Cara Black
Asesinato en Montmartre
6º Aimée Leduc
En memoria de Guy Moquet y Marcel Rayman, miembros de la Resistencia y del Fichier Rouge, y para los espíritus
Agradecimientos
Mi más profundo agradecimiento a Dot, Heather y Jan, doctor Teeri Haddix, M. D., Mark Haddix, Dorothy Arkell, Carla Bach, Jean Satzer, Warren, Grace Loh, Don Cannon, Anton Rittu y Stephen Scholer. En París: Alice B, Marie Colonna dePaoli por sus conocimientos sobre polifonía y sobre su isla, Córcega, Chantal Landi-Costerian, Chez Ammad, Espace Cyrnéa y Cintu, y Jon Henley. Gratitud de todo corazón a ma chére Anne-Francoise Delbegue, Cathy Etile de la policía de París, Sarah Laurence Peltier por enseñarme Lamorlaye, Jean-Damien, Samir, Roger Trugnan, héroe de la Resistencia, Edwina, Gilíes, Emma y al Bus des Femmes, madame y monsieur Invisibles, así llamados por razones de seguridad. Y siempre, siempre, a James N. Frey, Linda Alien, Laura Hruska, mi hijo Tate y Jun.
En París, el pasado siempre está presente, nunca se puede escapar de él.
– Françoise Sagan
París, enero de 1995.
Un lunes por la noche
Los tacones de Aimée Leduc se hundieron en la superficie nevada de la calle de París, tranquila y desierta excepto por el susurro de los fantasmas. Siempre había fantasmas, pensó, y eran incluso más dolorosos en esta época del año: las almas que vagaban por la noche sobre el empedrado, revoloteando en los oscuros patios, dejando tras ellas exhalaciones del pasado.
El filo metálico del aire de invierno presagiaba una tormenta. A sus pies, barcazas cubiertas por un velo de hielo y rodeadas de vapor se mecían sobre las aguas del Sena, que fluía lentamente. Las luces de la ribera del río pinchaban las negras aguas como una multitud de estrellas. Los silenciados sonidos de la noche, absorbidos por la nieve que acababa de caer, parecían estar a años luz de distancia.
Se apresuró a lo largo del muelle de la Île St. Louis hasta su edificio, una reliquia del siglo XVII, y subió las escaleras, gastadas por el paso del tiempo. En el interior de su frío apartamento se encontró con aire rancio y oscuridad. Desilusionada, colgó su bolso en el gancho junto a la puerta. Era la tercera vez esta semana que Guy había estado fuera por la noche, de guardia.
Escuchó un clic, apenas audible. Alarmada, encendió la luz y llamó:
– Guy, ¿eres tú?
Él estaba de pie en el umbral, mirándola, con la camisa blanca de vestir desabotonada, las manos en los bolsillos de la chaqueta del esmoquin y una expresión indescifrable en sus ojos grises.
Ahogó un grito. Centrada en su trabajo, ¡se había olvidado de la recepción que él organizaba para Médicos sin Fronteras como jefe de departamento!
– Guy, perdona, pero…
– Llegué tarde a la recepción -interrumpió él-. Cuando llegué al hospital tenía una urgencia esperándome. Me hubiera hecho falta llegar cuatro minutos antes para que mi paciente no perdiera esta noche la vista. Si llego a estar allí a tiempo… pero te esperé.
Aimée sintió que se ruborizaba.
– ¡Trabajo! Lo siento, tenías que haber ido sin mí, no pensaba…
– Sabes, en la Facultad de Medicina nos enseñaron a identificar, aislar y operar un tumor maligno -dijo.
Sus músculos se tensaron. Un aire helado emanaba de él.
– Y a extirparlo antes de que se extienda, alcanzando otros órganos, asfixiando el sistema linfático.
– Guy, mira, esto va para los dos.
Él se dirigió al dormitorio y se detuvo al llegar a la puerta para decir:
– ¿Qué ha entrado en crisis esta vez, Aimée? ¿Se ha bloqueado el ordenador, estabas persiguiendo a un cliente que no había pagado, te has perdido sobre una pista de piratas informáticos, o se ha marchado pronto René y has tenido que arreglártelas sola?
