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– René dijo que eras un romántico -dijo ella, sirviéndose del pichet de rosado que estaba sobre la mesa-. Y para darte las gracias.

– Si no te conociera -dijo él frunciendo el ceño-, te creería, Leduc.

– Pues cree que Laure está en el Hôtel Dieu en cuidados intensivos -dijo ella, mientras extendía la servilleta sobre el regazo.

Morbier hizo un gesto negativo con la cabeza.

¿Debería contarle el resto?

– Laure escuchó voces de hombre en el tejado -dijo-. Hablaban otro idioma.

– ¿La has interrogado, Leduc?

– Hay tan poco en lo que basarse que tenía que hacerle algunas preguntas -dijo ella-. Pero lo empeoré.

– Que te eches la culpa no va a hacer que ella se encuentre mejor. Es lo que hacemos todo el rato.

– Después de ver el dossier de la policía en el despacho de su abogado, nada parece ir demasiado bien tampoco.

Se sirvió otro vaso de rosado.

Morbier rozó el borde de su vaso con el de ella.

– À ta santé. Demostrar que es inocente es tarea de su abogado, Leduc, no tuya.

Llamó al dueño y señaló la pizarra con el menú del día escrito con tiza.

– Dos de esos, s'il vous plaît.

– Por supuesto, comisario -dijo el hombre mientras se dirigía a la cocina detrás de la pequeña puerta de doble hoja cuya mitad superior estaba abierta. Aimée podía oír el ruido de estar troceando algo y el siseo del aceite al freírse.

– Ya veo que eres cliente habitual.

Él sonrió levemente y las mejillas hundidas, y las bolsas bajo los ojos, hicieron que pareciera más cansado que nunca.

– No hay nada más que puedas hacer, Leduc -dijo a la vez que cogía la servilleta de papel enrollada y se sujetaba la esquina en el cuello de la camisa.

Aimée se inclinó hacia adelante.

– Morbier, ella no mató a su compañero. Los técnicos cometieron un error con respecto a los residuos de pólvora. ¡Ni siquiera está listo el informe del laboratorio!

– Eso le corresponde investigarlo a la policía.

– Mira qué puedes averiguar -dijo ella-. Avísame cuando presenten el informe.

– Ya sabes que no tengo acceso a esas investigaciones.

¿Seguro que no?

Ella bajó la vista e hizo acopio de todo el coraje posible.

– En el hospital, Laure dijo algunas frases inconexas, estaba obsesionada con el pasado. Mencionó un informe sobre papá, algo que sugería un encubrimiento.

Morbier se atragantó con el vino. Se limpió la boca con la servilleta.

– ¿Sabes algo de eso, Morbier?

– Vive el presente, Leduc.

Pero en el breve momento de descuido que vio en el rostro de Morbier ella presintió que sabía algo.

– ¿Tiene algo que ver con la época en la que papá y Georges eran compañeros?

– ¿El padre de Laure?

Ella asintió, tomó un trozo de pan de la cesta, retiró la corteza y lo masticó.

– Tú fuiste el primer compañero de papá, ¿verdad? ¿Qué puedes decirme de Georges?

– No lo sé.

– ¿Te falla la memoria, Morbier?

Ella se inclinó hacia adelante y retiró las migas.

– La memoria y todo lo demás. Mi jubilación está a la vuelta de la esquina.

Para ser un hombre que se estaba acercando a la jubilación, tenía mucho trabajo, en la comisaría y también en la Brigada Criminal a tiempo parcial. Nunca le había confiado nada sobre sus tareas.

– Ya sabes cómo Laure ponía a su padre en un pedestal. Ayúdame a entender lo que quiso decir cuando hablaba de un informe, algún encubrimiento que implicaba a mi padre. Hay algún secreto que la preocupa.

El dueño posó sobre la mesa dos platos de ensalada del pescador: patatas con pescado blanco y unas rodajas de saucisson sec que ella le había visto descolgar del gancho sobre el mostrador.

– Eso fue en el pasado. Déjalo estar.

Había algo.

Él corto el salchichón en trozos pequeños con un cuchillo.

