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La señora Leidner no había sido así; de ninguna manera... Era evidente que Sheila Reilly no había sido de su agrado. La había tratado bastante ásperamente aquel día, durante la comida, cuando se dirigió al señor Emmott. Fue una extraña mirada la que él le dirigió. La clase de mirada que no da a entender, ni por asomo, lo que se está pensando. No había manera de asegurar qué era lo que pensó el señor Emmott. Era retraído, aunque muy agradable de trato. Una persona digna de confianza en todos los conceptos. El señor Coleman, en cambio, sí que era un joven atolondrado como pocos.

Estaba pensando en ello cuando llegamos a la casa. Eran las nueve en punto y el portalón estaba cerrado. Ibrahim llegó corriendo con la llave para abrirme la puerta. Nos acostábamos temprano en Tell Yarimjah. No se veían luces en la sala de estar. Sólo estaba iluminada la sala de dibujo y el despacho del doctor Leidner; las demás ventanas estaban oscuras. Parecía como si la mayoría se hubiera ido a la cama más temprano que de costumbre.

Cuando pasé junto a la sala de dibujo, al dirigirme hacia mi habitación, miré por la ventana. El señor Carey, en mangas de camisa, estaba trabajando afanosamente sobre un gran plano. Me dio la impresión de que estaba muy enfermo. Parecía cansado y agotado. Aquello me produjo una súbita congoja. No sabía lo que le pasaba al señor Carey; ni podía saberlo por lo que él me dijera, pues casi no hablaba. Ni siquiera estaba enterada de sus cosas más corrientes, ya que tampoco lo que hacía arrojaba mucha luz sobre el particular. Sin embargo, no había manera de que a una le pasara por alto aquel hombre, y todo lo que a él concernía diríase que importaba mucho más que lo que se refería a los demás. No sé si lo expresaré bien, pero era un hombre con el que había que "contar" siempre. Volvió la cabeza y me divisó. Se quitó la pipa de la boca y me dijo:

—Bien, enfermera, ¿ya ha vuelto de Hassanieh?

—Sí, señor Carey. Trabaja usted hasta muy tarde. Parece que todos se han acostado ya.

—Pensé que debía seguir con esto —repuso—. Andaba un poco retrasado. Y mañana tengo que estar en las excavaciones. Empezamos otra vez el trabajo.

—¿Ya? —pregunté sorprendida.

Me miró de una manera extraña.

—Creo que es lo mejor. Se lo propuse a Leidner. Mañana estará casi todo el día en Hassanieh, arreglando cosas; pero el resto de nosotros debemos quedarnos aquí. Y tal como está todo, no es agradable quedarnos sentados, mirándonos los unos a los otros.

Tenía toda la razón, y más si se consideraba que estábamos nerviosos y excitados.

—Estuvo usted acertado —dije—, es conveniente distraerse haciendo algo.

Yo sabía que el funeral debía celebrarse de allí a dos días.

El señor Carey volvió a inclinarse sobre el plano. Sentí que me invadía una gran compasión por él. Estaba segura de que el pobre no conseguiría pegar ojo aquella noche.

—¿Quiere tomar un somnífero, señor Carey? —pregunté, después de titubear un poco.

Sacudió la cabeza mientras sonreía.

—No me hace falta, enfermera. Los somníferos son una mala costumbre.

—Buenas noches, pues, señor Carey. Si puedo hacer algo por usted...

—No lo creo. Muchas gracias, enfermera. Buenas noches.

—No sabe cuánto lo siento —exclamé, un tanto impulsivamente.

—¿Lo siente? —preguntó él sorprendido.

—Por... por todos. Ha sido tan horrible... especialmente para usted.

—¿Para mí? ¿Por qué para mí?

—Pues... pues porque era un viejo amigo de los dos.

—Soy un viejo amigo de Leidner, pero no de ella.

Habló como si en realidad la señora Leidner no le hubiera gustado nunca. Deseé que la señorita Reilly hubiera oído aquello.

—Buenas noches —dije, y eché a correr hacia mi dormitorio.

