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En mi fuero interno estaba segura de que ni una sola de sus palabras era sincera. Creo que la gente se inventa todo eso.

—Es muy cierto lo que acaba de decir, madame —asintió Poirot.

—Esa mujer es una de las mentirosas más descaradas que he conocido —dije, cuando monsieur Poirot y yo hubimos salido de la casa y caminábamos por la senda hacia las excavaciones—. ¡No me cabe la menor duda de que aborrecía a la señora Leidner!

—No es de las que se puede esperar que digan la verdad —convino Poirot.

—Hablar de ella es perder el tiempo —exclamé.

—No del todo... no del todo. Si una persona dice mentiras con los labios, algunas veces expresa la verdad con los ojos. ¿Qué es lo que teme la señora Mercado? Vi retratado el miedo en sus ojos. Sí... está asustada de algo. Es muy interesante.

—Tengo que decirle algo, monsieur Poirot —anuncié.

Y le conté lo que pasó cuando regresé a casa, la noche anterior, y mi convicción de que la señorita Johnson era la autora de los anónimos.

—¡También es una mentirosa! —dije—. Fíjese de qué forma tan fría y segura le contestó esta mañana, cuando le preguntó por esas cartas.

—Sí —dijo Poirot—. Es interesante. Porque dio a entender que estaba enterada de la existencia de los anónimos, y de ellos no hemos hablado nunca ante los de la expedición. Es posible, desde luego, que el doctor Leidner se lo contara ayer. Son viejos amigos... Pero si él no lo hizo... sería un detalle curioso e interesante... ¿verdad?

Mi respeto hacia él creció de pronto. Demostró un gran ingenio para engañarla, al mencionarle aquellas cartas.

—¿Quiere usted hacerle confesar de qué manera se enteró de que existían los anónimos? —pregunté.

Pareció sorprenderse ante mi idea.

—No, de ninguna manera. No es prudente pregonar a los cuatro vientos lo que uno sabe. Hasta el último momento lo guardo todo aquí —se golpeó la frente—. En el instante preciso... salto como una pantera y ¡mon Dieu...! cunde la consternación.

No pude menos que reírme para mis adentros al imaginarme al pequeño monsieur Poirot desempeñando el papel de pantera.

Habíamos llegado a las excavaciones. La primera persona que vimos fue al señor Reiter, que estaba fotografiando unas paredes.

Siempre creí que los obreros descubrían paredes donde querían. Al menos, así me lo pareció. El señor Carey me explicó que, utilizando un pico, puede notarse en seguida la diferencia. Trató de demostrármelo, pero no llegué a comprenderlo. Cuando el hombre que excavaba decía Libn –adobe- yo sólo veía vulgar barro seco.

El señor Reiter acabó su tarea y entregó la cámara y las placas a uno de los trabajadores, para que las llevara a la casa.

Poirot le hizo unas cuantas preguntas sobre tiempos de exposición y clichés, a todo lo cual contestó él con presteza.

Preparaba ya una excusa para dejarnos cuando Poirot le soltó el consabido discurso. No era, en realidad, una repetición de lo que había dicho antes a las dos mujeres pues los variaba un poco cada vez, según fuera la persona con quien hablaba. Pero no estoy dispuesta a repetirlo aquí de nuevo. Con personas razonables como la señorita Johnson iba al grano directamente. Con alguno de los otros tuvo que dar varios rodeos, pero al final siempre llegaba al mismo punto.

—Sí, sí. Ya sé lo que pretende —respondió el señor Reiter—. Pero, créame, no veo de qué forma le puedo ayudar. Ésta es la primera temporada que vengo con la expedición y no hablé mucho con la señora Leidner. Lo siento, pero no podré contarle gran cosa sobre ella.

En la forma como se expresó vislumbré una nota orgullosa y estirada, si bien en su voz no aprecié ningún acento extraño... salvo el americano, claro está.

—¿Puede usted decirme, por lo menos, si le gustaba o no la señora Leidner? —dijo Poirot, sonriendo.

El señor Reiter se sonrojó y balbuceó:

—Era una persona encantadora... muy agradable. Era intelectual. Tenía una cabeza muy despejada... sí.

—¡Bien! A usted le gustaba. ¿Y a ella le gustaba usted?

El joven se sonrojó todavía más.

