—Es decir —añadió—, si al capitán Maitland no le importa que me quede.
No sé qué hubiera dicho el capitán, pues Poirot se apresuró a observar:
—Quédese, mademoiselle. En realidad, es necesario que así lo haga.
La chica levantó las cejas.
—¿Necesario?
—Eso dije, mademoiselle. Tengo que hacerle varias preguntas.
Ella volvió a levantar las cejas, pero esta vez no dijo nada. Miró de nuevo por la ventana, como si estuviera determinada a no darse por enterada de lo que sucedía a espaldas suyas en el comedor.
—Y ahora —dijo el capitán Maitland— tal vez lleguemos a saber la verdad.
Habló con cierta impaciencia. Era un hombre de acción. Yo estaba segura de que en aquel momento estaba ardiendo en deseos de salir al campo y hacer algo. Dirigir la búsqueda del padre Lavigny, enviar patrullas para que lo capturaran. Digirió una mirada a Poirot en la que se reflejaba un poco de disgusto. Vi que iba a decir alguna frase desagradable, pero se contuvo.
Poirot dio una ojeada circular a todos nosotros y luego se levantó.
No sé a ciencia cierta qué es lo que esperaba yo que dijera entonces. Tal vez una frase dramática, pues una cosa así hubiera cuadrado muy bien con su forma de ser. Pero de lo que estoy segura es de que no esperaba que empezara a hablar utilizando una frase árabe.
Pues sí. Esto fue lo que sucedió. Pronunció las palabras lenta y solemnemente... con mucha religiosidad.
—Bismillahi ar rahman ar rahim.
Y luego tradujo:
—En el nombre de Alá, el misericordioso, el compasivo.
Capítulo XXVII
En el principio de un viaje
—Bismillahi ar rahman ar rahim. Ésta es la frase que los árabes emplean antes de emprender un viaje. Eh bien, nosotros también empezamos uno. Un viaje al pasado. Un viaje a esos lugares recónditos del alma humana.
No creo que hasta aquel momento hubiera yo experimentado el llamado "encanto del Oriente". Con franqueza, lo que más me impresionó de él fue la suciedad y la confusión que encontraba por todas partes. Pero de pronto, al oír las palabras de monsieur Poirot, una extraña visión pareció surgir ante mis ojos. Me acordé de palabras como Samarcanda e Ispahán... de mercaderes de luengas barbas... de camellos arrodillados... y tambaleantes portadores que llevaban grandes bultos a la espalda, sujetos con una correa pasada por su frente; y mujeres de pelo teñido con alheña y cara tatuada, lavando ropa al lado del Tigris. Oí sus extraños y sollozantes cantos y el lejano chirrido de la noria. Eran, en su mayoría, cosas que yo había visto y oído, pero en las que no me había fijado. Mas ahora me parecían diferentes; como ocurre cuando se saca a la luz un objeto viejo y se aprecian de pronto los ricos colores y la filigrana de un bordado antiguo...
Di una ojeada a mi alrededor y me asaltó el pensamiento de que lo que acababa de decir monsieur Poirot era cierto. Estábamos empezando un viaje. Nos encontrábamos entonces todos reunidos, pero nos dirigíamos a distintos sitios.
Contemplé a cada uno como si en cierto aspecto los viera por primera... y por última vez. Parecerá estúpido, pero tal fue lo que sentí.
El señor Mercado se retorcía los dedos nerviosamente. Sus extraños ojos claros, de dilatadas pupilas, estaban fijos en Poirot. La señora Mercado no perdía de vista a su marido. Tenía un aspecto raro, como el de un tigre dispuesto a saltar. El doctor Leidner parecía haberse encogido. Este último golpe lo había destruido. Podía decirse que no estaba en aquella habitación. Se encontraba en un sitio muy lejano, de su exclusiva propiedad. El señor Coleman miraba fijamente al detective. Tenía la boca ligeramente abierta, y los ojos parecían salírsele de las órbitas, con una expresión medio atontada. El señor Emmott tenía la vista fija en la punta de sus zapatos y no pude verle claramente la cara. El señor Reiter parecía estar aturdido. Con los labios fruncidos, como si fuera a echarse a llorar, se parecía más que nunca a un cochinillo.
