– ¿Por qué me pregunta a mí y no a esa pute de la calle?
Aimée no recordaba haber visto a una prostituta en la calle.
– ¿Qué pute?
– Esa que anda por la esquina. La vieja, siempre está en el portal. Pregúntele a ella.
– ¿Cómo es?
– Ya sabe, mucha bisutería. Ahora, si me perdona, tiene que marcharse.
Por lo menos tenía alguien a quién buscar.
Con pasos inciertos, Aimée volvió a recorrer el camino que había hecho con Sebastian. Sacó su barata Polaroid compacta e hizo fotografías de la alfombra del vestíbulo, la claraboya y la cerradura rota.
Afuera, en la estrecha rue André Antoine, los peatones se escabullían a toda prisa, con el tiempo justo para el trabajo o la escuela. Anduvo hasta la puerta del edificio de enfrente. Ni rastro de la prostituta. Descorazonada, intentó llamar a Conari.
– Monsieur Conari está fuera de la oficina -dijo su secretaria.
Le pasaron por la mente todas las razones por las que odiaba la investigación criminal. La mitad de las veces, los posibles testigos se encontraban fuera de la ciudad, en el médico o en la peluquería y seguirles el rastro llevaba días enteros. Las pistas se desvanecían, las pruebas se deterioraban.
Pero Laure necesitaba ayuda. Ahora.
– ¿Cuándo cree que estará de vuelta?
Aimée podía oír el ruido de teléfonos de fondo.
– Inténtelo de nuevo más tarde.
Aimée abrió la puerta de cristal mate de «Leduc Detective», echó a correr y cogió el teléfono al segundo timbrazo. Una luz grisácea intentaba abrirse paso a través de las contraventanas abiertas, formando un diseño en zigzag sobre el suelo de madera. Saludó a su socio con la cabeza. René tenía los cortos brazos llenos de papel que cargaba en la impresora.
– Allô?-contestó el teléfono a la vez que echaba mano del café.
– ¿Mademoiselle Leduc? Soy Maître Delambre, el abogado de Laure Rousseau -dijo una voz aguda de hombre.
Gracias a Dios. Pero parecía joven, como si todavía no le hubiera cambiado la voz.
– Estoy en medio de una sesión en el tribunal, así que iré al grano. Tenemos nuestras reservas por lo que respecta a su implicación en el caso de Laure Rousseau.
– ¿A quién se refiere con el «tenemos»? -dijo Aimée tomando aire-. Laure me pidió ayuda.
– La investigación de la policía ha sido exhaustiva -dijo él.
No solo parecía joven, sino que tenía que demostrar quién estaba al mando. Pulsó el botón de la cafetera, que emitió un gruñido al ponerse en funcionamiento.
– ¿Tan exhaustiva, Maître Delambre, que todavía no han interrogado a los vecinos del edificio de enfrente o han investigado una claraboya rota?
– Eso es responsabilidad de la unidad de investigación -dijo él-. Y usted, ¿cómo sabe todo eso?
– Como ya le he dicho, Laure me pidió ayuda -dijo ella. Era mejor explicarlo todo y tratar de trabajar con él, no aislarlo-. Somos amigas de la infancia; nuestros padres trabajaban juntos en la policía.
– Sus intenciones son admirables, seguro, pero su implicación no ayudará en nada y no se verá como otra cosa sino como una interferencia.
En otras palabras, retírese.
– Soy detective privado -dijo ella, imaginando que sería mejor no mencionarle que su campo era la seguridad informática-. Ese es mi trabajo. Ni siquiera parece interesarle que haya podido haber algún testigo ocular.
– Por supuesto, la policía interrogó a todos los que estaban en la zona -dijo él-. Estoy seguro de que son conscientes de la existencia de cualquier dato pertinente y lo mencionarán en su informe.
– Me gustaría ver ese informe y discutirlo con usted.
– Como ya le he dicho…
– Laure me contrató y es por su bien por lo que debemos trabajar juntos -dijo ella, adornando la verdad-. Pero, por supuesto, es su turno.
