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—¿No crees que sería hora de que te fueras, en lugar de hablar tanto? —preguntó fríamente la señorita Reilly.

—Somos muy hospitalarios, ¿verdad, señorita enfermera?

—Estoy segura de que la enfermera Leatheran tendrá ganas de llegar ya a su destino.

—Tú siempre estás segura de todo —replicó el señor Coleman haciendo una mueca.

En realidad, era bastante cierto.

—Tal vez sería preferible que nos fuéramos, señor Coleman.

—Tiene usted razón, enfermera.

Le estreché la mano a la señorita Reilly, al tiempo que le daba las gracias por todo y nos marchamos.

—Sheila es una chica muy atractiva —comentó el señor Coleman—. Aunque nunca le permite a uno confianzas.

Salimos de la ciudad y emprendimos el camino por una especie de vereda bordeada de verdes campos llenos de mies. Como era costumbre en aquel país, no faltaban los baches.

Después de media hora de viaje, el señor Coleman me indicó un montículo bastante elevado, situado a la orilla del río, frente a nosotros.

—Tell Yarimjah —anunció.

Distinguí unos puntitos negros que se movían como si fueran hormigas.

Mientras los contemplaba vi cómo empezaron a correr todos juntos, descendiendo por una de las laderas del montículo.

—Es la hora de dejar el trabajo —comentó el señor Coleman—. Se da por terminada la tarea diaria una hora antes de ponerse el sol.

La casa que ocupaba la expedición estaba un poco alejada del río.

El conductor dio vuelta a una esquina, hizo pasar el coche por un portalón y luego paró en mitad de un patio.

El edificio estaba construido a su alrededor. En principio consistía solamente en la parte que formaba el lado sur del patio, además de unas edificaciones sin importancia hacia el este. La expedición construyó luego los otros dos lados. Como el plano de la casa reviste especial interés, incluyo un croquis del mismo.

Todas las habitaciones daban al patio interior, así como la mayor parte de las ventanas. La excepción la constituía el primitivo edificio de la parte sur, cuyas ventanas daban al campo. Estas ventanas, sin embargo, estaban protegidas por rejas.

Del rincón sudoeste del patio arrancaba una escalera que conducía a la azotea, situada sobre todo el cuerpo del edificio sur, el cual era un poco más alto que las otras tres alas.

El señor Coleman me condujo, dando la vuelta, hasta un gran porche que ocupaba el centro de la parte sur.

Empujó una puerta situada en el lado derecho y entramos en una habitación, donde varias personas estaban sentadas alrededor de una mesa tomando té.

—¡Hola, hola! —exclamó el señor Coleman—. Aquí está el caballero andante.

La señora que ocupaba la cabecera de la mesa se levantó y vino hacia mí para saludarme.

Entonces vi por primera vez a Louise Leidner.

Capítulo V

Tell Yarimjah

No tengo inconveniente en admitir que mi primera impresión al ver a la señora Leidner fue de franca sorpresa. Cuando se oye hablar mucho de una persona, cada cual forma en su mente la imagen que le sugieren los comentarios. Yo estaba firmemente convencida de que la señora Leidner era una mujer tétrica y malhumorada. De las que siempre tienen los nervios de punta. Y además esperaba que fuera, hablando con franqueza, un poco vulgar. Pero no era, ni por asomo, lo que yo me había figurado. En primer lugar, era rubia. No era sueca, como su marido, pero por su aspecto podía muy bien haber pasado por tal. Sus cabellos tenían ese color rubio escandinavo que tan raras veces se encuentra. No era joven. Calculé que tendría entre treinta y cuarenta años. El aspecto de su cara era algo macilento, y unas canas se distinguían entre sus rubios cabellos. Sus ojos, por otra parte, eran muy hermosos.

Hasta entonces no me había topado con ningunos ojos como aquellos, cuyo color pudiera describirse como violeta. La señora Leidner era delgada y de aspecto delicado.

