– Eso sería antes de Jacques, ¿verdad?
– A mis clientes les gusta pasar desapercibidos, quieren discreción -dijo-. Les gusta saborear Montmartre sin sus matones y ser escoltado por alguien de la zona.
¿Un servicio de escolta? Miró a su alrededor y vio las ajadas postales de Ajaccio sobre el sucio espejo. ¡Claro! Era un bar corso. ¿Cómo no se había dado cuenta? En lugar de proteger a los hombres de negocios de provincias cuando iban a las casas de putas, ¿no podía Jacques haber protegido a líderes de bandas corsas que buscaban protección sin sus «matones»?
– Ya entiendo. ¿Es usted corso, Zette?
Él mostró sus dientes de oro.
– Hubo un tiempo en el que dominábamos el quartier. La época dorada. A Pepé le Grand lo liquidaron justo enfrente de mi local, y Ange Testo tenía la gran brasserie de la place Pigalle. Durante la guerra fue una wehrmachet speiselokal, una cantina para los soldados alemanes. Los baños estaban hechos una porquería, llenos de grafitis con esvásticas, algo que es mejor no saber. Al final Ange lo empapeló por encima. -Se encogió de hombros-. Nosotros los corsos teníamos un código de honor, todavía lo tenemos. Pero ahora solo quedo yo.
Ella asintió y bebió el vino. ¿Un código de honor? Más bien un código de silencio. Si hablabas una vez no volvías a hacerlo.
Ella podía hacerse una idea de los días de la posguerra, con los zazous que llevaban grandes trajes zoot [3] y exhibían su dinero, los clubes de jazz y bares de estriptis, cuando el Moulin Rouge era un local con clase.
– Zette, cuénteme algo sobre el último trabajo que hizo Jacques para usted.
– Como ya le he dicho, me hacía favores de vez en cuando.
– Bon. ¿Qué favor le hizo?
– Ya se lo he dicho, labores de escolta.
Era difícil hacer que un corso hablara.
Entró un joven de espaldas anchas que llevaba puesta una chaqueta de piel, gorro de lana calado sobre la frente y que hacía sonar lo que parecían monedas en el bolsillo. Zette levantó la mirada. En lugar de decirle que el bar estaba cerrado, tal y como suponía Aimée, hizo un gesto con la cabeza al joven, que se había acercado hasta una de las máquinas tragaperras. Si no se hubiera estado fijando en Zette en el espejo de detrás, se habría perdido lo que ocurrió después. El chasquido de su muñeca bajo el mostrador, el ruidito como de un suave aleteo y el brillo de la luz roja de la máquina tragaperras se reflejaron en el espejo.
¡Y entonces lo supo! ¡Era una máquina trucada, regulada por un interruptor bajo el mostrador! Hubo un tiempo en el que los bares de Pigalle y Montmartre fueron notorios por eso. Situada entre las tragaperras legales, una, parecida a las demás, estaba amañada. Dentro de ella había un dispositivo, una especialidad siciliana. El dueño llevaba la cuenta de las ganancias y las pérdidas, y o pagaba o se embolsaba dinero. Si el jugador no pagaba las cuentas pendientes, nunca volvía a jugar en las máquinas de Montmartre o de ningún otro lugar.
– Mire, mademoiselle, tengo trabajo. Es la hora de abrir. Hace meses que Jacques, que en paz descanse, no me había hecho ningún favor.
Quería que se marchara para poder continuar con su máquina trucada sin ser visto.
Ella lo miró, con una mirada en la que decía que lo entendía todo.
– Pero quiero encontrar al asesino de Jacques. Si es usted su amigo, querrá ayudarme.
– Mademoiselle, limítese a sus propios asuntos.
Ella se sintió molesta por el desprecio.
– No me interesa su negocio, las máquinas amañadas.
Echó una mirada intencionada a las manos que descansaban sobre el mostrador sucio con marcas de los vasos. Una mirada que decía que ahora ella podía tener alguna influencia sobre él. ¿O lo protegía la policía tal y como había parecido querer decir? ¿Lo dejaban funcionar a cambio de información? ¿Era un informante? Vaya un lío. Pero a ella no le importaba. Tenía que haber algo bajo lo que parecía. Y quizá había hecho que mataran a Jacques y que eso salpicara a Laure.
