—No tiene importancia —dije—. Solamente, si ha de saberse toda la verdad, he de confesar que el señor Coleman, en cierta ocasión, me contó que hubiera podido ser un buen falsificador.
—Una peculiaridad muy estimable —observó Poirot—. Por lo tanto, en el caso de que hubiera conseguido alguno de los primeros anónimos, pudo copiarlo sin ninguna dificultad.
—¡Eh, eh, eh! —exclamó el señor Coleman—. Eso es lo que llaman liarle a uno.
Poirot prosiguió rápidamente:
—Respecto a saber si se trata verdaderamente de William Bosner, resulta difícil verificarlo. El señor Coleman habló de un tutor; no de un padre; y no hay nada definido para poner el veto a tal idea.
—¡Disparates! —dijo Coleman—. No sé cómo escuchan a ese tipo.
—De los tres jóvenes, nos queda el señor Emmott —prosiguió Poirot—. Pudo ser, también, el posible escudo de la personalidad de William Bosner. Pronto me di cuenta de que, cualesquiera que fueran las razones, no tenía medios de enterarme de ello por mediación del joven. Podía guardar su secreto con gran efectividad, o engañarlo para que se traicionara en algún punto. De todos los de la expedición, parecía ser el mejor y más desapasionado juez de la personalidad de la señora Leidner. Creo que siempre la tuvo por lo que realmente era; pero me fue imposible descubrir cuál era la impresión que dicha personalidad produjo en él. Me imagino que la propia señora Leidner tuvo que sentirse provocada y colérica por la actitud del joven.
»He de añadir que, por lo que se refiere a carácter y capacidad, el señor Emmott me pareció el más apto para llevar a cabo satisfactoriamente un hábil y bien planeado crimen.
El joven levantó por primera vez la mirada, que tuvo hasta entonces fija en la punta de sus zapatos.
—Gracias —dijo.
Parecía que en su voz había un ligero acento divertido.
—Las dos últimas personas de mi lista son: Richard Carey y el padre Lavigny.
»De acuerdo con el testimonio de la enfermera Leatheran y de otros, el señor Carey y la señora Leidner se tenían antipatía. Se esforzaban en parecer corteses el uno con el otro. La señorita Reilly propuso una teoría completamente diferente para explicar su extraña actitud de fría cortesía.
»Poco me costó convencerme de que la explicación de la señorita Reilly era la correcta. Adquirí esta certidumbre por el simple expediente de excitar al señor Carey para que hablara precipitada y descuidadamente. No me fue difícil conseguirlo. Me di cuenta de que se encontraba dominado por una fuerte tensión nerviosa. Estaba, y está, al borde de un completo derrumbamiento nervioso. Un hombre que sufre, hasta casi llegar al límite de su capacidad, raramente puede ofrecer resistencia.
»Las defensas del señor Carey se abatieron al instante. Me dijo, con una sinceridad de la cual no dudé ni por un momento, que odiaba a la señora Leidner.
»Y estaba diciendo, indudablemente, la verdad. Odiaba a la señora Leidner. Pero, ¿cuál era la verdadera causa de su odio?
»Hablé antes de mujeres que poseen un hechizo fatal, pero hay hombres que también lo tienen. Los hay que, sin el menor esfuerzo, atraen a las mujeres. Es lo que llaman en la actualidad un sex appeal. El señor Carey tiene muy desarrollada esta cualidad. Apreciaba por una parte a su amigo y jefe, y le era indiferente la esposa de éste. Ello no le hizo mucha gracia a la señora Leidner. Debía dominarlo y, por lo tanto, se dispuso a la captura de Richard Carey. Pero entonces, según creo, ocurrió algo completamente imprevisto. Ella misma, quizá por primera vez en su vida, cayó víctima de una pasión arrolladora. Se enamoró sin reservas de Richard Carey.
»Y él... era incapaz de resistírsele. Ésta es la verdad de esa terrible tensión nerviosa que ha estado soportando. Ha sido un hombre destrozado por dos pasiones opuestas. Amaba a Louise Leidner, sí... pero también la odiaba. La odiaba porque estaba minando la lealtad que sentía hacia su amigo. No hay odio más grande que el de un hombre que ha tenido que amar a una mujer contra su propia voluntad.
