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Se imaginó que la mayoría de los residentes de este edificio marchaban hacia el sur en invierno, a Niza o Mónaco. Podían permitírselo. Localizó el lugar del piso de arriba en el que se encontraba la jardinera con los geranios, una ventana ovalada sin contraventanas.

Interrogaría a todos los habitantes del edificio, empezando por abajo. En la entrada pulsó el primer timbre. No hubo zumbido de respuesta. Se quedó mirando los números en la placa del código de acceso.

Sacó un bloque de plastilina del bolso, lo extendió sobre los botones y volvió a despegarlo. Huellas grasientas mostraban cuáles eran los cinco números y letras más utilizados. En menos de cinco minutos, después de probar veinte posibles combinaciones, la puerta se abrió.

Una vez dentro del edificio subió los amplios escalones de mármol, deslizando los dedos por la barandilla de hierro forjado. En el primer piso, abrió la puerta una mujer joven con un niño pequeño en la cadera y otro al que se le oía llorar. Aimée vio maletas y una silla de coche apilados en el interior.

– Oui?-preguntó la mujer.

– Perdone que la moleste, pero soy detective -dijo Aimée-. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre un homicidio que ocurrió ayer por la noche al otro lado del patio en el tejado del edificio en obras.

– ¿Qué? No sé nada de eso. -El niño tiró del collar de perlas en el cuello de la madre y ella dio un respingo-. Non, chéri.

– ¿Vio usted o escuchó algo raro ayer sobre las once de la noche?

– Está usted de broma. Al bebé le están saliendo los dientes. No puedo mantener los ojos abiertos hasta tan tarde -dijo ella, con una expresión molesta.

El pequeño se colgó del cuello de la madre, mordiendo las perlas; el otro niño golpeaba un camión de metal en el suelo.

– Estábamos durmiendo. Meto a los niños a la cama a las ocho; la mitad de los días me quedo dormida con ellos.

– Había una fiesta en el edificio, quizá su marido oyó algo.

– Él cae antes que yo -dijo-. Lo siento, pero tengo que preparar a los niños.

– Merci -dijo Aimée-, aquí tiene mi tarjeta, por si acaso.

– Mi marido vendrá a recogernos dentro de cinco minutos. Estaremos fuera un mes.

La mujer metió la tarjeta de Aimée de cualquier manera en el bolsillo de su chaqueta de punto y cerró la puerta. Aimée esperaba que el niño no se la comiera.

Llamó a la puerta de las otras dos viviendas del piso, pero no obtuvo respuesta. Tampoco hubo respuesta de las otras tres viviendas en el siguiente piso. En el tercero, un ama de llaves con delantal abrió la puerta del piso en el que Aimée se imaginaba que había tenido lugar la fiesta.

– Bonjour, me gustaría hablar con el dueño -dijo.

– No hay nadie, lo siento. Monsieur Conari está en la oficina.

Incluso tan temprano, los ricos iban a trabajar.

Aimée mostró su identificación.

– ¿Quizá sirvió usted en la fiesta de ayer noche? Me gustaría hacerle algunas preguntas.

– Yo no, yo trabajo por las mañanas -dijo la mujer-. Usan una empresa de catering para las fiestas.

– ¿Ha hablado usted con monsieur Conari esta mañana? ¿Por casualidad no mencionaría el homicidio al otro lado del patio?

La empleada dejó caer el trapo de polvo.

– Nunca están aquí cuando llego a trabajar, lo siento. -Recogió el trapo e hizo ademán de cerrar la puerta.

– Es importante -dijo Aimée-. ¿Puede darme un número de teléfono en el que pueda localizar a monsieur Conari?

El ama de llaves dudó, frotándose las manos en el delantal.

– Nunca lo molesto en el trabajo, eh, pero esto…

– Oui, es muy importante.

La mujer cogió el papel y el bolígrafo que le ofrecía Aimée y anotó un número de teléfono.

– Merci, gracias por su ayuda.

