—Bien, monsieur Poirot —dijo—, ¿qué tal va nuestro misterio?
—No muy deprisa, mademoiselle.
—Ya veo que rescató de la catástrofe a la enfermera.
—La enfermera Leatheran me ha proporcionado valiosa información sobre los que componen la expedición. Y, de paso, me he enterado de muchas cosas... acerca de la víctima. Y ya sabe, mademoiselle, que la víctima es a menudo la clave del misterio.
—Es usted muy listo, monsieur Poirot —dijo la señorita Reilly—. No hay duda de que, si jamás existió una mujer que mereciera que la asesinaran, esa mujer era la señora Leidner.
—¡Señorita Reilly! —exclamé, escandalizada.
Lanzó una breve y cruel risotada.
—¡Ah! —dijo—. Creo que no se ha enterado usted de toda la verdad. Me parece, enfermera Leatheran, que la enredó a usted, como a tantos otros. Sepa, monsieur Poirot, que casi espero que en este caso no tenga éxito. Me gustaría que el asesino de Louise Leidner escapara indemne. Con franqueza, no me hubiera importado mucho despacharla yo misma.
Me repugnaba aquella chica. Monsieur Poirot, por su parte, no se inmutó lo más mínimo. Se limitó a inclinarse y a decir con tono placentero:
—Espero, entonces, que tendrá usted una coartada para lo que hizo ayer por la tarde.
Hubo un momento de silencio y la raqueta de la señorita Reilly cayó al suelo. No se molestó en recogerla. ¡Negligente y descuidada, como todas las de su clase!
—Naturalmente. Estuve jugando al tenis en el club —dijo con voz débil, como si le faltara el aliento—. Vamos, monsieur Poirot, me parece que no sabe usted todo lo que refiere a la señora Leidner y la clase de mujer que era.
El detective se inclinó con aquella graciosa reverencia.
—Entonces debe usted informarme, mademoiselle.
Ella titubeó un momento y luego empezó a hablar con una insensibilidad y una falta de decoro que me dieron náuseas.
—Existe la costumbre de no hablar mal de los muertos. Creo que es estúpida. Verdad no hay más que una. Si se mira bien, es mejor cerrar la boca y no hablar mal de los vivos, pues es muy probable que se les injurie. Pero los muertos están más allá de todo eso, aunque el daño que hayan hecho les sobreviva en muchas ocasiones. Esto no es una cita de Shakespeare, pero se le parece bastante. ¿Le ha contado la enfermera el extraño ambiente que se respiraba en Tell Yarimjah? ¿Le ha contado lo excitados que estaban todos? ¿Y cómo solían mirarse unos a otros como si fueran enemigos? Ésa fue la obra de Louise Leidner. Los conocía hace tres años, y eran entonces la pandilla más feliz y alegre que darse pueda. Y aun el año pasado se llevaban todos muy bien. Pero este año se cernía sobre ellos una sombra... era la obra de ella. Era una de esas mujeres que no dejan ser feliz a nadie. Hay mujeres así, y ella era de esa clase. Le gustaba romper las cosas. Sólo por diversión, o por experimentar un sentimiento de poder... o tal vez porque era así y no podía ser de otro modo. Era, además, una de esas mujeres que tiene que acaparar a todos los hombres que caigan a su alcance.
—Señorita Reilly —exclamé—, no creo que eso sea verdad. Sé que no lo es.
Ella prosiguió, sin prestarme atención.
—No le bastaba que la adorara su marido. Puso en ridículo a ese idiota patilargo de Mercado. Luego atrapó a Bill. Aunque Bill es un sujeto razonable, lo estaba aturdiendo. A Carl Reiter le gustaba atormentarlo. Era fácil. Es un chico muy sensible. Y a David también le dio lo suyo.
»David le gustaba más porque le presentó batalla. El muchacho experimentó también la atracción de sus encantos; pero no hizo caso de ellos. Yo creo que fue a causa de que tiene bastante sentido común para saber que a ella, en realidad, él no le importaba un comino. Y por eso la aborrezco. No quería líos amorosos. Eran sólo experimentos hechos a sangre fría; y el gusto de excitar a los demás para que pelearan unos con otros. Ella especulaba con esto también. Era una mujer de las que jamás se han peleado con nadie, pero que provocan riñas por donde pasan. Hacen que ocurran. Era una especie de Yago[4] femenino. Le gustaba el drama, pero no quería verse envuelta en él. Prefería quedarse fuera para mover los hilos, mirar y divertirse. ¡Oh! ¿Comprende lo que quiero decir?
