Aimée pensó rápido, deseando que la portera dejara de interrogarla.
– Tiens… ¿Así que no le dijeron… que las ventanas traseras necesitan cerraduras especiales?
La portera suspiró.
– El piso está vacío. Están rehabilitando los pisos de arriba.
– Bon, nos iremos a casa -dijo Aimée volviéndose hacia Sebastian-. Puede explicar al comisario por qué entró nieve por las ventanas hasta cubrirlo todo como una alfombra. A los okupas les va a encantar.
La mujer echó un vistazo a su pulgar y empujó la cutícula hacia atrás.
– Los pisos de arriba llevan vacíos un mes -dijo, encogiéndose de hombros. Otro signo del aburguesamiento que estaba invadiendo la zona-. Asegúrese de no molestar al viejo chocho del primero. Ya de por sí está furioso, así que imaginen con toda esta conmoción -dijo la portera. Torció el gesto y apagó el cigarrillo en un tiesto vacío. Luego lanzó un pequeño llavero a Aimée-. Es la llave de la puerta. No les esperaré levantada.
– Conocemos el camino de salida -dijo Aimée, asintiendo en la dirección de Sebastian, quien se echó al hombro la caja de herramientas.
La siguió hacia arriba por la escalera, con la gastada alfombra roja sujeta por varillas de bronce. El pasamanos de hierro forjado, con un intrincado diseño de bellotas y hojas, subía en espiral varios pisos. En algún momento había sido exquisito, la última moda.
– ¡Y luego hablan de subir al monte! ¿Qué demonios esperas encontrar después de todo este tiempo, Aimée?
Las palabras de Sebastian reflejaban sus propias dudas. Sin embargo, era vital obtener nuevas pruebas. «Si se escucha, el escenario habla», recordó que decía su padre. Si había cualquier posibilidad de demostrar la inocencia de Laure, ella tenía que encontrarla.
– Ponte los guantes de cirujano -dijo, jadeando y deseando no haber ganado ese kilo en vacaciones. Dejó la llave en la puerta-. Primero el tejado.
La ventisca había remitido, derritiéndose la nieve en el suelo del andamio. Sebastian y ella se calaron los pasamontañas de lana. Sebastian hizo lo mismo que Aimée y se echó de rodillas. Con suerte, quizá encontraran algo que se les había pasado por alto a la policía.
– ¿Qué buscamos?
– Astillas, metal ennegrecido en el andamio, un mechero olvidado, una colilla, una teja raspada… cualquier cosa.
– ¿Cómo en los programas de la tele?
Ella asintió. Tenía sus dudas, pero nunca se sabía. La portera había dicho que el piso llevaba un mes vacío. ¿Fue por eso por lo que Jacques había decidido encontrarse allí con su confidente?
Las torres y el tejado de la iglesia no dejaban ver nada excepto el tejado de al lado y un oscuro edificio vecino al otro lado de la calle. Los testigos, en caso de que los hubiera, serían pocos.
Se pusieron en cuclillas, moviéndose en silencio para evitar que se les detectara desde los pisos unidos por el tejado. Una ventana alta y con luz brillaba al otro lado del patio. Abajo, en el solar en construcción, se veía un resplandor como la punta de un cigarrillo encendido. Luego desapareció. ¿En un agujero en la tierra? Los restos de antiguas canteras recorrían Montmartre bajo tierra. Apretando los dientes, volvió la vista al tejado.
Reptaron durante cuarenta minutos. Repasaron cada centímetro del andamio, inspeccionaron chimeneas, piedras, las ventanas y botaguas que se abrían en el tejado abuhardillado y la pequeña superficie plana del tejado de zinc arriba del todo. Aimée tenía las manos mojadas de nieve, irritadas por el roce de las piedrecillas y el áspero estuco. Descorazonada, se apoyó contra la chimenea.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó a Sebastian, que estaba inclinado sobre el borde e inspeccionando el canalón.
Sostenía un puñado de hojas marrones empapadas.
– ¿Las tiro o…?
– Espera. -Se acercó hasta donde él estaba y abrió una funda de plástico-. Mételas aquí. ¿Qué es eso?
– Solo una ramita, como estas -dijo, señalando otras que atascaban el canalón.
