—Pues... es posible que tenga razón. En el hospital he presenciado peleas cuyo motivo no ha podido ser cosa más nimia que una disputa sobre una tetera.
—Eso es. Uno tiende a ser mezquino en cualquier comunidad donde haya un contacto muy directo entre sus componentes —observó el mayor Pennyman—. Pero de todas formas, creo que debe de haber algo más en este caso. Leidner es un hombre apacible y modesto, con un destacado sentido diplomático. Siempre se preocupó de que los de la expedición estuvieran contentos y se llevaran bien unos con otros. Y, sin embargo, el otro día noté aquella sensación de tirantez.
La señora Kelsey rió.
—¿Y no se da usted cuenta de la explicación? Pero si salta a la vista...
—¿Qué quiere decir?
—¡La señora Leidner, desde luego!
—Vamos, Mary —dijo su marido—. Es una mujer encantadora, de las que no se pelean con nadie.
—Yo no digo que se pelee. Ella es la causa de las peleas.
—¿De qué forma? ¿Por qué tiene que serlo?
—¿Por qué? Pues porque está aburrida. Ella no es arqueólogo, sino la mujer de uno de ellos. Como le está vedada toda emoción, se preocupa ella misma de tramar su propio drama. Se divierte haciendo que los demás se enfrenten entre ellos.
—Mary, tú no sabes absolutamente nada. Te lo estás imaginando.
—¡Claro que me lo imagino! Pero verás cómo tengo razón. La “adorable” Louise no se parece en nada a Mona Lisa. Tal vez no quiera causar perjuicios, pero prueba a ver qué pasará.
—Le es fiel a Leidner.
—No digo lo contrario. Ni estoy sugiriendo que existan intrigas vulgares. Pero esa mujer es una “allumeuse”.
—Hay que ver con qué dulzura se califican las mujeres entre sí —comentó el mayor Kelsey.
—Ya sé. Nos arañamos como si fuéramos gatos. Eso es lo que decís vosotros, los hombres. Pero nosotras no solemos equivocarnos acerca de nuestro sexo.
—Al fin y al cabo —dijo pensativamente el mayor Pennyman—, aunque suponiendo que sean verdad todas las poco caritativas conjeturas de la señora Kelsey, no creo que puedan explicar por completo aquella curiosa sensación de tirantez... aquella tensión parecida a la que se experimenta antes de una tormenta.
Tuve la impresión de que la tempestad iba a estallar de un momento a otro.
—No asuste a la enfermera —dijo la señora Kelsey—. Tiene que ir allí dentro de tres días y es usted capaz de hacerla desistir.
—No se alarme. No me asusta —aseveré, riendo.
Pero a pesar de ello, pensé mucho tiempo en lo que se había dicho en aquella ocasión. Me acordé de la forma tan peculiar que el doctor Leidner había empleado para pronunciar la palabra “segura”. ¿Era el temor secreto de su esposa, tal vez desconocido, lo que hacía reaccionar al resto de sus compañeros? ¿O era la propia tensión o quizá la causa desconocida de ella la que reaccionaba sobre los nervios de la señora Leidner?
Busqué en un diccionario el significado de la palabra “allumeuse” que había usado la señora Kelsey, pero no logré entender su sentido.
«Bueno —pensé—. Esperaremos a ver qué pasa.»
Capítulo IV
Llego a Hassanieh
Tres días después salí de Bagdad.
Sentí dejar a la señora Kelsey y a la pequeña, que era un encanto y crecía espléndidamente, ganando cada semana el número requerido de gramos. El mayor Kelsey me acompañó a la estación para despedirme. Llegaría a Kirkuk a la mañana siguiente y allí saldría alguien a esperarme.
Dormí muy mal. Nunca duermo bien cuando viajo en tren y aquella noche soñé mucho. No obstante, a la mañana siguiente, cuando miré por la ventanilla vi que había amanecido un día espléndido. Me sentí interesada y curiosa acerca de la gente que iba a conocer.
