Tenía que olvidarse de eso por el momento, preocuparse por ello más tarde, tenía que concentrarse en la difícil situación de Laure. Tenía que ver por sí misma el informe del laboratorio; necesitaba más datos para continuar. Extrajo la lista que había copiado con los nombres de las personas que habían acudido a la fiesta y que la policía había interrogado. Esperaba que el hombre de la mochila que ella había visto se encontrara en ella.
De los veinte nombres, consiguió ponerse en contacto por teléfono con dieciocho. El primero, que se identificó como «trabajando en publicidad», contestó que le habían gustado los entremeses y la rubia que había conocido. Era todo lo que recordaba. Y fue de mal en peor. Una pareja comentó que con el ruido de la música no habían podido hablar demasiado con nadie más. Dos de las modelos indicaron que habían estado pegadas a sus móviles la mayoría del tiempo, confirmando sus compromisos del día siguiente.
El dueño de la empresa de catering, un tal monsieur Pívot, habló en favor de sus empleados. Sus trabajadores se habían matado a trabajar en el calor de la cocina y no habían tenido ni un descanso hasta que llegó la policía. Pívot estaba seguro de que, de otra manera, «habrían tenido problemas». El guitarrista del cuarteto de bossa nova confirmó que habían tocado hasta las 23.30, justo antes de que llegara la policía. Dejó mensajes para los otros dos con los que no había podido contactar y esperó que la llamaran.
Justo antes del mediodía, harta del teléfono, se cambió de ropa y se puso un traje pantalón de raya diplomática, el más cálido de su armario, se perfiló los ojos y se puso el abrigo por encima. Se había acordado de dónde había visto antes el nombre de Conari: en camiones por todo París.
Media hora más tarde estaba de pie en la Avenida Junot, en la dirección de la empresa de Conari en la zona lujosa de Montmartre en la cima de la cara noroeste de la colina. Entró en lo que era el estudio remodelado de un artista que albergaba varias empresas de arquitectura y construcción. Las oficinas de Conari ocupaban un piso completo; la empresa era próspera, a juzgar por el edificio y la zona en la que se encontraba.
– ¿No tiene usted cita? -dijo la recepcionista, con una sonrisa mecánica.
Tenía el pelo castaño corto y rizado y una buena dentadura. Tan buena que Aimée pensó que se había gastado en ella la última nómina.
– Lo siento, pero monsieur Conari anda muy justo de tiempo. Imposible.
Aimée se removió en sus botas de tacón, deseando haberse puesto las planas.
– Hubo un homicidio en el piso de enfrente de donde él daba una fiesta ayer por la noche. Tengo unas pocas preguntas que hacerle, puro trámite, por supuesto, no más de cinco minutos. Se lo garantizo. Es necesario para la investigación.
– Pero él está demasiado ocupado…
– Pregúntele, por favor. Ha cooperado tanto que odio interrumpirlo, pero le prometo que solo utilizaré cinco minutos de su tiempo.
La recepcionista dudó y descolgó el auricular.
– Monsieur Conari, hay una tal… -echó un vistazo a la tarjeta de Aimée y mostró su dentadura de nuevo- una tal mademoiselle Leduc de Leduc Detective que insiste en que necesita hablar con usted.
La recepcionista parpadeó.
– Por supuesto, mademoiselle, puede pasar. La segunda puerta a la izquierda.
Los tacones de Aimée se hundían en la alfombra del vestíbulo, cuyas paredes mostraban cuadros abstractos en blanco y negro. Llamó a la puerta.
– Entrez.
La recibieron ventanales hasta el techo, una pared de cristal que le ofrecía una vista panorámica de los tejados a sus pies. Lo que parecían haber sido diferentes huecos de una buhardilla se habían convertido en una amplia estancia con un techo de cristal como el de una catedral que se remontaba hacia las alturas.
Se fijó en un hombre de edad intermedia, con el pelo gris oscuro y las mangas enrolladas que estaba inclinado sobre una mesa de dibujo.