Ella entresacó un tallo verde. Lo olió.
– Un tallo de geranio que se acaba de romper.
– ¡Mi prima, la botánica!
Ella le dirigió una sonrisa irónica.
– Mi pituitaria me dice que hay un alféizar cerca de aquí con tiestos de geranios.
– Y eso demuestra…
Unas pocas estrellas relucían bajo las nubes que se disipaban, justo sobre el oscuro perfil de los tejados.
– Solo estoy especulando. ¿Y si alguien estaba apoyado mirando por la ventana y vio el tiroteo?
– Pero Aimée, con este tiempo, la gente mete los geranios dentro de casa.
Tenía sentido. ¿Una pista falsa?
Bueno, pero era todo lo que tenían.
– Ayúdame, quiero comprobarlo.
Sebastian alcanzó la pared y ató la cuerda alrededor de la base de la chimenea. Aimée ató un nudo corredizo en el otro extremo alrededor de su cintura.
– ¿Preparada? -preguntó él, cruzando las manos y plantándose contra el cemento-. A la de tres.
– Una, dos, tres.
Aire gélido y una claraboya con suciedad incrustada recibieron a Aimée al llegar al tejado de al lado. Se agarró al alero del tejado, se dio impulso hacia arriba y se encontró cara a cara con la ventana de una buhardilla. Dentro se veían varios tiestos con geranios.
Ahora ya sabía por dónde empezar a preguntar por la mañana. Pero no había encontrado ninguna prueba que demostrara que otra persona que no fuera Laure había disparado a Jacques. Sin embargo,… tenía que haber algo.
– Voy a bajar -dijo, agarrándose al alféizar salpicado de desperdicios de paloma con una mano mientras con la otra hacia fuerza contra la lisa pared-. Sebastian, ¿me alumbras aquí con la linterna?
– ¿Regalos de los dioses paloma?
Mientras el fino haz iluminaba la chimenea, se encendió una luz en una ventana del patio de enfrente, y oyeron que alguien intentaba abrirla.
– Rápido, Sebastian. Hora de largarse.
Sintió que él tiraba de la cuerda y sus pies resbalaron en el hielo.
– Tenemos compañía -dijo él, señalando hacia abajo-. Los flics.
Dos coches se habían detenido en la calle, con sus luces azules proyectándose sobre el patio cubierto de nieve. ¿Les habría oído alguien y habían llamado a los flics? Miró con dificultad alrededor de la chimenea, vio más tejados y el reflejo pálido de la luna que brillaba en más claraboyas, a pocos metros de distancia.
– Coge la bolsa y ven conmigo -dijo Aimée.
– ¿Me estás tomando el pelo?
– Date prisa. Podemos forzar una claraboya.
Sintió que la cuerda se tensaba.
– ¿Cuántas claraboyas ves? -preguntó él.
– Tres. Dos juntas y otra algo más lejos.
– Bon. Una de ellas tiene que estar sobre un vestíbulo. Te sigo.
Metió la funda de plástico en el bolsillo de la sudadera, trepó, se agarró al borde de la chimenea y se dejó caer hacia el otro lado.
Le trastabillaron los pies y aterrizó a cuatro patas. Y luego se encontró deslizándose por la resbaladiza superficie del tejado. La invadió el pánico. Entre ella y una altura de varios pisos solo estaba el canalón. Se agarró fuertemente al metal con la mano y se impulsó hacia una zona llana en forma de rectángulo.
Sebastian aterrizó detrás de ella. Para cuando llegaron a la claraboya más lejana, ella jadeaba. El aire helado le estaba haciendo daño en los pulmones.
– Aquí tienes -le dijo él, entregándole los alicates-. Fuerza la cerradura de la claraboya.
Le sorprendió descubrir que ya estaba rota. Trozos de cristal, afilados como una sierra, sobresalían del marco. Hábilmente, deslizó la mano y alcanzó la cerradura desde dentro. En unos segundos, con la ayuda de Sebastian, había levantado la claraboya. Se apoyó en el borde de metal y se dejó caer, esperando encontrar con los pies la escalera que normalmente había en la pared de los vestíbulos comunitarios, y no aterrizar en la habitación de alguien.