Con los dedos de los pies sintió peldaños de escalera y descendió hasta una superficie nivelada, una alfombra mohosa con huellas húmedas. Qué extraño.
– Rápido, coge la bolsa -dijo Sebastian, entregándosela. Aterrizó de puntillas, perfectamente, y se encontraron en lo que parecía ser la entrada de una chambre de bonne en el sexto piso, la habitación de una doncella convertida en apartamento.
– Mira las huellas.
– Mis pies no son tan grandes -dijo él, a punto de frotarlas con sus botas.
– Déjalo, vámonos -dijo ella.
Bajaron sigilosamente por las crujientes escaleras de madera, atravesaron una puerta de entrada de cristal y llegaron a un patio cubierto. Había varias puertas en el frente del hueco de piedra con forma curva. Grandes contenedores de basura verdes estaban al lado de la garita de la portera. Sebastian pulsó un botón en la pared lateral y dentro de la enorme puerta blindada se abrió otra más pequeña.
Se encontraron enfrente de la calle donde habían aparcado. ¡Qué suerte!
Ya de vuelta en la furgoneta, Sebastian arrancó el coche y encendió la calefacción.
– ¡Todo por esa ramita de geranio! ¿Contenta?
– Y mucho -dijo ella-. Piensa en el cristal roto, en la claraboya abierta.
Él asintió mientras tomaba una curva, acelerando el motor mientras subían por la empinada calle.
– Quizá hayamos descubierto por dónde ha huido.
– ¿Por dónde ha huido?
– Sí, el asesino.
Lunes por la noche, más tarde
Lucien cerró los ojos. Su mente rebosaba de recuerdos de la niñez: el canto agudo de su grand-mère mientras el cadáver de su tío yacía rígido y color de cera en la mesa del comedor. Las mujeres, todas de negro como una bandada de cuervos, gimiendo y los hombres golpeando el suelo con las culatas de sus rifles. El eco del terrible ritmo traspasaba las paredes de piedra. La tristeza, mecida por el viento seco, perfumada por la lavanda y el mirto, le había helado hasta lo más profundo.
Desde cuando podía recordar, los funerales habían constituido acontecimientos sociales en el pueblo. Más allá, la carretera llena de surcos bordeaba un mar turquesa cuyas olas rompían contra el granito de abandonadas canteras romanas. Las piedras se encontraban cinceladas como si los romanos se hubieran marchado ayer, no hace siglos.
Ese día, Marie-Dominique y él se habían dirigido al sendero de la montaña, sin ser vistos, para escapar de la sensación de malestar que empapaba el pueblo, hogar de los viejos y enfermos, como tantos pueblos diezmados por la vendetta. Encontraron la cueva al lado de una cabaña de pastor medio derruida protegida por el corte de una pared de granito en la cual los cristales de mica y grafito capturaban el sol cobrizo. Cada momento permanecía grabado en su mente. Las largas piernas bronceadas de Marie-Dominique terminando en alpargatas azules descoloridas. La pelea con su primo Giano después en el bar porque le acusaba…
– Si no le importa, diga a sus invitados que formen una fila, monsieur Conari -estaba diciendo el comisario-. Todos deben mostrar su carné de identidad y responder a unas pocas preguntas. Mero trámite, por supuesto.
Sobresaltado, Lucien abrió los ojos. Estaba en el salón de Felix y Marie-Dominique estaba en algún lugar entre la multitud, no acurrucada junto a él en la cueva. Buscó su cartera, miró dentro y se asustó. Solo contenía su pase de transporte y un caramelo sucio para la tos. Había olvidado su carné. Por ley, cualquiera sin carné podía ser detenido. Esa ley rara vez se ponía en práctica. Pero con los corsos como él, los flics ejercían venganza por las amenazas separatistas y aplicaban las leyes de forma estricta. En su pueblo, los hombres desaparecían en las montañas cuando veían aparecer un coche de la policía. Eso es lo que desearía poder hacer ahora.