Aimée continuó subiendo las amplias escaleras. La vivienda del piso de arriba que buscaba lo ocupaba entero. Aquí debería encontrar respuestas.

Escuchó hablar en voz baja. ¿Música? ¿Una radio? Llamó a la puerta varias veces. No obtuvo respuesta. Entonces llamó una vez más hasta que escuchó pasos.

– J'arrive -dijo una voz.

La puerta se abrió, chirriando. La mujer de mediana edad que abrió la puerta verde oscura llevaba puesto un camisón de franela y zapatillas nórdicas de lana, y sorbía algo humeante con olor a canela.

– Perdóneme -dijo Aimée-. No era mi intención molestarla…

– No se permite la entrada de vendedores en el edificio. Lo siento -interrumpió la mujer, con voz congestionada-. No tenían que haberla dejado entrar.

Aimée le mostró su identificación.

– Soy detective. Estoy investigando un homicidio que tuvo lugar en el edificio enfrente del suyo.

– ¿Un homicidio? -La mujer se sujetó las gafas en la frente y se frotó los ojos, que eran de un sorprendente color turquesa-. No sé de lo que me está hablando. Tendrá que perdonarme, estoy enferma.

Esta mujer seguro que estuvo en casa la noche anterior. Aimée no podía dejar que le cerrara la puerta en las narices.

– Perdone que insista, pero será solo un momento. Probablemente ya haya contestado a estas preguntas -dijo. Quería ver la vista desde el piso de la mujer. Y tenía que haber geranios cerca de una ventana que daba al patio.

– ¿Qué quiere decir? Nadie ha hablado conmigo -le dijo la mujer-. ¿Qué homicidio?

– ¿No la ha interrogado la policía?

La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.

Aimée se preguntó por qué no lo habían hecho.

– Déjeme ver su identificación de nuevo, señorita.

Aimée le mostró su licencia de investigador privado con su foto, en la que no salía muy favorecida: los ojos bizcos y un mohín en los labios.

– Los de la farmacia se retrasan. -La mujer echó un vistazo a un viejo reloj en la pared y le devolvió la licencia-. Se suponía que ya me tenían que haber traído las medicinas.

– Ayer por la noche fue asesinado un hombre -dijo Aimée mientras se limpiaba las botas mojadas en el felpudo-. Necesito hacerle unas preguntas. ¿Puedo pasar?

– No tengo nada que ver con eso -dijo la mujer, a punto de cerrar la puerta.

– Hablemos dentro -dijo Aimée.

– Non -dijo la mujer, asustada-. Estoy enferma.

– Pero si hablamos ahora, madame…

– Yo no salgo. -La mujer ahogó una tos-. No iré a la comisaría.

¿Tendría agorafobia? Aimée podía notar algo en su voz; ¿serían los restos de un acento?

– Madame, no hace falta que vaya usted a la comisaría -dijo Aimée-. Soy detective privado, hablaremos aquí mismo. Y tengo que ver la vista desde su ventana.

La mujer sacó un fajo de pañuelos de papel del bolsillo, se quedó pensando y se sonó la nariz.

– De acuerdo, pero cinco minutos.

Aimée se adentró en el recibidor pintado de amarillo claro, al parecer del siglo XVIII. Un carrito de la compra de plástico verde se encontraba aparcado en el suelo de azulejos blancos y negros en forma de rombo al lado de unas gastadas botas de nieve. Ella esperaba encontrarse con un lugar rebosante de arañas de cristal antiguas, pero, en su lugar, las paredes contenían apliques modernistas y colages surrealistas. Varias fotografías de Man Ray colgaban sobre un reluciente secreter Ruhlmann. Una de ellas parecía ser un original del Violon d'lngres, la famosa imagen surrealista de Kiki, la amante de Man Ray, con turbante y notas musicales dibujadas sobre su espalda desnuda.

– ¡Qué piso tan bonito! -dijo Aimée, intentando hacer hablar a la mujer-. ¿Hace mucho que vive aquí, madame…?