunca utiliza barbas postizas.
—¿Cómo sabe usted que el asesino es de primera categoría? —pregunté obstinadamente.
—Porque si no lo fuera, la verdad estaría ya clara para mí... y no lo está.
"¡Bah! Eso es pura presunción", pensé para mí.
—De todas formas —dije, volviendo al tema de las barbas— el dejársela crecer le ha debido llevar mucho tiempo.
—Ésa es una observación de carácter práctico —replicó Poirot.
El doctor Leidner intervino con tono de desprecio y enfadado.
—Todo esto es ridículo... absolutamente ridículo. Tanto él como Mercado son personas bien conocidas. Desde hace años.
Poirot se volvió hacia él.
—No ha comprendido usted la cuestión. No ha considerado un punto importante. Si Frederick Bosner no ha muerto... ¿qué ha hecho durante todos esos años? Pudo haber cambiado de nombre y dedicarse a otras actividades...
—¿Y hacerse Padre Blanco? —preguntó el doctor Reilly.
—Sí, resulta un poco fantástico —contestó Poirot—. Pero no podemos desechar la hipótesis. Además, existen otras posibilidades.
—¿Los jóvenes? —dijo Reilly—. Si quiere saber mi opinión le diré que, en vista de lo ocurrido, sólo uno de sus sospechosos resulta admisible.
—¿Y cuál es?
—El joven Carl Reiter. En realidad, no hay nada contra él; pero profundice un poco y tendrá que admitir unas cuantas cosas. Tiene la edad apropiada; su madre es de origen alemán; es el primer año que viene y tuvo oportunidad de cometer el crimen. Para ello le bastaba con salir disparado del estudio fotográfico, cruzar el patio, hacer el trabajito y volver corriendo, mientras en el estudio, entretanto, podía haber dicho que estaba en la cámara oscura. No quiero asegurar que sea el hombre que busca, pero si ha de sospechar de alguien, le digo que ése es el más indicado.
Monsieur Poirot no parecía estar muy dispuesto a creerlo. Asintió con gravedad, pero con aspecto dubitativo.
—Sí —dijo—. Es el más indicado, pero no creo que todo ocurriera tan simplemente.
Luego añadió:
—No comentemos nada más, por ahora. Me gustaría, a ser posible, dar un vistazo a la habitación donde se cometió el crimen.
—No faltaba más —dijo el doctor Leidner, mientras se registraba los bolsillos infructuosamente. Después miró al doctor Reilly—. Me parece que la llave se la llevó el capitán Maitland —observó.
—Maitland me la dio, antes de salir a investigar un caso ocurrido en una aldea curda —dijo Reilly.
Sacó la llave.
El doctor Leidner titubeó.
—¿Le importaría... si yo no...? Tal vez, la enfermera...
—Desde luego —dijo Poirot—. Lo comprendo. Nunca fue mi propósito causarle un dolor innecesario. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme, ma soeur?
—Claro que sí —respondí.
Capítulo XVII
La mancha junto al lavabo
El cadáver de la señora Leidner había sido trasladado a Hassanieh, para hacerle la autopsia, pero la habitación quedó tal como estaba en el momento del crimen. Había tan pocas cosas en ella, que la policía empleó muy poco tiempo en sus investigaciones.
Entrando, a la derecha, estaba la cama. Frente a la puerta, se abrieron las dos ventanas enrejadas que daban al campo, y entre ellas había una mesa de roble con dos cajones, que servía a la señora Leidner de tocador. En la pared de la izquierda se veían unas perchas de las que colgaban varios vestidos protegidos con fundas de algodón. Adosada a dicha pared había también una cómoda de madera de pino. A la izquierda de la puerta, inmediatamente junto a ella, estaba el lavabo. En mitad de la habitación había una mesa de roble, de tamaño bastante grande, sobre la cual se veía un tintero, una carpeta y una pequeña cartera de mano. En esta última era donde la señora Leidner guardaba los anónimos. Las cortinas de las ventanas, cortas y de manufactura indígena, tenían rayas blancas y anaranjadas. El suelo era de piedra y sobre él se hallaban distribuidas varias alfombras de piel de cabra. Tres de ellas, de pequeño tamaño, eran de color castaño con manchas blancas y estaban colocadas frente a las ventanas y el lavabo. La tercera, mayor, de mejor calidad, era blanca con manchas pardas y estaba situada entre la cama y la mesa que ocupaba el centro de la habitación.
No había armarios ni grandes cortinajes; nada, en realidad, donde alguien pudiera esconderse. El lecho era una sencilla cama de hierro con una colcha de algodón estampado. El único signo de lujo en todo el dormitorio lo constituían tres almohadones rellenos de plumón. Nadie más que la señora Leidner tenía almohadones como aquellos en toda la casa.