»Allí tenía todo el motivo que necesitaba. Estaba convencido de que en determinados momentos la cosa más natural que hubiera podido hacer Richard Carey era golpear con toda la fuerza de su brazo aquella hermosa cara cuyo poderoso atractivo lo había hechizado.
»Desde un principio estuve seguro de que el asesinato de Louise Leidner era un crime passionel. En el señor Carey había encontrado un tipo ideal para esta clase de crímenes.
»Nos queda todavía otro candidato al título de asesino: el padre Lavigny. Me llamó inmediatamente la atención por cierta discrepancia existente entre su descripción del hombre que fue sorprendido mirando por la ventana y la que dio la enfermera Leatheran. En toda descripción, hecha por diferentes testigos, siempre hay, por lo general, alguna discrepancia; pero ésta era demasiado notoria. Además el padre Lavigny insistió en determinada característica: en un estrabismo que debía hacer mucho más fácil la identificación.
»Pronto se puso de manifiesto que, mientras la descripción de la enfermera Leatheran era sustancialmente correcta no ocurría lo mismo con la del padre Lavigny. Parecía como si éste se propusiera despistarnos deliberadamente; como si quisiera que no encontráramos al misterioso individuo.
»Pero, en tal caso, debía haber algo sobre él. Fue visto hablando con aquel hombre, mas sólo podíamos fiarnos de su palabra respecto a lo que habían hablado.
»¿Qué es lo que estaba haciendo el iraquí cuando la enfermera Leatheran y la señora Leidner lo vieron? Tratando de atisbar por una ventana; la de la señora Leidner, según pensaron. Pero cuando fui hasta donde las dos se habían detenido aquella tarde, comprobé que podía haberse tratado igualmente de la ventana correspondiente al almacén.
»Aquella noche se produjo una alarma. Alguien había estado en el almacén, pero se comprobó que no faltaba nada de allí. El punto interesante para mí es que, cuando el doctor Leidner llegó al almacén, se encontró con que el padre Lavigny había acudido antes que él. El religioso dijo que había visto una luz; pero en esto también sólo podemos fiarnos de su palabra.
»Empecé a sentir curiosidad por el padre Lavigny. El otro día, cuando sugerí que podía ser Frederick Bosner, el doctor Leidner rechazó tal pensamiento. Dijo que el padre Lavigny era una personalidad muy conocida en su especialidad. Adelanté la suposición de que Frederick Bosner había tenido casi veinte años para labrarse una nueva carrera, bajo otro nombre, y que podía ser en la actualidad una persona muy conocida. A pesar de ello, no creo que hubiera permanecido todo ese tiempo en una comunidad religiosa. Se me presentaba una solución mucho más sencilla.
»¿Alguno de la expedición conoció de vista al padre Lavigny antes de que viniera? Aparentemente, no. ¿Por qué, entonces, no podía ser alguien que estuviera suplantando la personalidad del religioso? Me enteré de que se había mandado un telegrama a Cartago con motivo de la repentina enfermedad del doctor Byrd, que era el que debía venir con esta expedición. ¿Hay nada más fácil que interceptar un telegrama? Y por lo que se refiere a su trabajo no había, entre los miembros de la expedición, nadie que supiera descifrar inscripciones. Un hombre listo, con unos ligeros conocimientos, podía llevar a feliz término la suplantación. Además, se encontraron muy pocas tablillas e inscripciones. Y por otra parte pude colegir que los juicios del padre Lavigny habían sido considerados como algo insólito. Parecía más bien que el padre Lavigny era un impostor. Pero, ¿era Frederick Bosner? Las cosas no parecían encajar muy bien en ese sentido. La verdad, al parecer, debía encontrarse en una dirección totalmente diferente.
»Tuve un extenso cambio de impresiones con el padre Lavigny. Soy católico y conozco a muchos sacerdotes y miembros de comunidades religiosas. El padre Lavigny me dio la impresión de no ajustarse muy bien a su papel. Y, por otra parte, me hizo el efecto de que estaba familiarizado con ocupaciones totalmente distintas. Con mucha frecuencia había conocido hombres de su tipo... pero no pertenecían a comunidades religiosas... ¡Nada de eso!