Me entretuve un poco antes de quitarme la ropa. Lavé algunos pañuelos y un par de guantes. Luego escribí un poco en mi diario. Di una ojeada al patio antes de disponerme a acostarme. La luz seguía encendida en la sala de dibujo y en el ala sur del edificio.

Supuse que el doctor Leidner estaba todavía levantado y trabajando en su despacho. Me pregunté si sería conveniente ir a darle las buenas noches. Estuve indecisa, pues no quería parecer entrometida. Podía estar ocupado y tal vez deseara que no le molestaran. Mas al final me asaltó una especie de inquietud. Después de todo, no había ningún mal en ello. Le desearía buenas noches, y tras preguntarle si necesitaba algo me marcharía.

Pero el doctor Leidner no estaba allí. La luz continuaba encendida, pero no había nadie más que la señorita Johnson, con la cabeza apoyada sobre la mesa y llorando, desesperada.

Aquello me hizo dar un vuelco al corazón. Era una mujer tan sensata y sabía contener de tal forma sus emociones, que daba lástima verla así.

—¿Pero qué le ocurre? —exclamé, abrazándola y dándole golpecitos en la espalda—. Vamos, vamos, eso no conduce a nada... No debió venir a llorar aquí sola.

No contestó. Sentí el estremecimiento de los sollozos que la sacudían.

—Vamos... conténgase. Le haré una taza de té bien caliente.

Levantó la cabeza y dijo:

—No, no. No me pasa nada, enfermera. He sido una verdadera tonta.

—¿Qué es lo que le ha disgustado? —pregunté.

No replicó inmediatamente, pero al cabo de un momento exclamó:

—¡Qué horroroso ha sido...!

—No piense en ello —dije—. Lo que ha pasado ya no tiene remedio. Es inútil condenarse ahora.

La mujer se irguió y acto seguido empezó a arreglarse el pelo.

—He hecho el ridículo —observó con su voz gruñona—. Estuve poniendo en orden el despacho. Pensé que era preferible hacer algo. Y entonces... me acordé de todo...

—Sí, sí —me apresuré a replicar—. Ya lo sé. Todo lo que usted necesita en una taza de té bien cargado y una botella de agua caliente en la cama.

Y le proporcioné todo aquello. No le valieron de nada las protestas.

—Gracias, enfermera —dijo después que la hube acomodado.

Estaba sorbiendo una taza de té, y en la cama le había puesto una botella de agua caliente.

—Es usted una mujer de buenos sentimientos —añadió—. No suelo ponerme en ridículo con mucha frecuencia.

—¡Oh! No se excite... Todos somos capaces de ello después de haber pasado una cosa así —le aseguré—. Ya se sabe; con la tensión, la impresión sufrida y la policía por todos los lados... Yo misma estoy nerviosa...

Ella replicó con voz baja y en un tono extraño:

—Todo lo que ha dicho es cierto. Lo que ha pasado ya no tiene remedio...

Guardó silencio durante un momento y luego prosiguió:

—¡Nunca fue una mujer agradable!

No discutí aquel punto. Estaba convencida de que la señorita Johnson y la señora Leidner jamás se tuvieron simpatía.

En mi fuero interno estaba convencida de que la señorita Johnson se alegró secretamente de la muerte de la señora Leidner y ahora quizá se había avergonzado de tal pensamiento.

—Bueno; duérmase y deje de preocuparse por ello —le aconsejé.

Recogí unas cuantas cosas y arreglé un poco la habitación. Puse las medias en el respaldo de una silla y coloqué en un colgador la falda y la chaqueta. Vi en el suelo una pelotita de papel que debió caerse de un bolsillo.

Lo estaba alisando, para ver si no tenía importancia y podía tirarlo, cuando la señorita Johnson, con un tono que me hizo sobresaltar, exclamó:

—¡Deme eso!

Así lo hice, un tanto sorprendida por el modo perentorio que empleó. Me arrebató el papel de las manos y luego lo acercó a la llama de la vela hasta que lo redujo a cenizas.

Me quedé mirándolo fijamente.

No había tenido tiempo de ver lo que había escrito en el papel, pues me lo arrebató antes de que pudiera hacerlo. Pero cuando el papel estaba quemándose se retorció de manera que pude ver con relativa facilidad unas palabras escritas a mano.