Capítulo XXIII
Veo visiones
El funeral fue una ceremonia conmovedora. Asistieron a él, además de nosotros, todos los ingleses que residían en Hassanieh. Hasta vi a Sheila Reilly, vestida con falda y chaqueta oscuras y con aspecto triste y respetuoso. Supuse que sentiría algún remordimiento por todas las cosas desagradables que había dicho.
Cuando volvimos a casa, seguí al doctor Leidner hasta su despacho y abordé el tema de mi partida. Fue muy considerado al respecto y me dio las gracias por lo que había hecho. ¡Por lo que había hecho! Eso fue poco menos que inútil. Insistió en que aceptara el sueldo de una semana como gratificación.
Protesté, pues estaba convencida de que no había hecho nada para ganarlo.
—De veras, doctor Leidner. No tiene por qué pagarme ningún sueldo. Con tal de que me abone el viaje de regreso no quiero nada más.
Pero no quiso hablar de ello.
—Comprenda usted —dije—. No creo que lo haya ganado, doctor Leidner. Quiero decir que... bueno... que fracasé. Mi presencia no la salvó.
—Deje de pensar en eso, enfermera —replicó gravemente—. Al fin y al cabo, no la contraté para que actuara como detective. Nunca pensé que la vida de mi mujer corriera peligro. Estaba convencido de que todo era cuestión de sus nervios y de que ella misma se había creado un extraño estado de ánimo. Usted hizo todo lo que pudo. Fue usted de su gusto y ella le tenía confianza. Creo que en sus últimos días fue más feliz y se sintió más segura, debido a su presencia. No tiene, pues, nada en absoluto que reprocharse.
Su voz tembló ligeramente y adiviné cuáles eran sus pensamientos. Era él quien tenía la culpa, por no tomar en serio los temores de su esposa.
—Doctor Leidner —pregunté— ¿ha llegado usted a una conclusión acerca de esos anónimos?
Dio un suspiro.
—No sé qué pensar —respondió—. ¿Ha sacado monsieur Poirot algo en claro?
—Ayer todavía no lo había conseguido —repliqué con tono suave.
Con ello, según pensé, bordeaba la mentira sin apartarme de la verdad, pues Poirot no había sacado nada en limpio de todo aquello, hasta que le conté lo de la señorita Johnson. Tenía el propósito de hacerle una insinuación al doctor Leidner y ver cómo reaccionaba. Era una consecuencia de la satisfacción que sentí el día anterior, ante la escena que presencié entre él y la señorita Johnson, en la que advertí el afecto y la confianza que tenía en ella. Por ello se me había olvidado todo lo referente a las cartas.
Entonces me pareció una cosa ruin sacar a relucir la cuestión. Aun en el supuesto de que ella las hubiera escrito, la pobre había sentido ya bastante arrepentimiento después de la muerte de la señora Leidner. No obstante, quería comprobar si aquella posibilidad había pasado alguna vez por el pensamiento del doctor Leidner.
—Por lo general, los anónimos son obra de mujer —dije, esperando ver cómo lo tomaba él.
—Puede ser —contestó, dando un suspiro—. Pero parece que se olvida, enfermera, de que éstos pueden ser verdaderos. De que pueden haber sido escritos por el propio Frederick Bosner.
—No; no lo olvido —repliqué—. Pero, de todas formas, no puedo creer que esa sea la verdadera explicación del asunto.
—Pues yo sí —repuso él—. Opino que es una tontería pensar que uno de los componentes de mi expedición sea Frederick. No es más que una ingeniosa teoría de monsieur Poirot. Yo creo que la verdad es mucho más sencilla. Ese hombre es un loco, no cabe duda. Estuvo rondando la casa, tal vez disfrazado de alguna forma. Y logró entrar aquella tarde. Los criados pueden mentir... quizá fueron sobornados.
—Es posible... —dije, con acento dubitativo.
El doctor Leidner siguió hablando. Su voz demostraba un ligero enfado.
—No puedo oponerme a que monsieur Poirot sospeche de los miembros de mi propia expedición. Pero estoy completamente seguro de que ninguno de ellos tiene nada que ver con esto. He tratado con todos, y los conozco.