Si dijera que tenía un aire de intenso cansancio y, al mismo tiempo, de gran viveza, parecería que digo una tontería, pero tal fue la impresión que me causó. Me di cuenta, también, de que era toda una señora. Y esto significa algo, aun en estos tiempos. Me tendió la mano y me sonrió. Su voz tenía un tono bajo y suave, y hablaba con un ligero acento americano.

—Me alegro de que haya venido, enfermera. ¿Quiere tomar el té, o prefiere usted que vayamos a ver su habitación primero?

Le dije que tomaría el té y ella me presentó a los demás.

—Ésta es la señorita Johnson... y el señor Reiter. La señora Mercado. El señor Emmott. EL padre Lavigny. Mi marido vendrá dentro de poco. Siéntese entre el padre Lavigny y la señorita Johnson.

Hice lo que me indicó y la señorita Johnson empezó a hablar, preguntándome acerca de mi viaje. Le faltaba poco para cumplir los cincuenta, según juzgué, y tenía un aspecto algo masculino, a lo que contribuía un cabello grisáceo, peinado muy corto. La cara, fea y arrugada, con una cómica nariz respingona que tenía la costumbre de restregarse furiosamente cuando algo le preocupaba o extrañaba. Llevaba una falda y chaqueta de tweed, de hechura más bien masculina. Al poco rato me contó que era oriunda de Yorkshire.

Encontré al padre Lavigny un tanto sorprendente. Era un hombre de alta estatura, con una gran barba negra. Usaba gafas de pinza. Le oí decir a la señora Kelsey que había allí un fraile francés, y entonces me di cuenta de que el padre Lavigny usaba un hábito monacal de color blanco. Quedé algo admirada, pues siempre había creído que los frailes se enclaustraban en los conventos y no volvían a salir de ellos.

La señora Leidner le habló casi siempre en francés, pero él se dirigió a mí en un inglés muy correcto. Advertí que tenía unos ojos penetrantes y observadores, que se iban fijando detenidamente en la cara de cada uno de los congregados.

Frente a mí estaban los otros tres. El señor Reiter era un joven rubio y rollizo, y usaba gafas. Tenía el pelo largo y ondulado. Sus ojos azules eran redondos como platos. Pensé que debía haber sido un lindo bebé en otros tiempos, pero entonces no le quedaba nada que valiera la pena de verse. En realidad, tenía cierto aspecto de lechoncillo. El otro joven llevaba el pelo cortado al rape. Tenía la cara estirada, más bien cómica, y al reír mostraba unos dientes perfectos, lo que le hacía muy atrayente. Hablaba muy poco; se limitaba a mover la cabeza cuando le dirigían la palabra, o contestaba con monosílabos. Era americano, como el señor Reiter. La tercera persona era la señora Mercado, a quien no pude observar a mi gusto, pues cuando dirigía la vista hacia ella siempre la encontraba mirándome con una especie de atención que me resultaba un tanto desconcertante, por no decir otra cosa. Dada la manera con que me observaba, podía asegurarse que una enfermera era un bicho raro. ¡Qué falta de educación! Era muy joven, pues no pasaría de los veinticinco; morena y de aspecto escurridizo, si se me permite decirlo así. En cierto modo tenía buena presencia, aunque, como diría mi madre, no podía ocultar su vulgaridad. Llevaba un jubón de color vivo que hacía juego con el tono de sus uñas. Era delgada de cara y en ella se veía una expresión anhelante, que hacía recordar la de un pájaro. Tenía los ojos grandes y los labios apretados en un rictus malicioso.

El té estaba muy bien hecho. Una mezcla fuerte y agradable, nada parecida a la infusión suave que tomaba siempre la señora Kelsey, y que había sido mi tortura durante los últimos tiempos. Sobre la mesa había tostadas, mermelada, un plato de bollos y una tarta. El señor Emmott, muy cortés, me ayudó a servirme. A pesar de su retraimiento, observé que siempre estaba atento a que mi plato no quedara vacío.

Al cabo de un rato entró el señor Coleman y tomó asiento al otro lado de la señorita Johnson. Sus nervios, al parecer, estaban en perfectas condiciones, pues habló por los codos.