—Lo comprendo quizá mejor de lo que usted se imagina, mademoiselle —dijo Poirot.
No pude calificar el tono de su voz. No parecía indignado. Sonaba a... bueno, no puedo explicarlo.
Sheila Reilly pareció entenderlo, pues se sonrojó.
—Puede usted pensar lo que quiera —replicó—, pero tengo razón acerca de ella. Era una mujer lista. Estaba aburrida e hizo experimentos con la gente... al igual que hacen otros con materias químicas. Se divertía jugando con los sentimientos de la pobre señorita Johnson, viendo cómo ella tascaba el freno y trataba de dominarse. Le gustaba aguijonear a la pequeña Mercado, hasta ponerla al rojo vivo. Le agradaba azotarle en la carne viva, cosa que podía hacer cuando quería; gozaba enterándose de cosas acerca de la gente y suspendiéndolas luego sobre sus cabezas. No me refiero a un vulgar chantaje. Quiero decir que Louise les hacía saber que estaba enterada de todo y luego les dejaba en la incertidumbre de lo que ella haría con lo averiguado. ¡Dios mío! Esa mujer era una artista. No existía ninguna imperfección en sus métodos.
—¿Y su marido? —preguntó Poirot.
—Ella nunca quiso lastimarle —respondió lentamente la señorita Reilly—. Jamás vi que lo tratara con despego. Supongo que lo quería. El pobre no sale jamás de su propio mundo de excavaciones y teorías. La adoraba y creía que era perfecta. Eso podía haber molestado a cualquier mujer, pero a ella no. En cierto sentido, él vivía en el limbo... Pero a pesar de ello, no era tal limbo, pues su mujer era para él tal como la imaginaba. Aunque es difícil compaginar esto con...
Se detuvo.
—Prosiga, mademoiselle —dijo Poirot.
Ella se volvió súbitamente hacia mí.
—¿Qué ha dicho de Richard Carey?
—¿De Richard Carey? —repetí asombrada.
—Sobre ella y de Carey.
—Pues he mencionado que no se llevaban muy bien... por las trazas.
Ante mi sorpresa, empezó a reír.
—¡No se llevaban bien! ¡Tonta! Estaba loco por ella. Esto le estaba trastornando porque apreciaba mucho a Leidner. Ha sido amigo suyo durante bastantes años. Aquello era suficiente para ella, desde luego. Bastó para que se interpusiera entre los dos. Pero, de todas formas, me había imaginado que...
—¿Eh bien?
La muchacha frunció el ceño, absorta en sus pensamientos.
—Me pareció que, por una vez, había llegado demasiado lejos; que no sólo había mordido, sino que la habían mordido. Carey es atractivo; muy atractivo... Ella era una diablesa frígida... pero creo que debió perder su frigidez con él.
—¡Eso que acaba de decir es una calumnia! —exclamé—. ¡Si casi no se hablaban!
—¡Oh! ¿De veras? —se volvió hacia mí—. Veo que sabe mucho acerca de ello. Se trataban de "señor" y "señora" dentro de casa, pero solían entrevistarse en el campo. Ella bajaba al río, por la senda, y él abandonaba las excavaciones durante una hora. Se encontraban en la plantación de árboles frutales.
»Le vi en una ocasión cuando la dejaba, caminando hacia el montículo, mientras ella se quedaba mirando cómo se alejaba. Supongo que mi conducta no fue muy discreta. Llevaba conmigo unos prismáticos y con ellos contemplé a mi gusto la cara de Louise. Si he de decirle la verdad, creo que a ella le gustaba un rato largo el tal Richard Carey...
Calló y miró a Poirot.
—Perdone que me entrometa en su caso —dijo haciendo un repentino gesto—, pero creí que le gustaría conseguir una buena descripción colorista de lo que pasaba aquí.
Y sin más salió de la habitación.
—¡Monsieur Poirot! —exclamé—. No creo ni una palabra de lo que ha dicho.