No sabía, naturalmente, cuál había sido el método seguido por monsieur Poirot para abordar al señor Carey; pero cuando llegué a mi escondrijo parecía que había cogido al toro por los cuernos, como se suele decir.
—Nadie comprende mejor que yo la devoción que sentía el doctor Leidner por su esposa —estaba diciendo entonces—. Pero se da el caso de que, en muchas ocasiones, se entera uno mejor de ciertas cosas relativas a una persona si habla con sus enemigos, en lugar de hacerlo con sus amigos.
—¿Quiere usted sugerir que sus defectos eran superiores a sus virtudes? —preguntó el señor Carey con tono seco e irónico.
—No hay duda... ya que el asesinato fue el final del asunto. Parecer extraño, pero no sé de nadie que haya sido asesinado por tener un carácter demasiado perfecto. Aunque la perfección es, sin duda, una cosa muy irritante.
—Creo que soy la persona menos indicada para ayudarle —dijo el señor Carey—. Si he de serle sincero, le confieso que la señora Leidner y yo nunca llegamos a entendernos muy bien. No quiero decir con ello que fuéramos enemigos; pero tampoco éramos amigos. Ella tal vez estaba un poco celosa de mi antigua amistad con su marido. Y por mi parte, aunque la miraba mucho y opinaba que era una mujer atractiva en extremo, estaba un poco resentido por la influencia que ejercía sobre Leidner. Como consecuencia de ello, éramos muy corteses el uno con el otro, pero no llegamos a intimar.
—Admirablemente explicado —dijo Poirot.
Sólo podía verles la cabeza. Observé cómo la del señor Carey se volvía bruscamente, como si algo en el tono de monsieur Poirot le hubiera afectado desagradablemente. El detective prosiguió:
—¿No estaba disgustado el señor Leidner al ver que usted y su esposa no se llevaban bien?
Carey titubeó un momento antes de contestar.
—En realidad... no estoy seguro. Nunca dijo nada sobre ello. Siempre confié en que no lo notara. Estaba muy absorto en su trabajo.
—La verdad, por lo tanto, y de acuerdo con lo que ha dicho, es que a usted no le gustaba la señora Leidner.
Carey se encogió de hombros.
—Tal vez me hubiera gustado mucho más si no hubiera estado casada con Leidner.
Rió, como divertido por su propia declaración.
Poirot estaba arreglando un montoncito de trozos de cerámica. Con voz distraída dijo:
—Hablé esta mañana con la señorita Johnson. Admitió que sentía prejuicios contra la señora Leidner y que no le gustaba mucho; pero se apresuró a declarar que había sido siempre muy amable con ella.
—Yo diría que eso es completamente cierto —observó Carey.
—Así lo creo yo también. Luego hablé con la señora Mercado. Me contó, a grandes rasgos, de qué modo quería a la señora Leidner y cuánto la admiraba.
El arquitecto no contestó y, después de aguardar unos instantes, Poirot prosiguió:
—Pero eso... ¡no lo creo! Luego he hablado con usted y lo que me ha contado... bien, bien... tampoco lo creo...
Carey se irguió. Pude oír su tono colérico al hablar.
—No me importa lo que crea... o lo que deje de creer, monsieur Poirot. Ya ha oído usted la verdad.
Poirot no se enfadó. Al contrario, pareció particularmente humilde y deprimido.
—¿Es culpa mía que usted crea o no crea las cosas?
—Tengo un oído muy sensible. Y luego... circulan muchas historias por ahí... los rumores flotan en el aire. Uno escucha... y llega a saber algo. Sí, hay algunas historias...
Carey se levantó de un salto. Podía ver claramente cómo le latía una vena en la sien. ¡Tenía un aspecto magnífico! Delgado y bronceado; con aquella mandíbula maravillosa, sólida y cuadrada. No me extrañó que las mujeres se prendaran de aquel hombre.
—¿Qué historias? —preguntó con fiereza.
Poirot le miró de reojo.
