JC… Jean-Claude… ¿Jean-Claude Leduc, su padre? ¿O estaba ella yendo demasiado lejos a partir de los garabatos de Morbier? Hace seis años, su padre gestionaba Leduc Detective mientras ella estudiaba primero de Medicina y lo ayudaba ocasionalmente. Entonces, un fin de semana, durante una vigilancia en la place Vendôme, hubo una explosión y su padre había muerto. Todavía no sabía quién fue el culpable, pero tenía que seguir intentando averiguar quién fue responsable, incluso aunque, como decía Morbier, dejar descansar a los fantasmas fuera algo difícil de hacer. Dobló el periódico y lo metió en su bolso.
Cogió el autobús en el boulevard Magenta e intentó llamar dos veces al Hôtel Dieu desde su móvil para preguntar por el estado de Laure. Las dos veces respondió un contestador automático. Frustrada, solo pudo dejar su nombre.
Desde la ventanilla del autobús vio las furgonetas de San Vicente de Paúl aparcadas donde estaban preparando el comedor de beneficencia cerca de la gare de l'Est. Ya se estaba formando una cola de hombres para la ración de la tarde.
Ella había tenido suerte porque en su mesa nunca había faltado la comida. Se imaginaba que para su padre no había sido fácil. Recordó su excitación y el asombro en los ojos de Laure mientras sus padres hacían crepes para ellas en La Chandeleur, la fiesta de la Candelaria del día dos de febrero. El próximo fin de semana. Había seguido la tradición de dar la vuelta a los crepes con una moneda a mano para que los deseos se convirtieran en realidad. Había deseado que su madre volviera. Georges había sido el único que había dado la vuelta a la crepe sin romperla.
En el autobús viajaba un señor mayor con su perro en una cesta, un adolescente con auriculares que movía la cabeza al ritmo de la música, una mujer con un echarpe de seda que leía a Balzac y estaba sentada hombro con hombro con una madre con el pelo peinado en trencitas al estilo africano cuyo abrigo cubría un brillante y florido boubou y que tenía un cochecito de niño a su lado. Los rostros de Montmartre del otro lado de la colina, lejos de los turistas y del Sacré Coeur, donde los apartamentos de un precio asequible colindaban con el quartier africano Goutte d'Or.
Sus pensamientos se volvieron hacia la ex mujer de Jacques, Nathalie. Le aterrorizaba una entrevista con la mujer que ya había denunciado a Laure, pero era todo lo que tenía para poder continuar.
Aimée estaba de pie frente a la dirección del trabajo de Nathalie Gagnard, rue de Douai 22, una mansión del Segundo Imperio. El edificio se alzaba en la esquina de la rue Duperré, una calle de edificios de piedra blanca con contraventanas y balcones rodeados por verjas de hierro negro. Una calle de dirección única, a lo largo de la cual había aparcadas motos escúter y un coche con el letrero de auto-école en la parte superior. Al otro lado de la calle, en el escaparate de una cafetería cercana, una torpe figura sobrante de San Nicolás todavía acarreaba regalos. Una tienda de telefonía móvil y varias inmobiliarias indicaban que esta era una zona acomodada del barrio a los pies de Pigalle.
Aimée rodeó un agujero abierto en la acera, protegido por una red de plástico naranja y que revelaba el sedimento rocoso. Le trajo a la mente las rapsodias de su profesor de geología cuando describía los matices del aroma a esquisto, yeso y piedra que formaban diferentes capas bajo las calles. Para Aimée, fuera caliza o esquisto, todo olía igual. Les había contado que este quartier fue construido sobre los restos de un antiguo cementerio de leprosos. Ponía en duda si a los residentes les gustaría saber lo que se pudría bajo sus pies.
Pancartas de tela que se agitaban con el viento a lo largo de la fachada del edificio anunciaban espaces, locales disponibles para la celebración de eventos. Entró en el vestíbulo, al que se llegaba por una escalinata de mármol bajo una celosía de madera que ocultaba focos empotrados. Tenía que encontrar la manera de hacer hablar a Nathalie.
