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– Zoe Tardou -admitió la mujer, mientras acompañaba a Aimée a una habitación amueblada con esbeltas piezas art decó de madera de ramín y alfombras modernas al estilo de los años treinta. Cortinones negros colgaban de los ventanales. Aimée sintió que se le hundía el corazón. ¿Cómo podía Zoe Tardou haber notado movimiento en el tejado con esos cortinones que cubrían las ventanas?

– ¿Tardou, como el surrealista? -preguntó Aimée por hablar de algo.

– Mi padrastro -dijo Zoe Tardou, apretando los labios.

Con razón podía permitirse este lujoso piso que ocupaba toda la planta. Pero por la forma en la que Zoe había apretado los labios, Aimée se imaginó que no se había llevado bien con su padrastro.

Zoe Tardou encendió la luz, iluminando así fotografías en blanco y negro con marcos de plata. Encima del piano de cola había fotos de familia en la playa en los años sesenta y de personajes famosos. Un televisor último modelo ocupaba el lugar frente al sofá tapizado en damasco. Pero la gran habitación estaba impregnada de una sensación de vacío, de no ser un lugar en el que se hacía vida.

– ¿También es usted artista?

– Mi madre era poeta dadaísta y servía de modelo -dijo Zoe.

¿Una de las musas de los surrealistas?

Zoe Tardou bebió un trago de su humeante bebida. Hizo un gesto a Aimée para que se acercara a un pequeño recodo tras el sofá.

– Mi campo son los Estudios Medievales.

Un escritorio de madera clara con cuadernos y libros apilados sobre él sobresalía de la pared. Bien aprovechado. Encima del escritorio, sobre la pared, colgaba un antiguo crucifijo y páginas enmarcadas de manuscritos con elaboradas letras doradas y escritura antigua en negro. Definitivamente discordante con la decoración art decó.

Aimée comenzaba a sentirse helada en el aire frío del piso a oscuras. ¿Nunca encendía esa mujer la calefacción?

– ¿Tenía usted las ventanas abiertas ayer por la noche?

– Siempre -dijo-. El cuerpo humano necesita aire fresco por la noche.

Para ser una mujer que estaba interesada en la salud, parecía encontrarse en un estado lamentable.

– Así que oiría usted la fiesta de abajo a pesar de la tormenta.

– No conozco a los vecinos. Hago mi vida.

– ¿Le importa si echo un vistazo?

Aimée anduvo hasta la ventana y rápidamente retiró el cortinón. La mujer pestañeó al sentir la luz de repente.

Justo al otro lado del patio se encontraba el andamio bajo el tejado del apartamento de la cornisa donde había descubierto el cuerpo de Jacques. La claraboya de enfrente brillaba con los débiles rayos de sol que se abrían paso entre las nubes. Vio la ruta que había seguido con Sebastian, aterrorizada al comprobar la inclinación del tejado que habían trepado.

– ¿Corre estos cortinones por la noche?

Aimée no recordaba haberlos visto.

– Non -madame Tardou se sonó la nariz-. Mire, si eso es todo lo que necesita saber, le agradecería que se marchara.

Pero podría ser que la mujer hubiera notado algo, aunque no se diera cuenta.

– Si me lo permite, me gustaría aclarar algunas cosas. Piense en las once de la noche de ayer. ¿Oyó usted algo extraño en el tejado o vio luces en aquella dirección? -Aimée señaló las ventanas del piso de enfrente.

– Sí que oí fragmentos de conversación -contestó madame Tardou-. Al principio pensé que estaban hablando italiano.

¿Italiano? Excitada, Aimée se acercó más. La mujer apestaba a aceite de eucalipto.

– ¿Sabe usted italiano?

– Non. Y tiene que haber sido algún programa de la tele. Estaba todo el rato medio dormida a cuenta de este catarro.

– ¿Qué le hizo pensar que era italiano?

– Solíamos ir allí de vacaciones -contestó.

– ¿Qué decían?

– Igual no era italiano.

– Por favor, es importante. ¿Puede identificar la lengua?

Zoe Tardou negó con la cabeza.

