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»Pero en lugar de ello nada se supo de Frederick hasta hace cerca de dos años, cuando volvieron a recibirse los anónimos.

»¿Por qué volvieron a recibirse?

»Es una pregunta difícil, aunque puede contestarse sencillamente diciendo que la señora Leidner se aburría y necesitaba más drama. Pero yo no estaba satisfecho completamente con tal explicación. Esta particular clase de drama me parecía un poco demasiado vulgar para que coincidiera con su personalidad, tan refinada.

»La única cosa que cabía hacer era mantener un amplio criterio sobre la cuestión.

»Existían tres posibilidades bien definidas. Primera, que las cartas hubieran sido escritas por la propia señora Leidner; segunda, que su autor fuera Frederick Bosner, o el joven William Bosner, y tercera, que hubieran sido escritas al principio, bien por la señora Leidner o bien por su primer marido, pero ahora se trataba de falsificaciones. Es decir, que el autor fuera una tercera persona que estuviera enterada de la existencia de las primitivas cartas.

»Ahora voy a considerar directamente el ambiente que rodeaba a la señora Leidner.

»Examinaré primero las oportunidades que cada componente de la expedición había tenido de cometer el asesinato.

»A simple vista, cualquiera pudo llevarlo a cabo, con la excepción de tres personas, por lo que se refiere a oportunidades.

»El doctor Leidner, según irrefutables testimonios, no bajó en ningún momento de la azotea. El señor Carey estuvo en las excavaciones y el señor Coleman fue a Hassanieh.

»Pero estas coartadas, amigos míos, no eran tan buenas como parecían. Exceptúo al doctor Leidner. No hay ninguna duda de que estuvo en la azotea y no bajó de ella hasta una hora y cuarto después de cometido el crimen.

»Pero, ¿podría estar seguro de que el señor Carey estuvo entretanto en las excavaciones?

»¿Y estaba el señor Coleman en Hassanieh, al tiempo que ocurría el asesinato?

El señor Coleman enrojeció, abrió la boca, la volvió a cerrar y miró a su alrededor. La expresión de la cara del señor Carey no cambió en absoluto.

Poirot prosiguió suavemente:

—Tomé en consideración también a otra persona que, según opiné, era perfectamente capaz de cometer un asesinato si así se lo proponía. La señorita Reilly tiene suficiente valor e inteligencia, así como cierta predisposición a la crueldad. Cuando la señorita Reilly me habló de la señora Leidner le dije bromeando que esperaba que tuviera una buena coartada. Creo que la señorita Reilly se dio cuenta entonces de que en su corazón había abrigado, por lo menos, el deseo de matar. Sea como fuere, inmediatamente me contó una mentira, inocente y sin objeto. Al día siguiente me enteré, casualmente, hablando con la señorita Johnson, de que lejos de estar jugando al tenis, la señorita Reilly había sido vista por los alrededores de esta casa, poco más o menos a la hora en que se cometió el crimen. Tal vez la señorita Reilly, aunque no sea culpable del asesinato, podrá contarme algo interesante.

Se detuvo y luego dijo con mucho sosiego:

—¿Quiere contarnos, señorita Reilly, qué fue lo que vio aquella tarde?

La muchacha no replicó en seguida. Miraba todavía por la ventana, sin volver la cabeza, y cuando habló, lo hizo con voz firme y mesurada.

—Después de almorzar monté a caballo y vine hasta las excavaciones. Llegué alrededor de las dos menos cuarto.

—¿Encontró a alguno de sus amigos en las excavaciones?

—No. No encontré a nadie, excepto al capataz árabe.

—¿No vio usted al señor Carey?

—No.

—Es curioso —dijo Poirot—. Tampoco lo vio monsieur Verrier cuando pasó por allí.

Miró a Carey, como si le invitara a hablar, pero el interesado no se movió ni dijo una palabra.

—¿Tiene usted alguna explicación que crea conveniente dar, señor Carey?

—Fui a pasear. En las excavaciones no se descubrió nada interesante aquel día.

—¿En qué dirección dio su paseo?

—Río abajo.

—¿No volvió hacia la casa?

—No.

—Supongo —dijo la señorita Reilly— que estaría usted esperando a alguien que no llegó.