—Tal vez se las supondrá. La historia de costumbre... acerca de usted y la señora Leidner. ¡Qué mente tan vil tiene cierta gente! ¿N'est ce pas? Son como los perros. Un perro consigue desenterrar cualquier cosa desagradable, por hondo que se la haya enterrado.
—¿Y cree usted esas historias?
—Deseo saber... la verdad —dijo Hércules Poirot gravemente.
—Dudo que la crea cuando la oiga. —Carey rió con brusquedad.
—Veámoslo —replicó Poirot, mirándole a los ojos.
—¡Se la diré entonces! ¡Sabrá usted la verdad! Odiaba a Louise Leidner... ésa es la verdad. ¡La odiaba con toda mi alma!
Capítulo XXII
David Emmott, el padre Lavigny y un descubrimiento
Carey dio la vuelta repentinamente y se alejó dando largas y coléricas zancadas. Poirot se quedó mirando cómo el otro se marchaba y al poco rato murmuró:
—Sí, ya comprendo.
Y sin volver la cabeza, con voz un poco más alta, dijo:
—No salga de ahí detrás hasta dentro de un momento, enfermera... Por si acaso vuelve la cabeza... Ya puede hacerlo. ¿Tiene usted mi pañuelo? Muchas gracias, ha sido usted muy amable.
No me dijo nada acerca de mi espionaje. No sé cómo llegó a enterarse de que yo estaba escuchando, pues en ningún momento miró hacia donde me hallaba escondida.
Me alegré de que no dijera nada. En mi opinión, no creía haber hecho algo indecoroso; pero me hubiera resultado difícil explicárselo. Por lo tanto, era mejor que, tal como parecía, no necesitara aclaraciones de ninguna clase.
—¿Cree usted que la odiaba, monsieur Poirot? —pregunté.
Asintiendo lentamente con la cabeza y con una curiosa expresión en su cara, Poirot replicó:
—Sí... creo que la odiaba.
Luego se puso de pie y empezó a caminar hacia donde se veían unos trabajadores, en la cima del montículo. Le seguí. Al principio no vimos más que árabes; pero por fin encontramos al señor Emmott agachado en el suelo soplando el polvo que recubría un esqueleto que acababa de ser descubierto.
Nos sonrió con su aire grave y reposado.
—¿Han venido a dar un vistazo? —preguntó—. Termino en un momento.
Sentóse, sacó una navaja del bolsillo y empezó a quitar delicadamente la tierra adherida a los huesos. De vez en cuando utilizaba un fuelle o su propio soplo para quitar el polvo que se producía. El último procedimiento me pareció muy poco higiénico.
—Se va a llenar la boca de toda clase de bacterias, señor Emmott —protesté.
—Las bacterias son mi alimento diario, enfermera —replicó con seriedad—. Los microbios no pueden con un arqueólogo. Lo único que consiguen es desanimarse, después de intentarlo todo.
Raspó un poco más alrededor de un fémur y luego habló con un capataz que tenía al lado, diciéndole qué era lo que exactamente tenía que hacer.
—Bien —dijo, levantándose—. Ya está listo para que Reiter impresione unas placas después de almorzar. Tengo otras cosas bonitas.
Nos mostró un tazón de cobre, cubierto de cardenillo y algunos alfileres. Y unas piedrecitas, doradas y azules, que, según nos dijo, eran los restos de un antiquísimo collar. Los huesos y demás objetos se limpiaban y colocaban en forma que pudieran fotografiarse.
—¿De quién es eso? —preguntó Poirot, señalando los huesos.
—Del primer milenio. Una dama de campanillas por lo visto. El cráneo me parece algo raro. Quiero que Mercado le dé un vistazo. Me parece que la muerte se debió a un golpe que recibió en la cabeza.
—¿Una señora Leidner de hace dos mil años y pico? —dijo el detective.
—Quizá —replicó el señor Emmott.
Bill Coleman estaba haciendo no sé qué cosa en un muro de barro.
David Emmott le dijo algo que no logré entender y luego empezó a enseñarle cosas a monsieur Poirot. Caminamos lentamente por la desgastada senda.
—Espero que se habrán alegrado todos de volver a sus faenas —contestó Poirot.