Un grupo de hombres de pelo gris que se estaban dando palmadas en la espalda explotó en una ruidosa carcajada, ahogando la respuesta de Laure. La multitud bien engrasada, conversando en un rugido, competía con el tintineo del pinball de los años cincuenta.
– Encore?-preguntó Jean, la dueña, señalando su copa.
Laure negó con la cabeza.
– ¿Te preocupa algo, Laure?
Laure sacudió el pulgar hacia un hombre de treinta y tantos años con el pelo negro engominado hacia atrás y un bigote bien recortado y que estaba encogido en la barra.
– Mi compañero, Jacques Gagnard.
Aimée notó el tic en la boca de Jacques mientras hablaba por el móvil y encendía un Gitanes. Le temblaban las manos, le temblaban tanto que tuvo que intentarlo dos veces antes de poder encender el cigarrillo.
Aimée había visto a muchos flics nerviosos en bares como este. El tipo ex militar que se había unido al cuerpo al acercarse a la madurez.
– ¿Acaba de divorciarse?
– Bien sûr, Citroën nuevo color verde y nueva chica, lo típico -confirmó Laure.
Tenía que ponerte de los nervios tener un compañero como ese, pensó Aimée. Bebió otro sorbo, consciente de los murmullos y las miradas que apuntaban a Laure. ¿Se le escapaba algo?
– ¿De qué va todo esto? ¿Ya te van a ascender?
Laure respiró profundamente y negó con la cabeza. Luego se excusó y se unió a Jacques.
Aimée vació su copa y ya había pedido otra cuando oyó la voz de Laure por encima del barullo.
– ¡Es la última vez! -Vio la cara sofocada de Laure. Pegó un puñetazo sobre la barra. El tintineo del pinball hizo más evidente el silencio que se hizo en el bar.
Aimée se acercó hasta el costado de Laure justo cuando esta echaba mano de la bebida de Jacques. Sujetó su mano antes de que pudiera tirarla.
– Tiens, Laure, ¿qué ocurre?
Los labios de Jacques, que hasta ahora habían estado fuertemente cerrados en una fina línea, se abrieron en una mueca.
– Tener una compañera es como estar casado, ¿sabes? -dio un codazo a Ouvrier, sentándose a su lado. Ouvrier llevaba puesto un traje de raya diplomática que Aimée sabía que había rescatado para la ocasión. Hasta ahora, ella solo lo había visto de uniforme-. Casi, ¿verdad, Ouvrier?
Ouvrier le contestó con una risa nerviosa. Enseguida se unieron otros, y las conversaciones se retomaron entre el chocar de las copas.
– Tiempo de marcharse -Jacques se levantó, puso un billete de diez francos entre las marcas húmedas de la barra, y lanzó una mirada a Laure-. ¿Vienes o no?
– Está hablando conmigo -dijo Aimée, subiendo la voz al tiempo que se acercaba a Jacques-. ¿No estabas fuera de servicio?
– ¿Desde cuándo es eso asunto tuyo? -preguntó él.
Antes de que Aimée tuviera tiempo de contestar, Laure le tiró de la manga.
– Vuelvo dentro de cinco minutos -le dijo al oído-. Voy justo a dos manzanas de distancia.
Laure tenía en la cara una expresión particular, la misma que tenía la vez que le dio a Aimée sus notas del colegio para que las escondiera.
El dueño del café rechazó el pago con la mano y limpió el mostrador con un trapo que no estaba demasiado limpio.
– Invita la casa -dijo.
– ¿A dos manzanas? Jacques ya es un chico grande, ¿no puede ocuparse él solo? -preguntó Aimée.
Pero Laure ya estaba cogiendo su abrigo del perchero. Con la mano enguantada le mostró los cinco dedos a Aimée y salió por la puerta con Jacques. Aimée los miró por la ventana mientras hablaban. Cuando volvió a mirar, ya habían cruzado la calle.
Lunes por la noche
La luz roja parpadeaba en la cara sonriente de Jacques, dándole un aspecto demoníaco. Estaba de pie, al lado de un sucio montón de nieve, atándose la chaqueta.
