– ¿Está segura de que no funciona? -preguntó Fabius-. Acabo de comprobar la concesión de las tarjetas.
– ¿Eh?
– Pásela una vez más.
Piensa rápido.
– La lima de las uñas -dijo ella mientras simulaba frotar la tarjeta-. ¡Eso es lo que la ha rallado!
El torno se abrió con un «clic». Gracias a Dios que él acababa el turno. Ya se le ocurriría una forma de salir. Pero la pobre Simone Teil se enfrentaría a un interrogatorio la próxima vez.
Ahora lo más difícil. Acceder al sistema con la contraseña de otra persona.
En el quinto piso, según pasaba al lado de una fotografía de gran tamaño del presidente Mitterrand que adornaba el anodino pasillo, sintió que se le revolvía el estómago. Sintió una arcada, entró corriendo al servicio y vomitó. Sobre todo el café, lo cual le dejó un sabor acre y amargo.
Eran los nervios. Infiltrarse en el centro neurálgico de la policía era lo más audaz que había hecho nunca. Nunca había intentado algo así por sí sola. Acceder al STIC, los archivos internos de la policía, ¡menuda sangre fría!
Podía coquetear, marcarse un farol, manipular… también podría hacer esto. Tenía que hacerlo. Lo malo era que René no estaba. Que no había ningún sistema impenetrable, eso era lo que él decía siempre. El crimen perfecto era el que no se detectaba.
Se quitó el sombrero, se echó agua a la cara, se lavó la boca y se metió un chicle con sabor a cereza. Piensa. Prepárate.
Abrió su bolsa de tamaño extra grande, sacó su arsenal femenino, espesó la máscara de pestañas, se extendió colorete en las mejillas para dar color a su piel más pálida de lo normal y se perfiló los finos labios de color rojo. Rojo carmín. Se dio gel en el pelo corto formando mechones puntiagudos. Mientras se miraba en el espejo salpicado de jabón, se lo pensó mejor. Non, demasiado reconocible. Sacó de la bolsa una peluca rubia con el pelo enmarañado, la peinó con los dedos y se puso unas gafas de cristales azules al estilo de las de John Lennon. Luego rezó una pequeña oración mientras entraba a grandes zancadas en la gran sala con luces fluorescentes que albergaba unas quince mesas de metal con terminales de ordenador.
– Bon. Más vale que sea este el terminal -murmuró, mientras colocaba su bolsa en la primera de ellas aporreando la mesa al hacerlo.
Unas pocas cabezas levantaron la vista. Ella arrancó el ordenador.
– Merde! He tenido este problema durante todo el día. ¿Alguien más se ha quedado bloqueado al conectarse? -preguntó.
Algunos de los hombres negaron con la cabeza, inclinados sobre sus terminales. Uno de ellos, cuya cara gordita se reflejaba en la pantalla, sonrió abiertamente.
– ¿Eres nueva? -preguntó.
– ¿Puedes creer que me han destinado a un departamento nuevo esta tarde y luego me han trasladado aquí esta noche para un expediente que la Proc está convencida de que quiere entregar mañana en el juzgado?
– Esas cosas pasan -dijo él, bebiendo de una sucia taza de café color marrón.
Aimée sintió que se le revolvía el estómago mientras trataba de ignorar el olor del café. Los papeles sobre su escritorio estaban dirigidos al «Supervisor de noche». Si había alguien que podía ayudarla, era él.
– Es para los antecédents judiciares… pero ocurre todo el rato… ¡este estúpido sistema no me deja conectarme! -sacó un paquete de galletas de mantequilla Marie Lu, la comida que tranquiliza a los niños. Él parecía ser de ese tipo-. ¿Quieres una?
– Merci-dijo-. ¿Lo has intentado con el Systéme D?
¿Quería decir lo que ella estaba pensando? Systéme D, el término que usaban todos para arreglárselas a través de la burocracia: sortear los impresos de la notaría, evitar los requerimientos de la inmobiliaria o las regulaciones para la matriculación escolar.
Se apoyó en el escritorio de metal, sacudió unas migas de su minifalda de piel y cruzó las piernas con medias de encaje negro.