Cuando bajé al andén me detuve indecisa, mirando a mi alrededor. Entonces vi a un joven que se dirigía hacia mí. Tenía una cara redonda y sonrosada. He de confesar que en mi vida había visto a alguien que se pareciera más a uno de los jóvenes personajes que crea el señor P. G. Wodehouse en sus libros.
—¡Hola, hola, hola! —dijo—. ¿Es usted la enfermera Leatheran? Bueno, quiero decir que debe ser usted... ya me doy cuenta. ¡Ja, ja, ja! Me llamo Coleman. El doctor Leidner me envió a esperarla. ¿Qué tal se siente? ¡Vaya viajecito! ¿Eh? ¡Si conoceré yo estos trenes! Bien, ya está aquí... ¿ha desayunado? ¿Es éste su equipaje? Muy modesto, ¿no le parece? La señora Leidner tiene cuatro maletas y un baúl, sin contar una sombrerera, un almohadón de piel y otras muchas cosas. ¿Estoy hablando demasiado? Venga.
A la salida de la estación nos esperaba lo que, según me enteré después, se llamaba “rubia”. Sus características participaban un poco de las de una furgoneta, un camión y un coche de turismo. El señor Coleman me ayudó a subir, explicándome que iría mejor en el asiento delantero, junto al conductor, donde acusaría menos el traqueteo.
¡Traqueteo! ¡Quedé maravillada de que aquel armatoste no se deshiciera en mil pedazos! Allí no había nada que se pareciera a una carretera; sólo una especie de vereda llena de surcos y baches. ¡Vaya con el “glorioso este”! Cuando me acordé de las espléndidas pistas de Inglaterra, sentí que me invadía la nostalgia.
El señor Coleman se inclinó hacia mí desde el asiento que ocupaba, detrás del mío, y me gritó junto a la oreja:
—¡El camino está en muy buenas condiciones! —aulló justamente después de que habíamos sido lanzados de nuestros asientos, hasta tocar el techo con la cabeza.
Y parecía estar hablando en serio.
—Esto es muy bueno... estimula el hígado —dijo—. Usted debe saberlo, enfermera.
—Un hígado estimulado va a servirme de poco si me abre la cabeza —observé acerbamente.
—¡Tenía que haber venido aquí después de una buena lluvia! Los patinazos son soberbios. La mayor parte del tiempo, el coche va de través.
A esto no respondí.
Al cabo de un rato tuvimos que cruzar un río, lo que hicimos en el trasbordador más estrambótico que darse pueda. El que lográramos pasar me pareció un milagro, pero los demás, por lo visto, consideraron aquello como la cosa más natural del mundo.
Nos costó casi cuatro horas llegar a Hassanieh. Con gran sorpresa por mi parte, vi que era una ciudad de amplias proporciones. Desde el otro lado del río, antes de llegar a ella, presentaba un bonito aspecto; blanco y como arrancada de las páginas de un libro de cuentos, con sus altos minaretes destacándose contra el cielo. No obstante, cuando se cruzaba el puente y se entraba en ella, la cosa variaba, el olor era desagradable; todo estaba desvencijado, ruinoso y el lodo y la porquería reinaban por doquier.
El señor Coleman me llevó a casa del doctor Reilly, donde, según me dijo, me esperaban para comer.
El doctor Reilly estuvo tan amable como de costumbre. Su casa tenía un aspecto atractivo; disponía de un cuarto de aseo y todo estaba limpio y reluciente. Tomé un baño delicioso y cuando me puse de nuevo el uniforme y bajé a comer, me sentí mucho mejor.
El almuerzo estaba servido. Entramos en el comedor, mientras el médico excusaba la ausencia de su hija, que según dijo, siempre llegaba tarde. Acabábamos de tomar un plato muy bueno de huevos en salsa, cuando entró la joven y el doctor Reilly me la presentó:
—Enfermera, ésta es mi hija Sheila.
Me estrechó la mano y me dijo que esperaba hubiera tenido un feliz viaje. Luego se quitó el sombrero, hizo una fría inclinación de cabeza al señor Coleman y tomó asiento.
—Bueno, Bill, ¿cómo van las cosas? —preguntó.