¿Y el contrato del que había hablado Conari? Más tarde. Ahora tenía que refugiarse en algún lugar de este piso y pensar en lo que hacer. Lucien tiró de la manga del camarero según pasaba a su lado. Le resultaba familiar…
– Compadre, ¿dónde está el cuarto de baño? -preguntó Lucien.
El camarero hizo un gesto que abarcaba la habitación en la misma dirección en la que estaban los flics.
– ¿Alguno más cerca?
El camarero pareció comprender.
– Sígame.
Condujo a Lucien a un aseo al lado de la cocina.
Para cuando salió del servicio, Lucien ya había decidido que le pediría a Felix que confirmara su identidad. Ya llegaba tarde para su bolo de discjockey.
Pero en el vestíbulo, Marie-Dominique le cerró el paso.
– ¿Algo va mal, Lucien?
¿Mal? ¿Que ella estaba casada, que no podía tener sus cálidos hombros bronceados entre sus brazos? Pero no dijo eso. Buscó algo que decir.
– Marie-Dominique, verte de nuevo después de todo este tiempo… hay tanto que decir… -Durante cuatro años había soñado con ella, pero sus palabras sonaron sin vida e inapropiadas.
– Lucien, todavía compones música, y eso me hace sentirme feliz. -Sus palabras quedaron flotando en el aire, llenas de emoción contenida.
Una gardenia flotaba en una fuente con agua sobre una mesa, una fina pulsera de diamantes alrededor de su muñeca captaban la luz. Las velas parpadeaban, enviando sombras sobre la tela de seda moaré de las paredes, sobre sus cabezas. Añoraba tener tiempo para contemplarla, para aspirar el aroma a rosas que la rodeaba. Le pasó por la mente la vieja canción de Tino Rossi de los años treinta O Corse, Île d'Amour; era la melodía que habían puesto en la radio esa tarde.
– Tenía que ser así -dijo ella, como si pudiera leer sus pensamientos.
Sorprendido, apretó los puños.
– ¿Cómo puedes decir eso? Sabes lo que compartíamos, lo que yo sentía.
– Mi familia no estaba de acuerdo. -Ella desvió la mirada, su voz baja casi un susurro-. Mi padre sabe lo que de verdad es la Armata Corsa: terrorismo.
– Cuando nos unimos todos éramos unos ignorantes. Pero nunca participé en ninguna acción.
¡Idiota! Había sido un idiota al unirse con sus amigos borrachos para liberar a Córcega del dominio francés. ¿Liberar? No con bombas en medio de la noche y secuestros a cambio de rescates que la Armata Corsa utilizaba para comprar armas. Negó con la cabeza, frustrado. Tenía que hacer que lo entendiera.
– Es verdad. Nunca me di cuenta.
Los ojos de Marie-Dominique echaban chispas.
– ¿No te diste cuenta de que la Armata Corsa estaba perseguida? Después de que dejaras la isla, la Armata Corsa empapeló las paredes con carteles protestando por las atrocidades y con fotografías «tuyas».
– Pero yo no tuve nada que ver. Solo fui a una reunión.
– Tu foto estaba en los carteles.
Así que esa había sido la razón por la que su madre había puesto en sus manos un billete para el ferry nocturno a Marsella e insistió en que se marchara esa misma noche. «No voy a perder a otro hijo», había dicho. Y quería decir que no lo haría ni por culpa de la vendetta, ni de los gendarmes y del mal de ojo de la mazzera, la vieja hechicera que vivía arriba en las montañas. Nadie le discutía nada a la mazzera, y mucho menos su madre viuda que había sufrido tanto y que estaba convencida de que estaba señalado por un mal de ojo. Nacida en Cerdeña, su grand-mère todavía se refería a su madre como «la extranjera» después de treinta y cinco años en la isla. Ella había hecho caso omiso de su resistencia, le había echado por tierra los argumentos de que huir sería como admitir su culpa.
Había trabajado de camarero en el puerto viejo de Marsella, pinchado discos utilizando el equipo barato de un amigo, se las había arreglado y había sobrevivido. Un año más tarde, se había mudado a París. Había comprado un plato para pinchar discos, llevaba una vida sencilla.