Tuvo una intuición.
– Jacques debía dinero, ¿verdad? A usted, y tenía que trabajar para pagárselo. Con favores a sus clientes.
– No sé de qué me está hablando -dijo Zette. Tomó la botella de vino, la colocó de nuevo sobre la balda, puso las copas en el fregadero y cogió un trapo.
– Creo que sí -repuso ella. Hizo una pausa. El tintineo de la tragaperras llenaba el bar vacío. Filas de cerezas y plátanos giraban a toda velocidad detrás del hombro del joven-. Y también quién podía querer verlo muerto.
– Eso es un salto de gigante -dijo Zette sin alterarse. Como si no fuera con él-. Y yo que pensaba que quería ser agradable, invitándome a una copa.
Él tenía que estar protegido. Bien protegido. Puede que saldara cuentas con la comisaría por sus máquinas trucadas. Se le ocurrió algo nuevo: ¿habría estado sobornando a Jacques?
– Ayúdeme, Zette -dijo ella, conciliadora-. ¿Por qué cree que han matado a Jacques?
– No tengo ni idea.
Pasó el trapo por el mostrador, frotando las marcas de agua y convirtiéndolas en manchas borrosas sobre la superficie de zinc. Ella se quedó con las ganas de decirle que utilizara algún producto limpiador.
En lugar de ello, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la barra.
– Montmartre es su territorio. No me diga que no se le cruza por la mente el por qué alguien haya querido liquidar a Jacques. ¿No era este también su terreno?
Entraron varios hombres. Algunos llevaban cortavientos o ropa de deporte. Oscuros, con los ojos hundidos, el tipo de hombres que pululaban por la estación de metro de Pigalle haciendo chapuzas, ayudando en las mudanzas o descargando camiones. Nada legal, pero mejor que mendigar. Algunos también lo hacían. Le sobrevino una sensación de pesimismo cuando se dio cuenta de que todo lo que ganaban acababa en las máquinas de Zette.
Vio fastidio en los ojos de Zette. Bien. Si lo importunaba lo suficiente, le daría algo con lo que pudiera marcharse.
Puso su bolso sobre el mostrador con cuidado para evitar lo que estaba mojado y para mostrar a Zette que no se iba a mover hasta que hablara.
– ¿Quién puede haberlo matado, Zette?
Ella notaba que a él no le gustaba eso. En silencio, echó un vistazo al reloj y luego miró a través de la ventana empañada.
– Tengo tiempo para tener una larga conversación -dijo ella-. Puedo esperar.
Zette se inclinó hacia delante.
– ¿Ha oído hablar de la vendetta? -dijo bajando la voz.
Aimée asintió, sorprendida.
– ¿La vendetta? -repitió en voz alta.
Zette se sintió molesto y ella sintió los ojos de los hombres sobre ella.
– Jacques no era corso…
– Su madre, sí. Por eso lo ayudé. Ahora, si no le importa, mademoiselle, la acompaño a la puerta.
En la ventosa place Pigalle, miró la fuente seca. Todas las fuentes, salvo la de Saint Suplice y la de Luxembourg, se dejaban sin agua en invierno para impedir que se congelaran. ¿El juego, una venganza? Sabía que gran parte de las fuerzas policiales eran de Córcega. Aún entre tinieblas, pero con nuevas preguntas, llegó al metro.
Martes por la tarde
Lucien se detuvo al lado de la cocina industrial. Salía vapor de las cacerolas de cobre y la llama azul rozaba los bordes ennegrecidos. Pasó por encima de los sacos de patatas rojas y cajas de cartón medio llenas de zanahorias a los lados de la cocina en forma de claqueta de Strago. En la pared colgaba una fotografía de Lenin con gesto severo y carteles de los años treinta del Teatro Estatal de Moscú con sus audaces diseños geométricos constructivistas.