– ¡No tiene gracia, Jacques! -dijo Laure.
Él se encogió de hombros y cambió su expresión por la que dedicaba a los cachorros o la que ponía cuando cedía el sitio a una anciana en el autobús.
– Una pena que montes semejante escena, Laure.
– ¡Ya sabes por qué!
– Eres tan amable, Laure… Deja de preocuparte por mis recetas. En el centro de salud me recetan estas pastillas para relajar la espalda.
Sus tics nerviosos habían ido a más. Y el cóctel de pastillas que acababa de tragar con la bebida no ayudaba.
– Mira, Jacques, se trata también de mi carrera. Y este es mi primer caso de patrullera.
– ¿Quién te ha ayudado, eh? ¿Quién convenció al comisario para que no tuviera en cuenta los resultados del examen?
Su puntuación había sido muy baja, era cierto. Ignoró la luz intermitente de neón del cartel del Sexodrome que enviaba reflejos de luz roja a su cara, así como las grandes fotografías de mujeres ligeras de ropa anunciando el decadente atractivo de Pigalle.
Él sacudió su cigarrillo en el borde de la acera. Su punta naranja chisporroteó y se apagó en la nieve sucia.
– Quería que estuvieras conmigo, compañera -dijo-. Por si acaso.
– ¿Por si acaso?
La sorpresa y una rápida ola de orgullo la invadieron. Sin embargo, nada era fácil con Jacques.
– ¿Por qué tengo la sensación de que vas a hacer una tontería?
– Pero no lo haré si estás conmigo. Tengo una cita con un confidente. Jugaré bien mis cartas.
¿Lo mismo que había hecho con lo del divorcio y las pastillas?
La nieve caída que había formado una alfombra en la calle se ensuciaba al paso de los autobuses, pero cubría de escarcha el cartel «Le sex live 24/7» sobre sus cabezas, como si fuera azúcar glas.
Tal y como se lo acababa de recordar, Jacques no solo la había recomendado, sino que la había aceptado como compañera cuando nadie más se había ofrecido voluntario. La había invitado a tomar algo después del trabajo y la había obligado a hablar de qué tal había ido el día; la había hecho reír y había reforzado su confianza. Tenía una deuda con Jacques.
– ¿Quién es ese confidente y por qué es tan importante encontrarse con él esta noche? -preguntó Laure.
– No hagas preguntas. Confía en mí.
A Laure le preocupaban el Citroën nuevo que había pagado a plazos y la petaca de la que sorbía cuando pensaba que ella no lo estaba mirando. Jacques tenía una reputación estelar, pero… su divorcio lo había dejado muy tocado.
– Sé que estás presionado -dijo ella-. Me preocupas. Antes de que vayamos a la cita, vamos a hablar de ello.
Jacques le dedicó una luminosa sonrisa.
– No te he pedido nada, Laure. Esto es lo que necesito.
– ¿Igual que necesitas…?
– Es algo personal -dijo Jacques.
El viento arreciaba y levantó la nieve sobre sus pies.
– Este confidente es complicado.
– ¿No son los de Antivicio los que se ocupan de los confidentes? -preguntó Laure.
– Construir y ganar la confianza de un informador lleva su tiempo. Poco a poco, preparando el terreno. ¡Te estoy enseñando, recuerda! ¿Me sigues, compañera?
Ya no se mostraba reacia.
Jacques le guiñó un ojo.
– Ya te lo he dicho, cinco minutos y volvemos a L'Oiseau, ¿vale?
Hizo caso omiso de sus premoniciones mientras se calaba un gorro de lana sobre la abundante melena castaña, determinada a descubrir qué es lo que había hecho que el labio superior de Jacques brillara con pequeñas gotitas de sudor, qué había hecho que se crispara.
Detrás de ellos estaba la place Pigalle, desierta. Solo quedaban los matones de las tiendas eróticas que se frotaban los brazos mientras llamaban a los taxis que se detenían delante de la puerta. Jacques señaló el Citroën aparcado.
– ¿No íbamos a ir a dos manzanas? -dijo ella.
– Así es -dijo él-. Pero con este tiempo llegaremos y volveremos antes si vamos en coche.