Carey la miró fijamente, pero no replicó.

Poirot no insistió sobre aquel punto. Se dirigió una vez más a la muchacha.

—¿Vio usted algo más, mademoiselle?

—Sí. Cerca de la casa vi el camión de la expedición metido en una torrentera. Aquello me pareció extraño. Luego divisé al señor Coleman. Iba caminando con la cabeza inclinada, como si buscara algo.

—¡Oiga! —exclamó el aludido—. Yo...

Poirot le detuvo con un gesto imperativo.

—Espere. ¿Habló con él, señorita Reilly?

—No.

—¿Por qué?

La chica replicó lentamente:

—Porque de vez en cuando se detenía y miraba a su alrededor de un modo furtivo. Aquello me dio mala espina. Hice volver grupas al caballo y me alejé. No creo que me viera. Yo estaba algo separada de él y parecía absorto.

—Oiga —el señor Coleman no estaba dispuesto ahora a que le interrumpieran—. Tengo una perfecta explicación para lo que por fuerza he de admitir que parece un poco sospechoso. En realidad, el día anterior me puse en el bolsillo de la americana un precioso sello cilíndrico en lugar de dejarlo en el almacén. Luego me olvidé de él, y cuando me acordé, descubrí que lo había perdido. Se me debió caer del bolsillo. No quería armar ningún lío por ello y, en consecuencia, decidí buscarlo sin llamar la atención. Estaba seguro de que se extravió, o bien al ir hacia las excavaciones, o al volver de allá. Me apresuré a despachar los asuntos de Hassanieh. Envié a un árabe a que me hiciera varias compras y volví hacia aquí tan pronto como pude. Dejé la "rubia” donde no la pudieran ver y estuve buscando durante casi una hora. Pero no pude encontrar ese maldito sello. Entonces subí al coche y me dirigí hacia la casa. Como es lógico, todos creyeron que acababa de regresar de Hassanieh.

—¿Y no trató usted de sacarles de su error? —preguntó Poirot.

—Bueno... era una cosa natural, dadas las circunstancias, ¿no le parece?

—No lo creo yo así —replicó Poirot.

—¡Oh! Vamos... Tengo por lema el no meterme en líos. Pero no puede usted atribuirme nada. No entré en el patio y no podrá encontrar a nadie que asegure que me vio hacerlo.

—Ésa, desde luego, ha sido la dificultad hasta ahora —dijo el detective—. El testimonio de los criados de que nadie entró en la casa. Pero se me ha ocurrido, después de reflexionar sobre ello, que no fue eso lo que en realidad dijeron. Ellos juran que ningún extraño entró en la casa. Pero no se les ha preguntado si lo hizo alguno de los componentes de la expedición.

—Bien, pregúnteselo entonces —dijo Coleman—. Estoy dispuesto a apostar lo que sea a que no me vieron ni a mí ni a Carey.

—¡Ah! Pero eso suscita una cuestión interesante. No hay duda de que se hubieran dado cuenta de un extraño... pero ¿hubiera ocurrido lo mismo con uno de los de la expedición? Los miembros de ella estaban entrando y saliendo todo el día. Difícilmente los criados se hubieran fijado en ellos. Es posible, según creo, que tanto el señor Carey como el señor Coleman pudieran entrar, y que los criados no recordaran tal hecho.

—¡Tonterías! —dijo el señor Coleman.

Poirot prosiguió calmosamente:

—De los dos, estimo que el señor Carey pasaría más inadvertido. El señor Coleman había salido en coche, por la mañana, hacia Hassanieh, y era de esperar que regresara en él. Si volvía a pie se hubiera notado tal anomalía.

—¡Claro que sí! —exclamó Coleman.

Richard Carey levantó la cabeza. Sus ojos, de color azul profundo, miraron a Poirot. El detective hizo una ligera reverencia en su dirección.

—Hasta ahora solamente he hecho que me acompañaran en un viaje... mi viaje hacia la verdad. He dejado bien sentado que todos los de la expedición, incluso la enfermera Leatheran, pudieron cometer el crimen. El que alguno de ellos no parezca haberlo hecho, es una cuestión secundaria.