Anna llevaba años al frente de este restaurante comunista corso y le dejaba dormir en la trastienda en las épocas difíciles, como últimamente. Le leía manifiestos mientras freía cebollas o curaba jamón prisuttu.
– Lucien, unos tipos han estado metiendo las narices por aquí. -Anna, fuerte y de pelo cano, revolvía la cazuela de ziminu, el bien condimentado guiso de pescado, mientras hablaba-. Menos mal que había mandado a Bruno al mercado de al lado a por berenjenas.
Lucien apretó el puño dentro del bolsillo. Posó los ojos en la cerera, el instrumento de dieciséis cuerdas parecido a un laúd que estaba dentro de su funda abierta al lado de la mezcladora de sonido que había preparado para su trabajo de discjockey de más tarde. ¿Tendría que cogerla y echar a correr, y dejar la ropa que tenía guardada en la despensa?
– ¿Buscaban a alguien en particular? -preguntó.
– Tú dirás -dijo Anna mientras probaba algo con una cuchara de madera. Cogió un puñado de ajo picado y lo echó a la cazuela.
Tranquilo, tenía que tranquilizarse, no reaccionar de forma desproporcionada.
– Una detective preguntó por ti al de la frutería -dijo Anna-. ¡Esos lacayos capitalistas siempre acosando a los que protestan!
Los flics, ¡y ahora una detective!
– ¿Qué quieres decir? ¿Quién me está buscando?
– Quédate en otro sitio durante unos días -repuso Anna, haciendo una mueca de desaprobación con la boca torcida-. No quiero saber dónde, no quiero saber nada de eso. A mi edad, ya tengo toda la emoción que necesito.
Hacía una tarde gélida y Lucien contaba con haber servido las mesas y ganar algunas propinas y un plato de guiso caliente.
– ¿Unos tipos? ¿Quiénes?
Ana sirvió con el cazo un abundante plato de guiso de pescado y se lo acercó.
– Parecían matones a sueldo. Zut alors, no quiero saber en qué estás metido.
– Merci, música, eso es lo que hago -dijo él, pasando la mano sobre la gastada funda de la cetera.
– Por lo que a mí respecta, te importa tanto la política como a una hormiga -dijo-. Pero no pierdo la esperanza de que un día Córcega sea libre y gobernada por verdaderos socialistas. Una sociedad igualitaria. No más feudos medievales, sino un sistema agrario que funcione.
A su pueblo, un pueblo orgulloso, le impulsaba un amor incondicional a su tierra y un deseo obstinado de vivir como lo habían hecho desde tiempos inmemoriales. Los genoveses y los franceses habían erigido columnas y torres y pensaban que gobernaban la isla. Pero la verdadera Córcega, antes igual que ahora, estaba gobernada por clanes familiares, unidos por lazos tribales y por favores debidos y pagados. Eso no había cambiado.
Anna llevaba demasiado tiempo fuera de Córcega. Le gustaba olvidarse del clannisme inamovible que no concordaba con su socialismo. Sin embargo, y aún cuando apreciaba su ayuda, él no podía mencionarle esto. Las palabras no eran su punto fuerte. Cuando tocaba música, sus dedos encontraban la forma de expresar sus pensamientos, adornando los sonidos con jazz y fundiéndolos en armónica polifonía. Pulsando las cuerdas de su cetera podía dar a las antiguas canciones de la cosecha un ritmo electrónico. Que Felix le llame música universal o lo que quiera. Él ponía voz al aire impregnado de aroma a romero que se cernía sobre la piedra caliza caliente por el sol, a la campana de una capilla que resonaba con el eco de las montañas de granito. Ponía música a la poesía de lo cotidiano: a una mujer barriendo, la alegría de los días de fiesta, la dura labor en la tierra reseca, un código de honor a pesar de los años de opresión y ahora esta nueva invasión de los promotores inmobiliarios que destripaban el terreno.
Eso lo decía su música; él no podía. Lucien comió la última cucharada de guiso y se abrochó el abrigo de cuero.
