En pocas y breves palabras, el doctor Reilly explicó dónde se había encontrado el cuerpo de la víctima; sobre la alfombra, al lado de la cama.
Con el fin de ilustrar el relato, rogó que me adelantara.
—¿Si no le importa, enfermera? —dijo.
No soy remilgada. Me tendí en el suelo y traté de adoptar, en lo posible, el aspecto que tenía el cadáver de la señora Leidner cuando lo encontramos.
—Leidner le levantó la cabeza cuando la vio —explicó el médico—. Le he interrogado a fondo sobre ello y estoy convencido de que no cambió la situación del cuerpo.
—Parece bastante claro —comentó Poirot—. Estaba tendida en la cama, dormida o descansando. Alguien abrió la puerta; ella miró al visitante, se levantó...
—Y él la derribó —terminó el médico—. El golpe la dejó inconsciente y la muerte sobrevino poco después. Verá usted...
Explicó en términos técnicos la característica de la lesión.
—Entonces, ¿no hubo mucha sangre? —preguntó Poirot.
—No. El derrame fue interno.
—Eh bien —siguió el detective—; todo parece claro... excepto un punto. Si el hombre que entró era un extraño, ¿por qué no gritó en seguida la señora Leidner, pidiendo auxilio? De haber gritado, la hubieran oído. Tanto la enfermera Leatheran, como Emmott y el muchacho.
—Eso tiene fácil explicación —replicó secamente el doctor Reilly—. El que entró no era un extraño.
Poirot asintió.
—Sí —dijo, como hablando consigo mismo—. Tal vez quedó sorprendida al verlo... pero no asustada. Luego, cuando la golpeó, pudo lanzar un grito sofocado... pero demasiado tarde.
—¿El grito que oyó la señorita Johnson?
—Sí... es decir, si lo oyó. Pero lo dudo. Las paredes son espesas y las ventanas estaban cerradas.
Se acercó a la cama.
—Cuando la dejó usted después de acomodarla, ¿estaba tendida en la cama? —preguntó.
Le expliqué exactamente lo que hice.
—¿Quería dormir, o tenía la intención de leer?
—Le dejé dos libros; una novela y un libro de memorias. Leía, por lo general, durante un rato y luego descabezaba un sueñecito.
—¿Y tenía un aspecto... cómo le diría... completamente normal?
Reflexioné.
—Sí. Parecía absolutamente normal y en buen estado de ánimo —dije—. Un tanto brusca, pero yo lo atribuyo a las confidencias que me hizo el día anterior. Eso hace que, a veces, la gente se sienta incómoda.
Los ojos de Poirot brillaron.
—¡Ah, sí! Es cierto. Conozco eso muy bien.
Dio una ojeada circular a la habitación.
—¿Y cuando entró aquí, después de cometido el crimen, estaba todo igual que cuando lo vio por última vez?
Miré también a mi alrededor.
—Sí. Así lo creo. No recuerdo que nada estuviera fuera de lugar.
—¿No había trazas del arma con que la golpearon?
—No.
Poirot miró al doctor Reilly.
—¿Qué cosa utilizaron, en su opinión?
El médico se apresuró a contestar.
—Algo sólido, de buen tamaño y sin aristas ni cantos. Yo diría que la base redonda de una estatua, o algo parecido. Pero no crea que le estoy sugiriendo que fuera eso precisamente. Debió de ser una cosa de esa forma. El golpe fue asestado con gran fuerza.
—¿Por un brazo vigoroso? ¿Por un hombre?
—Sí... A menos que...
—A menos... ¿qué?
El doctor Reilly contestó lentamente:
—Es posible que la señora Leidner estuviera arrodillada, en cuyo caso, si el golpe se hubiera dado desde arriba con un objeto pesado, no se necesitaba mucha fuerza para ello.
—¡Arrodillada! —musitó Poirot—. Es una idea.
—No es más que una idea —se apresuró a indicar el médico—. No hay nada en que podamos fundarnos para asegurarlo.
—Pero es posible.
—Sí. Al fin y al cabo, dadas las circunstancias, no resulta descabellado. Su miedo pudo obligarla a arrodillarse pidiendo gracia, en lugar de gritar, cuando su instinto le dijo que era demasiado tarde, para ello; que nadie acudiría a tiempo de salvarla.
