– Aclararemos esto, Laure, reste tranquille -dijo Aimée, aunque en realidad se estaba preguntando qué podía hacer.
En algún lugar una puerta se cerró de un portazo. Los fluorescentes parpadearon. Se oyeron voces de borrachos en el vestíbulo. Un celador corría por el pasillo de azulejos verdes, haciendo que sus pasos resonaran.
– Tienes que ayudarme -dijo Laure-. Todo es como una nebulosa, es muy difícil recordar.
Aimée temía que le encasquetaran a Laure un abogado determinado y que llevaran a cabo la mínima investigación posible. O, más probablemente, que remitieran la investigación a Asuntos Internos, donde los que presidían eran jueces elegidos por la policía.
– Disfrutan haciendo un ejemplo de flics como yo -dijo Laure.
Lo triste era que era cierto.
Pero tenía que hacer que Laure se sintiera más segura.
– No llegará tan lejos, Laure. Como te he dicho, ha habido algún error.
Laure miró fijamente a Aimée, le temblaba el labio.
– Acuérdate de que prometimos que siempre nos ayudaríamos, bibiche. -Laure se recostó en sus hombros, sollozando.
Aimée la sostuvo, recordando cómo era Laure la que siempre se la quedaba, cómo había sido el saco de todas las burlas antes de su operación de paladar, y sin embargo, cómo había soñado con una carrera como la de su heroico y condecorado padre. Al revés que Aimée, que se mantenía a distancia de los flics.
– Te juro por la tumba de papá que yo no maté a Jacques. -Laure la agarró con fuerza del brazo y luego cerró los ojos-. Me estoy mareando, todo me da vueltas.
– Laure Rousseau, ya estamos con usted -dijo una enfermera.
Aimée pensó que ya era hora.
– Parece un shock, una conmoción -dijo.
– Nosotros somos los que diagnosticamos, mademoiselle. -La enfermera empujó la camilla hacia un par de cortinas de plástico blancas.
– ¿Cuánto tardarán?
– La exploración y la observación llevarán unas cuantas horas.
El mismo flic pasó a su lado. Aimée lo cogió del brazo.
– Volveré entonces para recogerla y llevarla a casa. -Reconoció una expresión de «no cuentes con ello» en sus ojos al tiempo que negaba con la cabeza-. ¿Por qué no?
– No tengo tiempo de explicárselo.
– Aquí tiene mi número. Llámeme. -Puso una tarjeta en su mano.
Él desapareció tras las cortinas.
Aimée se encontraba de pie delante del hospital en la acera grisácea cubierta de nieve sucia. Tenía que hacer algo. No podía soportar la idea de que Laure, todavía herida y en estado de shock, fuera acusada en la préfecture. Tenía que haber pruebas, en el andamio o en el tejado, que la exculparan. Tenía que haber alguna forma en la que Laure pudiera salir de esta pesadilla. Sacó su teléfono móvil con manos temblorosas y llamó a su primo Sebastian.
– Allô Sebastian -dijo, mirando la desierta parada de taxis-. ¿Puedes recogerme dentro de diez minutos?
– ¿Por tu cara bonita? -dijo-. Désolé, pero Stephanie está haciendo una cassoulet.
Stephanie era su nueva novia y la había conocido en una macro fiesta.
– Me debes una, ¿recuerdas? -respondió Aimée.
Una pausa.
– Es hora de saldar la deuda, Sebastian.
– ¿Otra vez? -Se oía música de fondo-. ¿Qué necesito?
– Guantes, botas de escalada, lo de siempre. Asegúrate de que tienes la caja de herramientas en la furgoneta.
– ¿A forzar algo, como la última vez?
– Y te encanta. No te olvides de traer otro par de guantes.
Algunas veces simplemente tenías que ayudar a una amiga.
