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»No explicaba, por ejemplo, la causa de que la señorita Johnson dijera: "La ventana... la ventana...", cuando agonizaba. No explicaba su actitud en la azotea... su horror y su negativa a decirle a la enfermera Leatheran qué era lo que sospechaba o sabía.

»Era una solución que cuadraba con los hechos aparentes, pero no satisfacía los requisitos psicológicos.

»Y entonces, mientras estaba en la azotea pensando en aquellos tres puntos: en los anónimos, en lo que vio la señorita Johnson y en la ventana, todo se aclaró ante mí...

»¡Lo que vi en aquel momento lo explicaba todo!

Capítulo XXVIII

El término del viaje

Poirot miró a su alrededor. Todos los ojos estaban fijos en él. Un momento antes se había notado una especie de relajación, como si la tensión disminuyera. Pero ahora, de pronto, pareció volver a dominar entre nosotros.

Se acercaba algo...

La voz de Poirot, sosegada e inconmovible, prosiguió:

—Los anónimos, la azotea, la ventana... Sí, todo quedaba explicado... todo ajustaba en el lugar correspondiente.

»Dije antes que sólo tres personas tenían una coartada en el momento en que ocurrió el asesinato. Dos de ellas, como he demostrado, no tenían ningún valor. Entonces comprendí mi equivocación. La tercera carecía también de valor. No sólo pudo cometer el doctor Leidner el crimen, sino que estoy convencido de que él fue el autor.

Se produjo un silencio originado por el estupor y la incredulidad. El doctor Leidner no dijo nada. Parecía estar todavía ausente. David Emmott, sin embargo, se movió en su silla y habló:

—No sé qué se propone con ello, monsieur Poirot. Le he dicho que el doctor Leidner no bajó de la azotea hasta las tres menos cuarto. Ésa es la pura verdad. Lo juro solemnemente. No estoy mintiendo. Y le hubiera sido imposible bajar sin verlo yo.

Poirot asintió:

—Le creo. El doctor Leidner no abandonó la azotea. Ése es un hecho indiscutible. Pero lo que vi, igual que hizo la señorita Johnson, fue que el doctor Leidner pudo matar a su mujer desde la azotea, sin bajar de ella.

Nos quedamos mirándole fijamente.

—La ventana —exclamó Poirot—. ¡Su ventana! De eso me di cuenta... como la señorita Johnson. La ventana de la señora Leidner está justamente debajo, en la parte que da al campo. Y el doctor Leidner estuvo solo allí arriba, sin que nadie presenciara lo que hacía. Todas aquellas piedras de molino las tenía a su disposición. Sencillo en extremo, dando por sentada una cosa: que el asesino tuviera la oportunidad de mover el cadáver antes de que nadie lo viera. ¡Oh, es estupendo... de increíble sencillez!

»Escuchen... la cosa fue así: El doctor Leidner está en la terraza ordenando los montones de cerámica. Le llama a usted, señor Emmott, y mientras le está hablando ve que, como de costumbre, el muchacho árabe se aprovecha de su ausencia para abandonar el trabajo y salir del patio. Le entretiene a usted durante diez minutos y luego le deja marchar; y tan pronto como usted baja al patio, dándole gritos al chico, el doctor Leidner pone en práctica su plan.

»Saca del bolsillo la máscara embadurnada de arcilla, con la que ya asustó a su mujer en otra ocasión, y la deja caer, atada a un hilo, hasta que golpea la ventana de la señora Leidner.

»Aquella ventana, como recordarán, da al campo, al lado opuesto al patio.

»La señora Leidner está tendida en la cama, dormitando. Se siente feliz, tranquila. De pronto, la máscara empieza a golpear la ventana y atrae su atención. Pero ahora no está anocheciendo; es pleno día. No hay nada terrorífico en aquello. La mujer se da cuenta de lo que se trata; de un truco burdo. No se asusta, sino que se indigna. Y hace lo que cualquier otra mujer hubiera hecho en su lugar. Salta de la cama, abre la ventana, pasa la cabeza por los hierros de la reja y mira hacia arriba para ver quién le está gastando aquella broma.

»El doctor Leidner está esperando. Tiene en la mano, preparada, una pesada piedra de molino. Y en el instante preciso la deja caer... Dando un grito ahogado, que oyó la señorita Johnson, la señora Leidner se desploma sobre la alfombra, al pie de la ventana.

»La puerta, como ustedes saben, tiene un orificio central, y a través de él pasó una cuerda el doctor Leidner. Sólo tenía que tirar de ella y recobrar el arma homicida. Luego dejar la piedra entre las demás, en la azotea, cuidando de que la mancha de sangre no quedara a la vista.

