La mirada de Laure vagaba sin rumbo.
– ¿Por qué?
¿Habría hecho la conmoción que perdiera la memoria?
– Tranquila, Laure -dijo-. No te preocupes. ¿Recuerdas lo que ocurrió?
Laure intentó poner un dedo sobre los labios, pero no pudo.
– Es… es un secreto.
Aimée sintió que la espalda se le tensaba.
– ¿Un secreto?
– Non. Se supone que no… -Laure intentó incorporarse sobre el codo, pero resbaló. Con un suspiro exhausto, se rindió y se echó hacia atrás, con el enredado pelo castaño extendido sobre la almohada-. No… el informe… no es correcto.
– ¿El informe de Jacques?
Laure parpadeó, movió la cabeza y luego hizo una mueca de dolor.
– Me pediste que te ayudara, ¿recuerdas? -dijo Aimée-. Si me ocultas cosas, no puedo ayudarte. Incluso aunque le prometieras guardar silencio, ahora puedes hablar. No vas a ayudarlo por guardártelo.
Nada podía ahora ayudar a Jacques. Aimée odiaba presionar a Laure mientras estaba desorientada, pero, con suerte, quizá mencionara un sonido, un detalle que pudiera identificar al atacante.
Aimée colocó un pequeño tiesto con violetas de invernadero junto a la jarra de agua que había sobre la mesilla. Dígaselo con flores: ¿no era eso lo que René había recomendado para Morbier?: «Mala suerte que no huelan».
– Violetas en invierno. Merci.
Cuando estaba de camino, Aimée había gastado una fortuna por comprar fuera de temporada en el Mercado de las Flores, detrás del Hôtel Dieu. Había preguntado a la florista de coloradas mejillas, una mujerona que llevaba puestos varios jerséis debajo de la bata, cómo sobrevivían las flores con tanto frío.
– ¡Pero esto les gusta a las flores, mademoiselle! -le había contestado.
Laure sonrió débilmente.
– Qué detalle. Siempre cuidándome.
– Laure, ¿qué es lo que recuerdas?
Una mueca de dolor cruzó el rostro de Laure. La fina cicatriz blanca que arrugaba su labio superior captaba la luz.
– Me estalla la cabeza. Es como si estuviera llena de algodón.
– Inténtalo, Laure, por favor. Intenta acordarte de cuando subías por el andamio y dime lo que oíste.
Laure apretó los puños, pero sus ojos se abrieron como si recordara algo.
– Tranquila, Laure -dijo Aimée mientras desplegaba sus dedos rígidos.
– Es tan duro… sí, Jacques me llamó. Gritando. Los hombres…
¿No había dicho Zoe Tardou que había oído voces de hombres?
– Dijiste que tenía una cita con un confidente.
Un nuevo brillo iluminó los ojos de Laure.
– Necesitaba que lo cubriera. Ahora me acuerdo, pero… me estalla la cabeza.
– ¿Viste a esos hombres?
Aimée se inclinó hacia adelante y se agarró a la barra de metal de la cama.
– ¡Te tendieron una trampa! ¿Cómo eran?
– Oí voces de hombres, no recuerdo más.
– ¿Sonaban enfadados?
Laure se frotó la cabeza.
– ¿No pueden darme nada para el dolor?
– ¿Como si estuvieran discutiendo? ¿Eran voces suaves o graves?
– No hablaban francés -dijo-. No los entendía.
Zoe Tardou había dicho lo mismo.
– ¿A qué te sonaba?
Laure cerró los ojos.
– Trata de pensar, Laure -dijo-. ¿En qué idioma hablaban?
– Solo me acuerdo del olor a sudor rancio, algo fugaz que llegaba del tejado -dijo con voz cada vez más inaudible-. Yo pensaba que era Jacques, y que seguro que tendría mucho miedo. Puede que… no sé… la forma en la que me llamó.
¿Un hombre aterrorizado porque un trato no había salido bien? ¿O había algo más?
– ¿Tenías miedo por Jacques? ¿Pensabas que podía necesitar ayuda? ¿Por qué entraste en el piso, Laure?
Las lágrimas surcaban sus pálidas mejillas.