– ¿Por qué no me enseñas?
– ¿Cuánto dura tu turno?
Ella quería rascarse el cuero cabelludo debajo de la peluca que le daba calor y le picaba.
– Depende de lo que tarde -suspiró y se acercó a él.
– ¿Te gusta ver el amanecer sobre el Sena?
Pegó un respingo y miró hacia otro lado. Ese era el pasatiempo favorito de Guy, uno que compartían. Pasaron por su mente sus ojos grises y sus largos y bien perfilados dedos. Lo expulsó de su mente.
– No puedo hacer planes tan a largo plazo, tengo mucho que hacer, Gérard -dijo fijándose en su nombre-. Soy Simone.
– Voy a ver si puedo ayudarte -repuso él sonriendo, una sonrisa agradable a pesar de su cara redonda llena de marcas-. ¿Cuál es el primer problema que tienes para entrar?
– El sistema se niega a aceptar mi contraseña.
Gérard guardó y cerró el archivo en el que estaba trabajando. Hizo girar su silla hasta el siguiente terminal.
– Prueba así. -En un minuto había conseguido que ella entrara y navegara por la sección de fichas policiales-. Entramos así. Esto confunde a muchos de los novatos.
Ella asintió, absorbiendo sus instrucciones y se puso las gafas sobre la frente. Él había conseguido saltarse dos de los pasos más dificultosos y se movía rápido.
– Casos pendientes. Casos en tribunales -dijo él-. Mira, casos a punto de ser llevados a tribunales. Introduce aquí el número del informe.
– ¿Así?
Ella se acercó a él, le rozó con la pierna y tecleó el número del dosier de Laure que había memorizado del archivo de Maître Delambre.
– Voilá! Merci, genial.
– Gérard -dijo un hombre joven dos filas por delante-. Gánate el sueldo. ¡Dame un código de autorización para este lío!
Ahora tenía acceso a la ficha de Laure, pero eso no era lo único a lo que había venido. Tenía que pensar rápido antes de que él se marchara.
– ¿Todavía se guardan en papel los archivos de los años sesenta y setenta?
Él se encogió de hombros.
– Claro.
– Non, lo siento Gérard -dijo ella sonriendo, ansiosa por ocultar su paso en falso-. Quiero decir las fichas del personal, las misiones de los flics. Quieren que investigue en detalle la ficha de alguien.
Él movió el cursor hacia el icono de Archivos.
– El sistema te pedirá autorización especial -repuso él mirando su identificación-. Pero con tu autorización puedes hacerlo si entras por la puerta de atrás.
¡Una estupenda característica añadida!
– ¿La puerta de atrás?
Él le recordaba a un oso: pelusa castaña en el cuero cabelludo, rostro redondo y pecho en forma de barril.
– Utiliza mi alias. -Él tecleó «oso». Así que ella no era la primera a la que se le había ocurrido.
Era un fastidio que no pudiera enviar por correo electrónico el dosier de Laure, recientemente ampliado, a Leduc Detective. Tendría que copiar lo que había descubierto en el disco que había traído consigo.
Aimée echó un rápido vistazo a los interrogatorios policiales y a las averiguaciones en la escena del crimen que aparecían en el informe de Laure. Solo uno de ellos había sido incluido en el informe que le había mostrado el abogado. ¿Chapuza o encubrimiento?
Insertó el disco vacío. Recordó que la Manhurin calibre 32 PP, la pistola de la policía con licencia Walther fabricada en Francia tenía el característico cañón de seis estrías y una precisión de hasta cincuenta metros. Por lo menos eso era lo que su padre afirmaba: precisa y pesada. Ya estudiaría las conclusiones de balística y el resto de los informes más tarde. Ahora todo lo que tenía que hacer era copiarlos en el disco.
Después de dos intentos, accedió a las fichas de personal más antiguas. Las más recientes de Ludovic Jubert databan de 1969. ¿Y el resto de su carrera? ¿Dónde estaba ahora? Tenía que trabajar más rápido. Gérard, con todo lo dispuesto que parecía, podía hacerle algunas preguntas difíciles, como por qué «Simone» estaba trabajando en estos informes.