La señorita Reilly seguía mirando por la ventana. No sé en qué estaría pensando.
Luego observé al señor Carey, pero la expresión de su cara me lastimó y aparté la mirada. Allí estábamos todos. Tuve el presentimiento de que cuando monsieur Poirot acabara de hablar, todos seríamos diferentes por completo... Era una sensación extraña...
Poirot siguió hablando sosegadamente. Sus palabras eran como el agua de un río que discurre apacible... camino del mar.
—Desde el principio me di cuenta de que para comprender este caso no debían buscarse pistas o signos aparentes, sino la verdadera pista del conflicto entre personalidades y de los secretos del amor.
»Debo confesar que, aunque he conseguido hallar lo que yo considero que es la verdadera solución del caso, no tengo pruebas materiales en que apoyarme. Sé que es así, porque debe ser así. Porque de ninguna otra manera pueden ajustarse los hechos y quedar ordenados donde corresponden.
Hizo una pausa y luego prosiguió:
—Empezaré mi recorrido en el momento en que me ocupé del asunto; cuando se me expuso como un hecho consumado. Cada caso, en mi opinión, tiene un aspecto y una forma. El nuestro giraba todo él alrededor de la personalidad de la señora Leidner. Hasta que no se supiera exactamente qué clase de mujer era, no sería capaz de decir por qué fue asesinada y quién la mató.
ȃste, pues, fue mi punto de partida. Su personalidad.
»Había también otro punto interesante, bajo un aspecto psicológico. El curioso estado de tensión que existía, según me describieron, entre los de la expedición. Esto lo confirmaron varios testigos, algunos de ellos ajenos a esta casa; y yo tomé nota de ello, pues también era un punto de partida, y aunque débil, debía tenerlo presente en el curso de la investigación.
»La opinión general parecía ser que aquello era el resultado de la influencia de la señora Leidner sobre los demás componentes de la expedición; pero por razones que más tarde expondré, esto no me parecía aceptable.
»Para empezar, como dije, me concentré sólo y exclusivamente en la personalidad de la señora Leidner. Tenía varios medios para ello. Podía comprobar las reacciones que producía ella en cierto número de personas, diferenciadas grandemente entre sí, tanto en carácter como en temperamento; y además, contaba con todo lo que podía recoger yo con mi propia observación. El alcance de esto último era limitado. Pero me enteré de ciertos hechos.
»Los gustos de la señora Leidner eran sencillos y hasta austeros. No la trastornaba el lujo. Por otro lado, vi que una labor de bordado que había estado haciendo era de una belleza y finura extraordinarias. Eso daba a entender que era una mujer de gusto refinado y artístico. Por la observación de los libros que guardaba en su dormitorio formé una opinión más amplia de ella. Era inteligente y, además, según imaginé, sencillamente egoísta.
»Se me había sugerido que la señora Leidner era una mujer cuya mayor preocupación era atraer a los hombres... que era, en resumen, una coqueta. No creí que éste fuera el caso.
»En un estante de su habitación vi los siguientes libros: ¿Quiénes eran los griegos?, Introducción a la relatividad, La vida de lady Hester Stanhope, La vuelta a Matusalén, Linda Condon y La procesión de los cantarillos.
»Estaba interesada, por una parte, en temas culturales y científicos, es decir, denotaba su lado intelectual. La novela Linda Condon y en menor grado La procesión de los cantarillos parecían demostrar que la señora Leidner sentía simpatía e interés por la mujer independiente no dominada ni engañada por el hombre. También sentía interés por lady Hester Stanhope. Linda Condon es un exquisito estudio de la adoración que siente una mujer hacia su propia belleza. La procesión de los cantarillos es un ensayo sobre una individualista apasionada. La vuelta a Matusalén es una obra que simpatizaba abiertamente con la postura intelectual ante la vida, más que con la emocional. Juzgué entonces que empezaba a comprender a la señora Leidner.