– Sé que hablaban de las estrellas y de los planetas.

¿Había estado soñando, después de todo?

– ¿Cómo lo sabe?

– Sirio, Orión y Neptuno. Esos eran los nombres que puede entender.

– ¿Eran voces de hombre o de mujer?

– De hombre. Por lo menos dos. Recuerdo que en el pueblo la gente hablaba de las constelaciones -dijo Zoe Tardou, con la mirada perdida, como si hablara consigo misma-. No me pareció tan raro. -Se encogió de hombros-. Casi hasta me resultó familiar, por lo menos en mi tierra.

Intrigada, Aimée se preguntó cómo encajaba todo esto. Si no seguía lo que esta extraña mujer le estaba contando, temía que lo lamentaría mas tarde.

– ¿De dónde?

– Cerca de Lamorlaye.

¿Lamorlaye? ¿Por qué se le hacía tan conocido? Su mente retrocedió hasta la rayada caja amarilla de chocolates Menier que siempre había en la encimera de su abuela, con las palabras fondé en 1816 sobre las trenzas de la joven Menier con la cesta llena de tabletas de chocolate. Y recordó cómo, todas las tardes de verano, su abuela le preparaba una tartine au chocolat, una gruesa tableta de chocolate Menier extendido entre dos mitades de baguete con mantequilla.

– Lamorlaye, eso es cerca del Cháteau Menier, la familia que es famosa por el chocolate.

Zoe Tardou sorbió con la nariz y se sonó. Se sentó y se frotó los ojos rojos.

– ¿Así que usted contemplaba las estrellas por la noche?

– ¿Eh? -Zoe Tardou se puso a la defensiva-. El orfanato estaba pegando al observatorio…

Dejó de hablar, y se cubrió la boca con un pañuelo de papel. Como una niña pequeña a la que hubieran cogido mintiendo en la escuela.

– ¿Qué quiere decir?

– El campo está lleno de gente que esnifa pegamento -dijo elevando la voz, enfadada-. Volví el año pasado. Esos «jóvenes escoria» andan por ahí, tirados en las estaciones de tren esnifando pegamento.

¿Esnifando pegamento? ¿Y eso a qué venía?

– Perdone, pero… ¿regó usted los geranios ayer por la noche? -preguntó Aimée.

Madame Tardou se sobresaltó y tiró el pañuelo al suelo.

– ¿Y qué si lo hice?

– Pensamos que algunos hombres escaparon por los tejados y descendieron por la claraboya de su edificio. ¿Los vio usted mientras regaba sus plantas?

– Ya no está una segura en ningún sitio.

Aimée se detuvo un momento.

– Madame, ¿oyó usted disparos o vio a alguien? -preguntó.

La mujer negó con la cabeza.

– El mundo está lleno de oportunistas.

– Es cierto -dijo Aimée, intentando así contentar a la mujer antes de volver a sus preguntas-. Pero cuando usted regaba los geranios, ¿vio algún hombre en el andamio o en el tejado?

– Voy a llamar al cerrajero para que me instale más cerrojos y cadenas.

¿Tenía Zoe Tardou miedo de proporcionar información a Aimée por si las represalias? Parecía tener miedo de algo.

– Por favor, madame Tardou -dijo Aimée-. Asesinaron a un hombre. Necesitamos su ayuda en esta investigación. Cualquier cosa que me diga será confidencial.

Entonces se oyó el zumbido del timbre de la puerta.

– Deje que abra yo -dijo Aimée.

Antes de que la mujer pudiera protestar, abrió la puerta, aceptó el paquete que le ofrecían y regresó para encontrarse a Zoe acurrucada en una silla.

– Aquí está su medicación.

– Ya le he dicho todo lo que sé; regué mis geranios, pero no vi nada. No me encuentro bien.

– Madame Tardou, la información que usted proporcione puede ser importante -dijo Aimée-. Si no quiere cooperar conmigo, estoy segura de que los investigadores insistirán en tomarle declaración en la comisaría.

Era una amenaza; esperaba que funcionase.

Zoe Tardou se aferró a su camisón de franela, apretándolo fuertemente a su alrededor.