– ¿Qué otra cosa podía hacer? Ni siquiera pude aprobar el examen… Jacques lo arregló todo para mí…
¿El examen de la policía, ese para el que Laure se había pasado noches estudiando?
– No te preocupes por eso -dijo Aimée secándole las lágrimas con un pañuelo y acariciándole el brazo.
Si Laure había sorprendido a los hombres con los que se iba a encontrar Jacques, quizá la atacaron, cogieron su pistola y la utilizaron para disparar a Jacques. Pero Aimée no sabía cómo explicar los restos de pólvora en las manos de Laure.
– Papá me hizo prometer… no contarte… -La voz de Laure se desvaneció en el aire.
– ¿No contarme? ¿Qué?
Georges había fallecido varios años antes. ¿Habría la conmoción hecho que volviera al pasado y reviviera recuerdos? Aimée se encontró invadida por un presentimiento.
– ¿Qué quieres decir, Laure?
Intentó evitar el tono exasperado que utilizaba con la joven Laure cuando se pegaba a Aimée como una lapa y la imitaba en todo.
Laure parpadeó.
– Ese montón de Carambar, ¿te acuerdas? No te lo dije. Los cogí de la portera.
Carambar, los caramelos que siempre habían encantado a Aimée.
– No quiso hacerlo, Aimée. Ninguno de los dos quisieron hacerlo -consiguió articular Laure, casi sin aliento.
Aimée sintió que toda ella se tensaba. La forma en la que hablaba Laure indicaba que en su mente había algo más que caramelos robados.
– ¿Quiénes no quisieron?
– Cuando llegamos de la escuela… el día que robé los Carambar… el sobre… encima de la mesa de la portera. ¿Te acuerdas de que yo solía imitarla?
Aimée se sintió alarmada por los pitidos agudos de uno de los monitores.
– Laure, no entiendo.
– Tu papá, el informe decía que tu papá… non, estoy tan confusa. Eso ocurrió mucho más tarde. Algún encubrimiento -dijo recostándose-, con Ludovic… demasiado cansada.
Aimée sintió que se le revolvía el estómago. Las palabras de Laure indicaban que su padre había estado implicado en algo turbio. ¿Un encubrimiento? ¿Con Ludovic?
– Mademoiselle, apártese, por favor.
Aimée sintió que unos brazos la quitaban de en medio y por el rabillo del ojo vio personal con bata blanca que pasaban corriendo por su lado.
– ¡Oxígeno! Controlen su tensión arterial -dijo un médico-. Tiene las pupilas muy dilatadas.
– Sesenta sobre cuarenta -dijo la enfermera.
– Parece que la presión intracraneal está aumentando…
Aimée anduvo tambaleándose hasta el lugar donde estaban las enfermeras. Se oyó el ruido de los ganchos que tintinearon cuando corrieron una cortina blanca alrededor de la cama de Aimée.
– Por favor, díganme que está ocurriendo.
– Complicaciones -dijo una seca enfermera al tiempo que cogía un gráfico.
Complicaciones. ¿Quería eso decir daños irreversibles?
– ¿Por qué ha empeorado su estado?
– Ahora solo se permite aquí personal médico. Tiene que salir.
– Pero mi amiga…
– Nos ocuparemos de ella, llame más tarde -dijo la enfermera de forma brusca e imperiosa mientras conducía a Aimée hacia el exterior.
Martes
Aimée se quedó mirando fijamente los montones de nieve llenos de suciedad que se estaban derritiendo en las riberas del Sena, torturada por la preocupación y la culpa. Había forzado a Laure, la había sometido a una situación crítica de estrés. Nunca se lo perdonaría si la presión generada por sus preguntas le causaba daños irreversibles.
En su mente daban vueltas las palabras inconexas de Laure. Una vieja historia, viejas noticias sobre la corrupción de su padre. Quería gritar. ¿No había demostrado que estaba limpio? Sin embargo, permanecía la sombra de una duda. ¿Sabía Laure algo sobre un encubrimiento, algo en lo que su padre hubiera estado metido? Ludovic… ¿sería Ludovic Jubert? ¿Ese que había mencionado el agente de la Interpol en Clichy en relación con la muerte de su padre en la place Vendôme? El grisáceo Sena, fluyendo en remolinos, no le proporcionó ninguna respuesta.