Las sillas doradas estaban dadas la vuelta sobre las mesas en el salón de techos altos. Aimée casi se tropezó con un camarero que estaba sentado en el suelo de parqué, con los ojos cerrados y frotándose los pies con los calcetines puestos. Cuando se acercaba al mostrador de recepción, vio a una mujer de rostro demacrado, de treinta y tantos años, con pelo moreno ralo y aretes de oro. Vestía una blusa blanca, falda negra y cómodos tacones bajos y estaba apilando folletos sobre la barra de zinc.
– Bonjour, organizamos recepciones privadas, bodas… -La mujer sonrió, tosió y se tapó la boca. Tenía la voz grave y rasgada, la voz de una fumadora-. Aquí tiene un folleto. ¿Está interesada en organizar un evento?
Aimée devolvió la sonrisa y sacó una tarjeta.
– Quisiera hablar con Nathalie Gagnard -dijo antes de que la mujer pudiera lanzarse a su discurso promocional.
La mujer entrecerró los ojos, a la vez que asimilaba el traje de raya diplomática, las botas de punta y la mochila de piel.
– ¿Sobre qué?
Su encanto se evaporó.
– Un asunto policial. ¿Trabaja…?
– ¿Está usted investigando el asesinato de mi ex marido? -La mujer apretó la tarjeta de Aimée con más fuerza.
Aimée tomó aire, determinada a intentar llegar a ella con tacto, una habilidad que René siempre decía que necesitaba practicar.
– Así que ¿es usted madame Gagnard? -dijo Aimée-. Por favor, concédame unos minutos para aclarar algunos puntos de la investigación.
– Ya era hora.
Nathalie Gagnard miró su reloj. Puso derechos los folletos.
– He acabado. Siéntese ahí -dijo con voz cortante, mientras señalaba una sala más pequeña con las paredes cubiertas por una boiserie de madera tallada.
Aimée oyó que Nathalie daba instrucciones al camarero sobre las copas de vino. Los querubines esculpidos y el friso bajo el mural del techo la envolvieron en una mezcla ecléctica. Cariátides esculpidas en piedra sostenían el techo; paneles dorados y vidrieras enmarcaban el salón exterior. Era un popurrí del siglo XIX.
El grueso y caro folleto proclamaba que Bizet había compuesto aquí su ópera Carmen y que su mujer celebraba recepciones frecuentadas por Proust y Henri de Toulouse-Lautrec, que vivía al otro lado de la calle. Posteriormente, la mansión se había convertido en una cantina bouillon para la clase trabajadora; más tarde aún en un burdel, hasta que los ilegalizaron y, más recientemente, en una oficina de correos.
– Ya ha acorralado a esa zorra, ¿no? -dijo Nathalie mientras se sentaba, sacaba un cigarrillo de filtro dorado y encendía la llama de un mechero de plástico.
Más que hostil, parecía que buscara venganza.
Nathalie pegó una profunda calada, luego exhaló una nube de humo y se inclinó hacia delante en la silla.
– Se lo juro, fue detrás de Jacques como una gata en celo en cuanto él se mostró amable con ella. ¿Se lo imagina? Jacques daría hasta su propia camiseta con tal de ayudar a alguien.
Aimée se preguntó si también lo haría si la camiseta no era la suya. Por lo que había podido entender, Jacques sería capaz de hacer una tortilla sin huevos, un auténtico débrouillard: lo que algunos llamaban un marrullero.
– Creo que no la entiendo.
– Esa del labio leporino, la llorica -dijo Nathalie al tiempo que golpeaba la ceniza en un cenicero de porcelana blanca.
Y cruel, también. Pero por mucho que le gustaría abofetear a la mujer, no serviría de nada.
– ¿Se refiere usted a Laure Rousseau? -dijo, dispuesta a mantener sus sentimientos bajo control e investigar en detalle la vida de Jacques.