Sebastian, que llevaba puestos unos ajustados pantalones color naranja, un jersey bretón de talla extra grande y un gorro de punto negro calado hasta las orejas, pero que dejaba ver el brillo de su pendiente, aceleró la furgoneta rue Custine arriba. Su planta de más de 1,80 m. se acomodaba con dificultad en la machacada furgoneta que utilizaba para los repartos. A su lado, Aimée estaba sentada analizando rápidamente las queserías, floristerías y cafés cerrados y sin luz repartidos por la pronunciada pendiente. En algún momento esto había constituido un pueblo en un lugar elevado fuera de las murallas de París. Los parisinos habían ido en masa a la butte, el montículo, para bailar en los bal musettes, disfrutar de la vie bohème y beber vino libre de impuestos. Artistas como Modigliani y Seurat los habían seguido, montando sus estudios en lavaderos públicos antes de que sus cuadros alcanzaran elevados precios. Luego se habían sentido atraídos por Montparnasse.
– Voilá -dijo, señalando el edificio rodeado por una verja y cuyos árboles desnudos se recortaban contra las luces de Pigalle en la distancia.
Los de la policía científica y los furgones policiales ya se habían marchado. Tampoco estaba el coche de Jacques. Sebastian aparcó al lado de uno de los típicos hidrantes de París, lo cual quería decir que lo habían metido a presión en cualquier espacio que quedara en la acera.
– Trae el equipo, primito -dijo-. Vamos.
El 18 de la rue André Antoine, un edificio del siglo XIX de piedra blanca, estaba enfrente de otros como él en una calle serpenteante. Una red gris camuflaba el andamiaje del piso superior y del tejado, compartido por el resto de los edificios del patio. La parte trasera del patio estaba parcialmente ocupada por la pared de una iglesia de ladrillo rojizo que impedía la visión. Esperaba haber podido interrogar al hombre que estaba en los escalones, pero ya no andaba por allí. Solo quedaba una capa de nieve con huellas entrecruzadas.
El viento había remitido. De algún sitio llegó el chirrido amortiguado de un columpio. Los de la policía científica debían de haberse marchado justo después de que la hubieran obligado a irse, lo cual era evidente por la fina capa de nieve que cubría los coches aparcados donde antes habían estado los furgones policiales. Gracias a Dios el arquitecto Haussmann había podido impedir aquí la acción de la excavadora. Nadie podía echar abajo estos edificios, o el suelo a sus pies se desmoronaría. El terreno estaba plagado de huecos y túneles… como un queso de gruyer, como decía el refrán. Aimée nunca pudo entender eso; el queso de los agujeros era el emmental. Cuando comprabas una propiedad, recibías un certificado asegurando que el terreno era sólido. Pero, tal y como le había dicho una amiga, los últimos cálculos geológicos databan de alrededor de 1876.
Llamó al timbre del conserje, bajándose la cremallera del plumífero para que se viera la sudadera azul que le había traído Sebastian y se dio cuenta de que no había nombres en los buzones de metal del piso de arriba. Momentos después, contestó una mujer de mirada perspicaz. Vestía un abrigo grande de caballero color camel, con una cadena de Dior a modo de cinturón, botas de lluvia negras y sujetaba un cigarrillo entre el dedo pulgar y el índice.
– ¡No me digan que se olvidaron del cuerpo! -dijo, exhalando humo acre en la dirección de Aimée.
Sobresaltada, Aimée echó mano de una bolsa de trabajo con el nombre «Serrurerie» impreso y se apartó del humo.
– He venido a cambiar las cerraduras -dijo.
– Pero ya han estado los cerrajeros.
Aimée sacudió el hielo de sus botas en el felpudo.
– ¿Para asegurar las ventanas y el acceso a la claraboya?
– Que yo sepa…
– Pero nosotros vamos a trabajar en las ventanas «de atrás». No han acabado -señaló con la mano a Sebastian-. Teníamos las piezas en el taller.
– ¿Qué quiere decir?