– Si llama Felix Conari…
– No te he visto -contestó Anna.
– Non, Anna, me ha ofrecido un contrato -le contó Lucien-. Ahora conseguiré que mi música se oiga.
– Un cerdo empresario burgués que se aprovechará de ti, más bien -replicó ella-. Mantente fiel a la voz que hay dentro de ti, Lucien.
Ella se equivocaba. Felix apreciaba su música. La otra única muestra de interés había llegado del festival de música étnica de Châtelet.
– Te delatan tus ojos, Lucien -dijo Anna moviendo la cabeza-. No te lances ante la primera oferta que recibas.
Él cogió un trozo de baguete de la bolsa de pan del día anterior, lo metió en el bolsillo y se despidió de Anna. Afuera, en la calle, desmigó el pan duro y se lo esparció a las palomas de plumas grisáceas que estaban sobre la acera agrietada. Parecían sentir tanto frío y tanta hambre como él había sentido.
Cogió el autobús a la place Pigalle, pasó al lado del Bistró du Curé junto al Sexodrome. El bistró lo gestionaba un cura, para los indigentes que necesitaban una comida caliente. Luego se internó en Montmartre por la empinada calle. Tenía que prepararse para su bolo de discjockey y después firmar el contrato con Felix.
El club, una antigua casa de baños, estaba cerrado. El cartel de los años treinta, ahora de oxidado neón, rezaba «Pigalle Bains Douches» y sobresalía de la pared de azulejos blancos. Dio unos pasos delante de la puerta, haciendo crujir la fina corteza de nieve bajo sus usadas botas mientras se preguntaba por qué lo buscaba un detective y a la vez deseaba que quedaran más de cinco baños públicos en París. Le gustaría calentarse, quitarse el frío que le helaba los huesos.
– Llegas tarde -dijo Pascal, el dueño del club, al encontrarse con él en la puerta.
Lucien quiso decir que él también.
Pascal, completamente vestido de negro, sacó un llavero de su chaqueta de ante y abrió la puerta de madera. Encendió las luces e iluminó las paredes enchapadas, la zona de la barra forrada de terciopelo rojo y plata, los asientos de falsa piel de cebra y los espejos de marco dorado. La decoración irradiaba un cierto aire a burdel.
– Voy a prepararlo todo -dijo Lucien mientras sacaba su compacto.
– Pincha lounge, seguido de acid jazz, y luego lo que te plazca -dijo Pascal, un hombre brusco, oriundo de la región de Auvernia, que no admitía tonterías. Controlaba cada céntimo y llevaba el negocio con mano de hierro, como la mayoría de los bougnats, campesinos que habían emigrado desde zonas rurales de su región a principios de siglo. Todavía regentaban un buen número de cafés. Pascal estaba consultando un libro de cuentas en el mostrador.
– Un tipo te buscaba.
¿También aquí? Lucien intentó que no le temblara la mano.
– Ese tipo… ¿tiene nombre?
Pascal pasó el dedo por el libro.
– Uno de fuera, puede que corso, con el pelo rubio decolorado.
¿El camarero de Bastía que había servido en casa de Felix? ¡Buenas noticias! Así que Felix todavía estaba ansioso por firmar el contrato.
Lucien conectó rápidamente el tocadiscos y el resto del equipo.
– ¿Puedo usar el teléfono?
– Sí, pero rápido -dijo Pascal-. No quiero problemas, ¿eh?
Qué poco sabía Pascal que en cuanto firmara el contrato, estaría inmediatamente fuera de ahí.
– ¿Es que no puedo tener amigos, Pascal?
– ¿Amigos como ese?
Luden lo dejó estar e ignoró la mordaz pregunta.
– Allô, Felix -dijo por teléfono.
– Chico, ayer desapareciste -dijo Felix.
¿No se lo había explicado Marie-Dominique? Pero, ¿por qué iba a mencionar a un indeseable antiguo amante que apareció para desaparecer luego?