—Sí —dijo Poirot, pensativo—. Es una idea.
Para mí, aquélla era una idea bastante pobre. No pude imaginarme a la señora Leidner arrodillada ante nadie.
Poirot dio lentamente la vuelta a la habitación. Abrió las ventanas, probó la resistencia de las rejas y pasó la cabeza entre los barrotes para asegurarse de que no había forma de poder pasar también los hombros.
—Las ventanas estaban cerradas cuando la encontró usted —dijo—. ¿Estaban así cuando la dejó usted a la una menos cuarto?
—Sí. Siempre se cierran por las tardes. No tienen cortinas de gasa, como las del comedor y las de la sala de estar. Se cierran para que no entren moscas.
—De cualquier forma nadie pudo entrar por ellas —murmuró Poirot—. Y las paredes son sólidas; de adobes. Tampoco hay escotillones que den a la azotea, ni claraboyas. Sólo hay un medio de entrar en esta habitación... y es la puerta. Y a ella sólo se puede llegar por el patio. Y fuera del portalón había cinco personas y todas cuentan la misma historia. No creo que ninguna de ellas mienta. No, no mienten. No las han sobornado para que callen. El asesino estaba aquí...
No dije nada. ¿Acaso no había pensado yo lo mismo cuando estábamos todos sentados alrededor de la mesa?
Poirot siguió su vuelta a la habitación. Cogió una fotografía que había sobre la cómoda. Era de un hombre viejo que llevaba perilla de chivo. El detective me miró inquisitivamente.
—Es una fotografía del padre de la señora Leidner —aclaré—. Ella me lo dijo.
Volvió a dejar la fotografía y dio una ojeada a los objetos que había sobre el tocador. Todos eran de concha, sencillos, pero de buena calidad. Luego inspeccionó unos libros que había en un estante, mientras leía en voz alta sus títulos:
—¿Quiénes eran los griegos?, Introducción a la relatividad, La vida de lady Hester Stanhope, La procesión de los cantarillos, La vuelta de Matusalén, Linda Condon. Sí, algo nos dicen. La señora Leidner era inteligente.
—¡Oh! Era una mujer muy lista —dije ansiosamente—. Instruida y enterada de muchas cosas. No tenía nada de vulgar.
Sonrió al mirarme.
—Ya me había dado cuenta de ello —repuso.
Pasó adelante. Se detuvo unos instantes ante el lavabo, sobre el que se veían una gran cantidad de botellas y tarros. Luego, de pronto, se arrodilló y examinó la alfombra.
El doctor Reilly y yo nos acercamos rápidamente a él. Estaba examinando una manchita, que casi no se distinguía sobre el color castaño de la alfombra. En realidad, sólo se veía en un punto donde sobresalía sobre una de las manchas blancas.
—¿Qué me dice usted, doctor? —pregunté—. ¿Es sangre?
El doctor Reilly se arrodilló junto a Poirot.
—Puede ser —opinó—. Me aseguraré, si quiere.
—Si es usted tan amable.
El señor Poirot examinó el jarro de agua y la palangana. El primero estaba al lado del lavabo. La palangana estaba vacía, pero allí junto a ella había una lata de petróleo llena de agua sucia.
El detective se volvió hacia mí.
—¿Recuerda usted, enfermera, si este jarro estaba aquí o sobre la palangana cuando, a la una menos cuarto, dejó a la señora Leidner?
—No estoy segura —repliqué al cabo de unos momentos—. Me parece que estaba sobre la palangana.
—¡Ah!
—Pero, verá usted —me apresuré a añadir—. Opino así porque de costumbre solía estar de dicha forma. Los criados lo dejan aquí desde el almuerzo. Creo que de no haber estado de tal modo me hubiera llamado la atención.
Asintió, como si estuviera justipreciando mi razonamiento.
—Sí, lo comprendo. Es el aprendizaje que tuvo usted en el hospital. De haber estado algo fuera de lugar lo hubiera usted arreglado como siguiendo una rutina... Y después del asesinato, ¿estaba todo como ahora?
—No me di cuenta entonces —afirmé—. Me fijé solamente en si había algún sitio donde alguien pudiera estar escondido. Y miré también por si el asesino había dejado algo que constituyera una pista.