Se detuvo de repente y luego añadió:
—¿Cree usted, enfermera, que los anónimos suelen escribirlos las mujeres?
—No siempre —respondí —. Pero hay una clase de despecho femenino que encuentra satisfacción de esa forma.
—Supongo que está pensando en la señora Mercado.
Luego sacudió la cabeza.
—Pero aunque fuera tan ruin como para hacerle una cosa así a Louise, difícilmente pudo estar enterada de todo —dijo.
Me acordé de los anónimos de fecha más atrasada, que la señora Leidner guardaba en la cartera de mano. Pudo quedar abierta, en alguna ocasión, y en el caso de que la señora Mercado, encontrándose sola en la casa, le hubiera dado por fisgonear, era posible que los hubiera leído. Los hombres, al parecer, no piensan en las posibilidades más sencillas.
—Y aparte de ella sólo está la señorita Johnson —observé, mirándole fijamente.
—¡Eso sería ridículo!
La sonrisita con que acompañó sus palabras fue conclusiva. Nunca había pasado por su imaginación la idea de que la señorita Johnson fuera la autora de los anónimos.
Estuve indecisa durante unos instantes, y al final opté por callarme. No está bien denunciar a una del propio sexo y, además yo había sido testigo de su verdadero y conmovedor arrepentimiento. Lo hecho no tenía remedio. ¿Por qué ocasionar una nueva desilusión al doctor Leidner, después de lo que había pasado?
Se convino en que yo me marcharía al día siguiente. Previamente había quedado de acuerdo con el doctor Reilly en que me mandaría un par de días con la matrona del hospital, mientras arreglaba mi vuelta a Inglaterra, bien por Bagdad, o bien directamente por Nissibin, en coche y luego con tren.
El doctor Leidner llevó su amabilidad al extremo de decirme que le gustaría que escogiera alguna cosilla de las que pertenecieron a su esposa, y me la llevara como recuerdo.
—¡Oh, no!, doctor Leidner —atajé—; no puedo hacerlo. Es usted demasiado amable.
Insistió.
—Pues me gustaría que se llevara algo. Estoy seguro de que a Louise también le hubiera gustado.
Luego sugirió que me quedara con el juego de tocador.
—¡No, doctor Leidner! Es un juego de mucho precio. No puedo; de veras.
—Ella no tiene hermanas... nadie que necesite esas cosas. Nadie que pueda quedárselas.
Me imaginé que no quería ver aquel juego en las manitas codiciosas de la señora Mercado. Y estaba segura de que no estaba dispuesto a ofrecérselo a la señorita Johnson.
El doctor Leidner prosiguió amablemente:
—Piénselo bien. Y, a propósito, aquí tiene la llave del joyero de Louise. Tal vez encuentre allí alguna cosa que le guste. Y le quedaré muy agradecido si quiere empaquetar... sus ropas. Reilly encontrará aplicación para ellas entre las familias cristianas pobres de Hassanieh.
Me alegré de poder hacer aquello, y así se lo expuse.
Sin perder un momento comencé a trabajar.
La señora Leidner tenía un guardarropa muy sencillo y pronto lo tuve clasificado y colocado en un par de maletas. Todos sus papeles estaban en la cartera de mano. El joyero contenía unas pocas chucherías; un anillo con una perla, un broche de diamantes, un pequeño collar de perlas, un par de broches lisos de oro, en forma de barra, de los que cierran con un imperdible, y un collar de grandes cuentas ambarinas.
No iba a quedarme con las perlas o los diamantes, como parece lógico, pero titubeé un poco entre el collar de ámbar y un juego de tocador. Sin embargo, al final me pregunté por qué no debía quedarme con este último. Fue una idea muy amable por parte del señor Leidner y estaba segura de que en ella no había intención alguna de humillarme. Lo tomé, pues, confiando en que me lo habían ofrecido sin orgullo de ninguna clase. Y, al fin y al cabo, yo había sentido afecto hacia la señora Leidner.
Terminé todo lo que tenía que hacer. Las maletas estaban dispuestas; el joyero cerrado de nuevo y puesto aparte para devolvérselo al doctor Leidner, junto con la fotografía del padre de su mujer y unos pocos cachivaches de uso personal.