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—Pues sigo sin entender cómo alguien pudo entrar sin que ustedes se enteraran... Pero ella descubrió...

Se dio por vencido, al fin, y sacudió la cabeza.

—¡Sacré nom d'un chien... va! ¿Qué es lo que descubrió?

Estaba saliendo el sol. El horizonte oriental era una borrachera de colores; rosa, naranja y grises que iban del perla al pálido.

—¡Qué hermosa salida de sol!

El río fluía a nuestra izquierda y el Tell se destacaba con un color dorado. Al sur se veían los árboles en flor y los verdes campos. La noria chirriaba a distancia, con un ruido débil e irreal. Al norte se distinguían los esbeltos minaretes de Hassanieh y su blancura fantasmagórica.

Era increíblemente bello.

Y entonces, junto a mí, oí como Poirot daba un profundo suspiro.

—He sido un imbécil —murmuró—. Cuando la verdad estaba tan clara... tan clara...

Capítulo XXV

¿Suicidio o asesinato?

No tuve tiempo de preguntar a Poirot qué era lo que quería decir, pues el capitán Maitland nos llamó, rogándonos que bajáramos.

Descendimos a saltos la escalera.

—Oiga, Poirot —barbotó—, hay otra complicación. El fraile no aparece.

—¿El padre Lavigny?

—Sí. Nadie se ha dado cuenta hasta ahora. Alguien ha notado que era el único de la expedición que faltaba y ha ido a buscarlo a su habitación. La cama estaba sin deshacer y no había rastro de él.

Todo aquello parecía cosa de pesadilla. Primero la muerte de la señorita Johnson y luego la desaparición del padre Lavigny.

Llamaron a los criados y se les interrogó, pero no pudieron aclarar nada. Al parecer, se le había visto por última vez alrededor de las ocho de la noche anterior. Entonces dijo que iba a dar un paseo antes de acostarse. Nadie le vio regresar de aquel paseo. El portalón, como de costumbre, se había cerrado a las nueve. No obstante, no había quien recordara haber descorrido los cerrojos por la mañana. Cada uno de los criados creía que era el otro el que los había descorrido.

¿Volvió el padre Lavigny la noche anterior? ¿Había descubierto, en el curso de su primer paseo, algo sospechoso, y al ir a investigar más tarde había acabado por ser la tercera víctima?

El capitán dio la vuelta al oír acercarse al doctor Reilly, quien llevaba tras de sí al señor Mercado.

—Hola, Reilly. ¿Averiguó algo?

—Sí. El ácido procedía del laboratorio. Acabo de comprobar las existencias con Mercado.

—El laboratorio... ¿verdad? ¿Estaba cerrado?

El señor Mercado sacudió la cabeza. Le temblaban las manos y su cara se contraía en espasmos. Tenía el aspecto de un hombre deshecho física y moralmente.

—No solíamos cerrarlo —tartamudeó—, pues... precisamente ahora... lo utilizábamos constantemente. Yo... nadie pensó...

—¿Lo cierran todo por las noches?

—Sí... se cierran las habitaciones. Las llaves quedan colgadas en la sala.

—Por lo tanto, si alguien posee la llave de la sala de estar, puede coger todas las demás.

—Sí.

—Supongo que será una llave corriente.

—Sí.

—¿No hay nada que indique si fue ella misma la que cogió el veneno del laboratorio? —preguntó el capitán Maitland.

—Ella no fue —dije en voz alta, con tono firme.

Sentí que alguien me daba un golpecito en el brazo. Poirot estaba junto a mí. Entonces ocurrió algo espeluznante.

No espeluznante en sí; fue su incongruencia, en realidad, lo que le hizo parecer así. Entró en el patio un coche y un hombrecillo saltó de él. Llevaba un salacot y una gabardina corta y gruesa. Fue directo hacia el doctor Leidner, que estaba al lado del doctor Reilly, y le estrechó la mano calurosamente.