– Mmmm… La madre del dueño los cura ella misma -dijo.

– Cuéntamelo, Morbier.

Él suspiró.

– No hay ningún secreto. Todos nos graduamos a la vez de la Academia. Eso ya lo sabes.

Pegó un mordisco y lo regó con rosado.

– Luego, lo mismo que ahora, trabajamos en grupos de cuatro, dos parejas. Pateábamos juntos las calles…

– Tú, Georges, papá y ¿quién más? -interrumpió ella.

Morbier dejó su cuchillo sobre la mesa, se frotó el pulgar con un dedo y miró a Aimée con una expresión indescifrable en su rostro.

Ella jugó su carta.

– ¿Era ese hombre, Ludovic Jubert? Hace unos pocos meses, un agente de la Interpol me dijo que Jubert conocía la vigilancia que llevamos a cabo en la place Vendôme. Si es así, quiero hablar con él.

Él rascó una cerilla de madera contra la pata de la mesa y encendió un Montecristo. Aspiró varias caladas profundas y se echó hacia atrás en la silla, en silencio.

– ¿Dónde está Jubert? -preguntó ella.

– ¿Cómo quieres que lo sepa?

– Pero puedes averiguarlo.

El dueño estaba de pie al lado de la mesa y preguntó:

– ¿No está bueno el salchichón?

– Ya no tengo hambre, Philippe -dijo Morbier-. Tráenos un café solo y la cuenta, por favor.

No dejaría que Morbier se marchara tan fácilmente. Velos de humo acre se elevaban de su cigarro. Ella trató de no inhalarlos. Ayer había tirado el paquete de Gauloises que había estado escondiendo para que no lo viera Guy.

– ¿Lo encontrarás para mí?

Ella bebió otro sorbo de vino, pensando.

– Cuando papá y tú trabajasteis juntos en el Marais, ¿dónde estaba Georges?

– Lo ascendieron.

– ¿Y Jubert?

Silencio.

– Lo más probable es que ahora esté jubilado.

– ¿Jubilado? Entonces… ¿qué quiso decir Laure?

Tomó aire.

– Ella está herida, ¿no es así? Dice tonterías. Escucha, te lo diré otra vez: yo vivo aquí y ahora. Lo mismo tendrías que hacer tú.

Apagó su cigarro.

– Y un consejo más.

Morbier era bueno en eso.

– Deja que el abogado de Laure se encargue del asunto. No pisotees la investigación. No les gusta.

– ¿Cómo puedo encontrar a Ludovic Jubert? -repitió Aimée.

Morbier se levantó y cogió su bufanda y su abrigo del perchero. Tomó la taza de café, bebió de ella y tiró unos francos sobre el mantel.

– ¿Has probado en la guía telefónica?

Dio un paso hacia la puerta.

Ella alcanzó su mano y asió sus gruesos dedos de rugosas uñas sucias de nicotina. Él trató de soltarse, pero ella le sujetaba fuertemente.

– Morbier, hay un dicho que dice que para continuar un viaje tienes que dejar descansar a los fantasmas.

Los ojos de Morbier mostraron una mirada lejana.

– Eso es un trago difícil de pasar, Leduc -dijo él, en voz tan baja que ella casi no lo entendió-. Se puede pasar toda una vida intentándolo.

Se enrolló la bufanda alrededor del cuello y se marchó. Al cerrarse la puerta de un portazo, la golpeó una bocanada de aire frío. El periódico que tenía Morbier se había caído al suelo. Ella lo recogió y le echó un vistazo mientras sacaba su billetero. Le llamó la atención la peculiar caligrafía oblicua de Morbier. Leyó: «El informe sobre la investigación de las armas corsas que hace seis años encontró nexos de unión con la préfecture de París ha vuelto a salir a la luz. El portavoz del ministerio ha declinado hacer declaraciones». Él había escrito las letras «JC» al lado del artículo, en el margen, y lo había subrayado con fuerza.

– Estos días está así -dijo el dueño mientras le entregaba el cambio y se ataba el delantal alrededor de la cintura. Dedicó a Aimée una mirada llena de intención-. Debería intentar hacerlo feliz, mademoiselle.