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– Perdone, señora, ¿puedo hablar con Zette?

– Eh, no está abierto.

– ¿Está Zette?

La mujer suspiró y apagó la aspiradora. En una esquina borboteaba una fuente de piedra artificial y hongos de color verde crecían en el borde del recipiente en forma de concha. En otra esquina parpadeaban las luces rojas y azules de varias máquinas tragaperras, de esas que ahora funcionaban por ordenador. Los resultados de las carreras de caballos atronaban desde una radio que se oía en la parte de atrás.

– ¿Quién lo busca? -preguntó la mujer, con la mano en la cadera.

Aimée sonrió.

– Me envía un amigo de Jacques.

– ¿Otra vez ese asunto?

Aimée se preguntó si la policía también había estado aquí.

– Necesito hablar con él.

– ¡Zette! -gritó la mujer.

No hubo respuesta. Solo la voz exaltada que anunciaba los ganadores de las carreras:

«¡Fleur-de-Lys por una cabeza, Tricolor segundo por muy poco y Sarabande llega el tercero!».

Aimée pudo oír el tintineo de un vaso y a alguien que dejaba papeles sobre una mesa.

– ¡Zette!

– ¡Déjame en paz, mujer!

– Alguien quiere verte -dijo la mujer.

Aimée pudo escuchar un «Merde!» en voz baja.

Un hombre de pelo gris que se estaba quedando calvo curioseó desde la puerta en la parte de atrás de la pequeña barra. Tenía varios dientes de oro, la nariz ganchuda y una cicatriz blanca que le partía la ceja derecha y le daba una apariencia inquisitorial permanente.

– ¿Va a hacerme feliz hablar con usted, mademoiselle?

– Qué tal algo de beber y lo averiguaremos.

– Aaah, ¡cuántas posibilidades! -Se rascó el cuello, le echó una mirada y elevó la otra ceja-. Pero puedo oler a un flic de lejos -dijo con una amplia sonrisa-. Diga a su jefe que me llame. Trataré con el comisario. Muéstreme un poco de respeto, mademoiselle.

¿Respeto? ¿Quién se ganaba el respeto así? La mujer, con una expresión de aburrimiento en la cara, arrastró la aspiradora a la parte de atrás.

– No soy una flic, pero mi padre sí.

– ¿De veras? ¿Dónde?

– En la comisaría del cuarto arrondisement [2] antes de unirse a mi abuelo en la agencia de detectives que ahora llevo yo.

– ¡Ah! ¿Así que conoce a Ouvrier?

La estaba probando.

– Fui a su despedida ayer por la noche, a la vuelta de la esquina.

– Yo también -dijo-. No la vi allí.

– De un extremo a otro -dijo Aimée, acercándose a la barra-. Nunca lo había visto sin uniforme, pero estaba elegante con el traje de raya diplomática, ¿eh?

– Y que lo diga -repuso él-. Me marché temprano, tenía que encargarme del bar. Conociendo a Ouvrier, la próxima vez que lo lleve será en su funeral.

Una pausa. Por su silencio, se figuró que Zette no sabía lo que le había ocurrido a Jacques.

– Mademoiselle, creo que no he oído su nombre, o el de su padre -dijo Zette.

No solo era cuidadoso y astuto, sino que también la había hecho saber que tenía buenos contactos en la comisaría. Era lo normal en un dueño de club listo, pero a ella le preocupaba.

– Jean Claude Leduc -dijo-. Aimée Leduc. Aquí tiene mi tarjeta.

La posó sobre el mostrador húmedo con las marcas de los vasos.

Él dio la vuelta a la tarjeta en sus manos.

– ¿Una mujer detective privado?

Ella asintió.

– Seguridad informática.

¿Habría conocido a su padre?

– ¿Le suena el nombre de Leduc?

– Conozco a mucha gente, así que dígame de qué quiere que hablemos.

Aimée se dio cuenta de que había pasado la prueba, puso veinte francos en el mostrador que no estaba demasiado limpio y sonrió.

– Apuesto a que tiene usted sed.

El vino haría el baile con Zette más fácil de digerir. O, por lo menos, eso esperaba.

– Tengo un vino tinto corso que resucita a un muerto. -Alcanzó una botella sin etiquetar y dos copas de vino y los puso delante de ella-. Nunca es demasiado pronto para mí.

Ella percibió su pedazo de cuerpo, tirando a gordo, pero los bíceps se le marcaban bajo la ajustada camiseta de fútbol. Seguro que se entrenaba. Un viejo boxeador profesional con las cicatrices que lo demostraban.

– Ya no me visitan mucho las jóvenes -dijo mientras servía el líquido granate.

¿Eran esos los intentos de Zette por mostrar su encanto? Bebió un sorbo. Denso, afrutado y suave al tragarlo. No era malo.

De la pared del bar colgaba enmarcada la sección de deportes de un periódico con el titular: «¡K. O. de Zette a Terrance, el marroquí loco!».

– Así que ¿es usted ese Zette? Mi padre iba a sus combates en el Hipódromo.

Ella estaba enmascarando la verdad. Una vez él había ganado invitaciones para un campeonato en la comisaría. Un viejo boxeador venido a menos quizás apreciara la adulación.

Zette se encogió de hombros, como si estuviera acostumbrado a esos comentarios.

– El boxeo le ha permitido vivir bien, ¿verdad?

– Todo esto. -Bebió un trago largo y abarcó el bar con un gesto.

– Y un servicio de seguridad vip con Jacques Gagnard, ¿no?

– No se trata de eso -dijo Zette sin mover un músculo y apuró su vaso, se sirvió otro y rellenó el de ella. Ella pegó otro trago.

– ¿Cómo es eso, Zette? -dijo-. Usted trabajaba con Jacques, ¿no es así?

– Así que eso es de lo que quiere hablar -replicó él, mirándola fijamente-. Le ha ocurrido algo, ¿verdad?

Ella dudó antes de darle la mala noticia.

– Lo siento.

– ¿Que lo siente? ¿Qué quiere decir?

Ella hizo una pausa y rodeó el borde de la copa con su dedo índice.

– Le dispararon y lo mataron en un tejado. En la calle de al lado.

Zette cerró los puños con fuerza. Movió la cabeza.

– ¡Pero yo lo vi ayer por la noche! Nom de Dieu, estaba en el bar, le invité a tomar algo, estuvimos hablando…

– Todos lo hicimos. Todos estamos impresionados. Además, estaba fuera de servicio cuando ocurrió.

El rostro de Zette se nubló con una expresión de tristeza y se sirvió más vino. ¿Había algo más detrás de esa expresión?

– Por Jacques, un buen tipo.

Levantaron sus copas.

– ¿Quién lo encontró?

– Ese es el asunto, Zette: yo.

Zette se santiguó con sus manos de fuertes nudillos.

– Todavía no me lo puedo creer.

– ¿Se acuerda de qué habló Jacques? -preguntó Aimée-. ¿Estaba nervioso, actuó de alguna forma diferente a la habitual?

Zette se frotó la mandíbula.

– ¿Cómo ha sabido mi nombre?

Ella controló su frustración.

– Nathalie, su ex mujer, dijo que trabajaba para usted.

– ¿Trabajar? Más bien me hacía un favor de vez en cuando. A mis vips les gusta estar protegidos.

¿Quiénes eran los famosos que consideraban el Club Chevalier su guarida?

– Y por vips se refiere a…

– Tino Rossi se sentó en ese taburete en el que está usted -dijo con una expresión orgullosa en la jeta.

¿Tino Rossi? ¿El cantante corso famoso entre los que tenían más de sesenta años? Ella intentó parecer impresionada.