Humeante y espeso café amargo goteaba en la pequeña tacita a su lado.
– Y ¿qué quiere decir con eso, mademoiselle Leduc?
– ¿Preferiría que le contara lo que he averiguado a usted o directamente a la Proc?
Silencio.
– Lo discutiré con mi cliente -dijo él.
– Mire, yo me la encontré herida y conmocionada. Eso debería aparecer en el informe. Los bolsillos de Jacques estaban dados la vuelta, los habían registrado. Ya que los flics no revelan información a personas ajenas a la investigación, ¿podría enterarse de lo que dice el informe policial?
La única respuesta que obtuvo fue el ruido de papeles al moverse.
– Me gustaría ver a Laure.
Él tomó aire.
– No está claro que la permitan verla.
– Necesitaría obtener un pase y una carta suya, ¿verdad?
– Déjeme comprobarlo.
Sin comprometerse, evitando un simple no. Pero ella no lo dejaría estar.
– Le agradecería eso y poder ver el informe de los de la científica -dijo ella-incluyendo los hallazgos del laboratorio. Estoy preocupada por los restos de pólvora que dice Laure que encontraron en sus manos. Por supuesto, es un error.
– El horario de funcionamiento del laboratorio es de seis de la mañana a seis de la tarde -interrumpió él.
– Así que podría tenerlo para esta tarde -dijo ella-. Volveré a llamar más tarde.
Colgó y dejó caer dos terrones de azúcar moreno en el café negro. Una gota caliente le cayó en el dedo y la chupó. Tal y como había temido, a Laure le habían asignado un abogado como último recurso.
René trepó a la silla ortopédica hecha a medida para su altura de poco más de 1,20 m. Ella se fijó en su traje cruzado y su manicura recién hecha mientras mordía la parte superior azucarada del religieuse, un pastelillo parecido a una bomba de crema. Su forma tenía un origen antiguo, y se suponía que se parecía a una famosa diaconisa de un convento del siglo XV.
– ¿Quieres uno? -René empujó la caja de pastas hasta el otro extremo de la mesa.
¿Por qué no? ¿Qué importaba ya si cabía o no dentro de ese vestidito negro, un vintage de Schiaparelli que había descubierto en un rastrillo parroquial?
– Merci -dijo, mientras se acercaba a su lugar de trabajo e intercambiaba el expreso por un pastelillo relleno de café-. ¿Te acuerdas de mi amiga Laure?
René asintió; se habían conocido el año anterior.
– Tiene problemas.
– Eso he oído -dijo-. Lo nuestro es la seguridad informática, ¿recuerdas?
Señaló su escritorio, una pila de solicitudes de presupuestos al lado de su portátil.
– Ahí tienes algo con lo que mantenerte ocupada.
– Se lo debo, René -dijo ella-. Ha sido una trampa.
– ¿Estás segura de eso? -René revolvió el café negro, posando sus ojos verdes en la espuma color crema que rodeaba la tacita-. Supondría un estímulo que nos pagaran. Para variar, Aimée.
– No admito discusiones en esto -dijo ella.
¡Ojalá sus clientes pagaran a tiempo por la seguridad para sus ordenadores! Se apoyó en el borde de su escritorio. Se manchó las palmas de las manos con aceite de nuez para muebles, denso y pesado. ¡Otra vez había estado limpiando!
– No tiene ningún sentido que disparara a su compañero en un tejado, René.
– ¿Qué es lo que sabes? -René entrecerró los ojos.
Ella bebió a sorbitos su café y explicó lo que había pasado.
– Parece un accidente -dijo René-. Quizá Laure se tropezó en la nieve y se le disparó el arma.
– Las Manhurin están diseñadas para evitar eso -interrumpió ella-. Un dispositivo de seguridad evita que el percutor descienda accidentalmente. Imposible.
René se acariciaba la perilla.
– Asuntos Internos sacará la conclusión de que fue un accidente, ¿no crees?