– No has estado mal. Tres de cuatro, Guy. -Ella quería sentir la calidez de sus manos de cirujano sobre su piel, sus maravillosas manos; sus afilados dedos que habían acariciado su espalda bajo la colcha de seda la pasada noche.
Una mirada perdida cruzó el rostro de él. Luego desapareció.
– Esto no funciona, Aimée.
Él abrió el armario y arrojó unas camisas dentro de un macuto. Iba en serio.
– Saldrías rebotado de la Marina -dijo ella cerrándole el paso.
Él la miró fijamente.
– ¿Qué?
– Abandonas el barco en cuanto el mar se pone mal.
– Ya hemos discutido sobre esto antes. -Movió la cabeza, mirando hacia el suelo-. Quería que lo nuestro funcionara.
– Pero no solo soy yo -interrumpió ella-. ¡Siempre estás de guardia, te marchas a congresos médicos tres semanas seguidas!
No mencionó las vacaciones, ni Nochevieja, la víspera del Año Nuevo.
– Lo sé -dijo, mirando hacia otro lado.
Estúpida. ¿Por qué había tenido que decirlo? Nunca confíes en un hombre. O no le dejes saber que lo haces.
– Guy, voy a tatuarme tu horario en el cerebro. -Extendió la mano y lo atrajo hacia ella, envolviéndolo en sus brazos-. Nunca había sentido nada así.
Él recorrió su pómulo con un cálido dedo. Ella cerró los ojos, inhalando su aroma a lima y vetiver. Sintió que algo caía dentro de su bolsillo con un sonido metálico.
– Aquí tienes tus llaves -dijo Guy.
– Vamos a hablarlo -dijo ella, luchando contra su propio temor. ¿Por qué había ignorado los signos de alarma?
– Es mejor así, Aimée. Para ti y para mí. Lo siento. -Agarró el macuto y cruzo el recibidor de unas zancadas.
– Pero Guy…
Él ya había salido por la puerta antes de que ella pudiera detenerlo.
Abatida, corrió hacia la ventana y presionó la nariz contra el frío cristal mientras lo veía meterse en un taxi en la ribera del río a sus pies. Oyó el portazo y las ruedas del taxi girar rápidamente mientras se alejaba sobre la nieve sucia. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Dos meses viviendo juntos, tratando de… él era el hombre que había salvado su vista, que había escrito poemas sobre ella… Ahora se había ido, sin más.
Las relaciones… no tenía éxito con ellas. ¿No deberíamos aceptar a la gente tal y como los conocemos? Lo había echado todo a perder. Otra vez.
Se hundió sobre la colcha, aturdida, y agarró la almohada. Se encontró sosteniendo con fuerza uno de sus calcetines. Recordaba cómo yacían en la cama al amanecer mientras el sol anaranjado, desde la ventana, los miraba a hurtadillas por encima de los dedos de sus pies, cómo sus largos dedos le acariciaban el muslo, el tazón de humeante café con leche que él había preparado esperando la lectura del domingo por la mañana en el balcón junto al grueso Le Monde Diplomatique. Recordaba cómo se le arrugaba la nariz cuando se reía. Enterró la cara en la almohada. Le dio un puñetazo, intentando así acallar el doloroso vacío en su interior.
Una lengua pequeña y húmeda le chupó la oreja. Miles Davis, su bichón frise, jadeaba ansioso, llevando su correa. Ella oyó su leve gemido.
– Solos tú y yo, Miles -dijo.
Un brazalete de jade de luminoso verde colgaba junto al espejo biselado en la rama de abedul donde dejaba sus joyas. Reflejaba el brillo de las luces de las barcazas. Se lo había regalado una anciana vietnamita deseándole buena suerte. Sintió su fría suavidad mientras lo deslizaba en la muñeca, luego se puso un plumífero negro, se enrolló dos bufandas de lana alrededor del cuello y bajó las escaleras entre corrientes de aire, con el corazón encogido, para sacar a pasear a su perro.