– ¿Monsieur Felix Conari? Soy Aimée Leduc -dijo-. Perdone que lo moleste.
– Por supuesto, no hay problema -dijo con voz preocupada-. Siéntese, por favor.
Indicó una silla baja de cuero rojo de la que parecía difícil levantarse.
– Non, merci, usted tiene trabajo e iré directamente al grano -dijo ella, mientras sacaba de su bolso la lista de invitados a la fiesta-. ¿Puede describir qué ocurrió en su fiesta ayer por la noche?
Felix Conari se frotó la barbilla.
– Tiens, déjeme pensar. El cuarteto estaba tocando, los invitados parecían estar entretenidos, los de la empresa de catering rellenaban el bar y las bandejas de entremeses, yo mismo me aseguré de que fuera así -dijo, en un tono práctico-. Verá, los invitados eran clientes importantes para mi empresa. Sí, eso es, y entonces vino el comisario.
– ¿Eso es todo lo que recuerda, monsieur Conari?
Él exhaló aire por la boca y se encogió de hombros.
– Oui, pero deje que llame a Yann. Estaba allí ayer.
Conari pulsó el botón de un intercomunicador que había sobre su escritorio. Ella se dio cuenta de que en su lista había un Yann Marant, uno de esos con los que no había podido hablar.
Un momento más tarde entró un hombre de treinta y tantos años que llevaba puesto un traje negro arrugado y zapatillas de deporte Adidas. Tenía pelo largo que se le rizaba detrás de las orejas.
– Mi amigo Yann Marant, ingeniero de software que trabaja para nosotros -lo presentó Conari-. Mademoiselle Leduc es detective y está investigando el incidente de ayer noche.
Aimée notó los callos delatores en el borde de la palma de Yann Marant. Analista de sistemas o programador, se imaginó.
Yann sonrió. Una sonrisa agradable.
– Siento molestarlo, monsieur Marant, pero tengo entendido que asistió usted a la fiesta de monsieur Conari -dijo Aimée.
Yann asintió.
– ¿Tenemos que identificar a un sospechoso en una ronda de identificación? ¿Por eso está usted aquí?
Veía demasiada televisión.
– No, todavía no -dijo Aimée.
– Quiero ayudar, pero… -Marant hizo un gesto negativo con la cabeza- pero ayer por la noche estaba preocupado.
– Ya conoce a estos ingenieros de software. -Felix sonrió mientras le daba una palmada en la espalda-. Códigos, números que dan vueltas en la mente todo el rato. Para mí es como un jeroglífico, pero yo hago que baje a tierra de vez en cuando.
Aimée se preguntó si Marant sería bueno. René y ella utilizaban los servicios de un analista de sistemas de vez en cuando. Necesitarían uno si los proyectos que tenían en perspectiva funcionaban, pero ya que Marant había sido contratado por un figurín de éxito como Conari, dudaba mucho que entrara en su presupuesto.
– El comisario no nos contó gran cosa -dijo Yann-. No tenemos ni idea de lo que pasó.
Se podía ver que estos hombres desprendían inteligencia. No eran de los que podría engañar con información para tontos.
– Esta es la forma normal de funcionar, monsieur. En este tipo de investigación, los agentes tienen que reunir toda la información posible sobre los hechos antes de plantear una hipótesis. Por eso estoy aquí, molestándolos -dijo y luego sonrió-. Monsieur Marant, trate de volver a ayer por la noche, justo antes de las 23.00. ¿Escuchó usted algún ruido fuerte o notó que ocurría algo afuera de la ventana?
Él se encogió de hombros.
– Estaba trabajando en el despacho de Felix. No tiene ventanas. Felix, entonces llegó tu invitado, el músico, ¿no? He perdido la noción del tiempo…
– Entiendo que la policía lo interrogaría -dijo Aimée-. ¿Su nombre?
Felix Conari se agarró fuertemente al borde oblicuo de la mesa.