—Vous, voilá… mon cher —exclamó—. Encantado de verle. Pasé por aquí el sábado por la tarde, camino de Fugima, donde excavan los italianos. Pero cuando llegué al Tell no encontré ni un solo europeo y, por desgracia, no sé una palabra de árabe. No tuve tiempo de venir hasta la casa. Salí de Fugima esta mañana a las cinco. Estaré dos horas con usted y luego me uniré al convoy. Eh bien, ¿qué tal va la temporada?

Fue horrible.

Aquella voz alegre: aquellas maneras positivas y toda la agradable cordura de un mundo cotidiano, tan lejano ahora. Llegó alegremente, sin saber nada y sin darse cuenta de lo que en aquellos momentos pasaba; lleno de cordial afabilidad.

No fue extraño que el doctor Leidner diera un respingo y mirara, en muda súplica, al doctor Reilly.

El médico aprovechó la ocasión.

Se llevó al hombrecillo, que era un arqueólogo francés, llamado Verrier, y le puso al corriente de la anormal situación.

Verrier se horrorizó. Durante los últimos días había estado en las excavaciones italianas, en pos de la civilización, y no se había enterado de nada. Se deshizo en condolencias y excusas. Finalmente fue hacia el doctor Leidner y lo abrazó con calor.

—¡Qué tragedia! ¡Dios mío, qué tragedia! No sé cómo expresarlo. Mon pauvre collège.

Y sacudiendo la cabeza, en un último e inefectivo esfuerzo para demostrar sus sentimientos, el hombrecillo subió a su coche y se fue.

Como he dicho antes, aquel intermedio cómico en la tragedia pareció realmente más espeluznante que todo lo que había ocurrido.

—Lo que debemos hacer ahora es desayunar —dijo el doctor Reilly, con firmeza—. Sí, insisto en ello. Vamos, Leidner, tiene usted que comer algo.

El pobre doctor Leidner estaba destrozado. Vino con nosotros al comedor, donde se sirvió un tétrico desayuno. Creo que el café caliente y los huevos fritos nos sentaron muy bien a todos, aunque nadie tenía ganas de comer. El doctor Leidner tomó un poco de café y no probó nada más, limitándose a desmigajar el pan. Tenía la cara pálida; contraída por el dolor y las preocupaciones.

Una vez acabado el desayuno, el capitán Maitland volvió a ocuparse del asunto. Expliqué cómo me había despertado, y después de oír un ruido extraño, había entrado en la habitación de la señorita Johnson.

—¿Dice usted que el vaso estaba en el suelo?

—Sí, debió dejarlo caer después de haber bebido.

—¿Estaba roto?

—No. Cayó sobre la alfombra y creo que la ha estropeado. Cogí el vaso y lo volví a poner sobre la mesa.

—Me alegro de que haya aclarado usted eso. Hay en él dos clases de huellas dactilares: las de la misma señorita Johnson y otras que deben ser de usted.

Guardó silencio durante un momento y luego dijo:

—Continúe, por favor.

Describí detalladamente lo que había hecho y los métodos que había ensayado, mientras miraba con cierta ansiedad al doctor Reilly, esperando un signo de aprobación por su parte. Al final vi cómo asentía con la cabeza.

—Intentó usted todo lo que podía dar resultado positivo —dijo.

Y aunque yo estaba segura de que así era, me sentía aliviada al ver que se confirmaba mi creencia.

—¿Sabía usted exactamente qué era lo que la señorita Johnson había tomado —preguntó el capitán.

—No... Pero se veía, desde luego, que era un ácido corrosivo.

—¿Opina usted, enfermera, que la señorita Johnson se administró ella misma tal sustancia?

—¡Oh, no! —exclamé—. ¡Nunca pensé en tal cosa!

No sé por qué causa estaba tan segura de ello. Tal vez fuera, en parte, por las insinuaciones de monsieur Poirot. Aquello de que "asesinar es una costumbre" se me había quedado grabado en el pensamiento. Y, por otra parte, no era fácil pensar que alguien se suicidara eligiendo una clase de muerte tan dolorosa. Expresé en voz alta esto último y el capitán Maitland, con aspecto abstraído, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Convengo en que no es lo que uno elegiría para quitarse la vida —dijo—. Pero si alguien se encontrara presa de una gran agitación moral y no tuviera a mano más que esa sustancia, es posible que se decidiera por ella.