—Pues... no creo que se fijara mucho en mí. Además, no tuve suerte en una o dos ocasiones. Siempre fui desafortunado cuando traté de hacer algo por ella. Temo que le disgusté con mi poca habilidad. Pero no era mi intención... Hubiera hecho cualquier cosa...

Poirot se apiadó de sus vacilaciones.

—Perfectamente... perfectamente. Pasemos a otra cosa. ¿Reinaba un ambiente feliz entre ustedes?

—¿Qué decía?

—¿Eran todos felices? ¿Reían y hablaban?

—No... no era eso exactamente. Había un poco de... tirantez.

Se detuvo, como si luchara consigo mismo, y dijo:

—No sé desenvolverme muy bien en sociedad. Soy desmañado y tímido. El doctor Leidner siempre fue amable conmigo. Pero... es estúpido por mi parte... no puedo sobreponerme a mi timidez. Siempre digo las cosas en el momento menos apropiado. Derramo las jarras de agua. No tengo suerte.

Parecía, realmente, un muchacho desgarbado.

—Todos hacemos eso cuando somos jóvenes –aseguró Poirot, sonriendo—. El reposo, el savoir faire, vienen después.

Nos despedimos y seguimos nuestro camino

—Este joven, ma soeur, o es un muchacho sencillo en extremo, o bien es un consumado actor.

No contesté. Me sentí sobrecogida, una vez más, por la sensación de que una de aquellas personas era un asesino despiadado. Pero en una mañana tranquila y soleada como aquélla casi parecía imposible una cosa así.

Capítulo XXI

El señor Mercado y Richard Carey

—Ya veo que trabajaban en dos sitios diferentes —observó Poirot deteniéndose.

El señor Reiter había estado fotografiando una de las partes exteriores de las excavaciones. A poca distancia de nosotros un grupo de hombres acarreaba cestos de tierra de un lado a otro.

—Eso es lo que llaman el "corte vertical" —expliqué—. No encuentran ahí muchas cosas. Nada más que cerámica rota. Pero el doctor Leidner dice que es muy interesante, y supongo que así será.

—Vamos allá.

Caminamos juntos lentamente, pues el sol calentaba.

El señor Mercado estaba al frente de los trabajadores. Lo vimos a nuestros pies, hablando con el capataz, un viejo con aspecto de tortuga, que usaba una chaqueta sobre su túnica de algodón rayada.

Era difícil bajar hasta ellos, pues sólo había una pequeña senda, a manera de escalera, y los hombres que acarreaban tierra bajaban y subían por ella constantemente. Parecían ser ciegos como murciélagos, y no se les ocurrió apartarse para dejarnos pasar.

Seguí a Poirot en nuestro camino de descenso. De pronto me habló por encima del hombro.

—¿El señor Mercado es zurdo o diestro?

¡Vaya una pregunta disparatada!

Reflexioné un momento.

—Diestro —dije con decisión.

Poirot no se dignó explicar el motivo de su pregunta.

Continuó el descenso y le seguí.

El señor Mercado pareció alegrarse al vernos. Su cara larga y melancólica se iluminó.

Monsieur Poirot demostró un interés por la arqueología que estoy segura no tenía nada de verdadero; pero el señor Mercado se apresuró a satisfacer plenamente su curiosidad.

Nos explicó que habían cortado ya doce niveles, ocupados todos ellos por edificaciones.

—Ahora estamos definitivamente en el cuarto milenio —dijo con entusiasmo.

Siempre creí que un milenio era cosa del futuro... cuando todo iría bien.

El señor Mercado nos enseñó unas capas de cenizas que se veían en el corte de la excavación. ¡Cómo le temblaba la mano! Me pregunté si tendría la malaria. Luego nos explicó los cambios que se notaban en la clase de cerámica que encontraban. Y nos contó cosas acerca de los enterramientos. Uno de los niveles estaba compuesto, casi en su totalidad, por tumbas de niños. Nos relató después algunas cosas sobre la posición encorvada y la orientación, lo cual, según me pareció, debía referirse a la forma en que estaban dispuestos los huesos. Y de pronto, cuando nos inclinábamos para coger una especie de cuchillo de sílice que estaba al lado de varios cacharros, en un rincón, el señor Mercado dio un salto y lanzó un grito.