»Continúa su trabajo durante más de una hora, hasta que juzga que ha llegado el momento de poner en escena el segundo acto. Baja la escalera, habla con el señor Emmott y con la enfermera Leatheran, cruza el patio y entra en la habitación de su esposa. La explicación que él mismo da sobre lo que hizo allí dentro es la siguiente: "Vi el cuerpo de mi mujer tendido al lado de la cama. Por unos momentos quedé paralizado, sin poder moverme del sitio. Al final, di unos pasos y me arrodillé a su lado, levantándole la cabeza. Comprobé que estaba muerta... Me incorporé. Estaba mareado, como si hubiera bebido. Llegué como pude hasta la puerta y llamé a la enfermera".

»Un relato, perfectamente posible, de los actos de un hombre agobiado por el dolor. Pero ahora oigan lo que yo creo que en realidad pasó. El doctor Leidner entra en la habitación, corre hacia la ventana y, con los guantes puestos, la cierra y pasa las fallebas. Luego coge el cuerpo de su esposa y lo coloca entre la cama y la puerta. Se da cuenta entonces de que en la alfombra, al pie de la ventana, se ve una pequeña mancha de sangre. No puede cambiarla por la otra, pues son de diferente tamaño, pero hace lo más indicado, dadas las circunstancias. Coge la alfombra manchada y la coloca ante el lavabo; y la que había delante de éste la pone bajo la ventana. Si alguien se da cuenta de la mancha de sangre la relacionará con el lavabo, pero no con la ventana. Era un punto muy importante. No debía traslucirse que la ventana jugaba un importante papel en la cuestión. Después va hacia la puerta y desempeña su parte de marido desesperado. Y esto, según creo, no le fue difícil porque amaba de veras a su mujer.

—¡Pero hombre de Dios! —exclamó, ya impacientado, el doctor Reilly—. Si la amaba, ¿por qué la mató? ¿Cuál fue el motivo? ¿No puede usted hablar, Leidner? Dígale que está loco.

El doctor Leidner no habló, ni se movió.

—¿No les dije antes que se trataba de un crime passionel? ¿Por qué su primer marido, Frederick Bosner, la amenazó con matarla? Porque la amaba... y al final, como hemos visto, se cumplieron sus amenazas.

»Mais oui... mais oui... Una vez que me convencí de que el doctor Leidner cometió el crimen, todo encaja a la perfección.

»Por segunda vez tengo que empezar el viaje desde el principio; la boda de la señora Leidner, los anónimos amenazadores, y el segundo matrimonio de ella. Las cartas que le impedían casarse con otro hombre, pero no ocurrió así con el doctor Leidner. ¡Qué sencillo se explica esto, si Leidner es el propio Frederick Bosner!

»Iniciemos, pues, el viaje, desde el punto de vista del joven Frederick Bosner.

»En primer lugar, sabemos que ama a su esposa con pasión; una pasión que sólo una mujer de su clase puede encender. Pero ella le traiciona. Le condenan a muerte. Escapa y se encuentra en un accidente ferroviario, del cual se las arregla para salir con una nueva personalidad: la de un joven arqueólogo de origen sueco, Eric Leidner, cuyo cuerpo resultó completamente desfigurado, y fue enterrado como el de Frederick Bosner.

»¿Cuál es la actitud del nuevo Eric Leidner hacia la mujer que le deseó la muerte? Hay que considerar que lo más importante para él era que seguía queriéndola. Se puso a trabajar para reconstruir su vida. Era un hombre hábil, y como su nueva profesión cuadraba con su temperamento, pronto llegó a ser célebre en su especialidad. Pero nunca se olvidó de la pasión que gobernaba su vida. Estuvo constantemente informado de los movimientos de su mujer; determinado, ante todo, a que no perteneciera a otro hombre. Recuerden la descripción que del carácter de Frederick hizo la señora Leidner a la enfermera Leatheran. Era dulce y amable, pero despiadado. Siempre que lo juzgaba necesario, despachaba un anónimo. Imitó alguno de los rasgos de la escritura de su mujer por si a ésta se le ocurría presentar los anónimos a la policía. Las mujeres que se dirigen a sí mismas anónimos de carácter sensacional son un fenómeno tan corriente que, dada la semejanza de la caligrafía, la policía no tendría duda alguna sobre la procedencia de las cartas. Con ello, al mismo tiempo, Leidner seguía manteniendo la incertidumbre de su mujer acerca de si estaba vivo.