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Todos los datos posteriores habían sido retirados. Los pocos documentos en la ficha de Jubert eran informes estándar que cubrían su graduación en la academia de policía, las primeras misiones y otra escasa información que finalizaba en 1969. ¿Habían dejado esto por error? Los documentos mencionaban a Jubert, Morbier, Georges Rousseau y su padre como un equipo que trabajaba en Montmartre.

¿Así que había trabajado con su padre?

Y luego algo le llamó la atención. Jubert se había encargado de un asunto en particular, el asunto de las máquinas tragaperras de Montmartre. El dueño de un café compraba una máquina por diez mil francos y conseguía cincuenta mil por cada una de ellas en un mes. Como las que había visto en el bar de Zette. Esta unidad especial de investigación inspeccionaba lo relativo al juego y a los 147 casinos legales existentes en Francia. En el borde superior de cada una de las páginas relativas a la investigación había un sello que decía MI, Ministerio del Interior.

La luz fluorescente le hacía daño en los ojos, la superficie de metal del escritorio estaba sucia con marcas marrones de café y el olor a mantequilla de las galletas Marie Lu hacía que tuviera arcadas de nuevo.

– Parece que ya te manejas -dijo Gérard por encima de su hombro.

Ella apretó los dientes y asintió.

– ¡Qué extraño! No he encontrado el resto del dosier de este hombre.

Gérard frotó la gastada codera del jersey azul del uniforme de policía. La mayoría de los informáticos, aunque fueran policías, vestían de paisano. ¿Era él un hombre de acción en potencia?

– ¡Ah, uno de esos!

– ¿Qué quieres decir, Gérard?

Él puso los ojos en blanco.

– Los intocables.

Jubert estaba protegido. ¿Quién lo hacía? ¿Por qué?

Solo quedaban unos pocos hombres trabajando en sus ordenadores; el resto había ido saliendo poco a poco a la máquina de café. Se veía humo que se elevaba en círculos en el vestíbulo.

– El descanso -dijo él.

Ella no se quería marchar.

– Bon -dijo estirándose y haciendo unos cuantos giros con el cuello-. Tengo que acabar esto -bostezó-. Por cierto, ¿quién es?

La cara regordeta de Gérard mostró su sorpresa.

– ¿El jefe?

Qué estúpida. ¿Cómo no se le había ocurrido? Sabía que Jubert estaba por ahí arriba. Intentó recuperarse.

– Oh, ese -dijo, inyectando un tono aburrido a su voz.

Gérard sonrió abiertamente.

– Eres de las techies [8], ¿eh?

– Los nombres no me dicen gran cosa. Esos tipos del ministerio, bueno, no forman parte de mi mundo. Mi quartier es Montmartre, la parte menos chic. Parece que él empezó ahí -dijo, como si fuera algo que se le hubiera ocurrido más tarde.

– Puede, pero ha prosperado en la vida. Más bien rue des Saussaies ahora.

Ahí era donde se encontraban las oficinas centrales del Ministerio del Interior. Cualquier investigación de la préfecture de pólice era accesible desde el ministerio. Eso ya lo sabía. Ambas ramas tenían acceso a los archivos del STIC.

– Estás con la IGS, n'est-ce pas?-susurró Gérard y se le acercó aún más.

Inspection Genérale des Services: Asuntos Internos.

– ¿Eso he dicho?

– No hace falta -sonrió-. Solo acuérdate de cuánto te estoy ayudando, ¿eh?

– Claro, Gérard -le devolvió la sonrisa. ¿Durante cuánto tiempo podría mantener esta charada? Debería marcharse, pero antes quería averiguar lo más posible.

– ¿Y estos hombres? ¿Están los dos muertos, Leduc y Rousseau? -Ni siquiera movió un músculo mientras lo decía.

Gérard pulsó Control y Fl.

La ficha de Rousseau ocupaba toda la pantalla.

– Voilá. Ven a tomar un café cuando acabes.

¿Dónde estaba el secreto al que había aludido Laure y del que se sentía culpable? No le resultaba evidente. ¿Y el garabato de Morbier en el periódico sobre un informe de hacía seis años que tenía que ver con una investigación sobre las armas de los corsos? Todo los que pudo encontrar documentaba el rápido ascenso de Rousseau en la comisaría después de una exitosa investigación sobre el juego en la rue Houdon, en un tal Club Chevalier.

¡El club de Zette!

Otra vez Montmartre. Lo copió en el disco, controló el temblor de los dedos y tecleó el nombre de su padre, Jean-Claude Leduc.

Y entonces vio la fotografía granulada, una del joven Morbier, Rousseau, otro hombre y su padre, todos de uniforme, sonriendo en las escaleras al lado del Marché Saint Pierre, el mercado textil, con el Sacré Coeur al fondo. El cuarto hombre -que ella se imaginaba era Jubert- tenía la altura de su padre, ojos pequeños y una nariz prominente. Llevaba las manos en los bolsillos. Todos jóvenes, sonrisas expectantes en sus rostros, toda la vida por delante. ¿Qué había ocurrido? Ahogó un sollozo.

– Simone, Simone…

Se dio cuenta de que Gérard la llamaba desde el vestíbulo.

Se secó los ojos. Sus palabras la devolvieron al presente.

– Oui, j'arrive.

Grabó el archivo en el disco y metió descuidadamente el abrigo en el bolso.

Pulsó «Salir» y agarró el disco según era expulsado con un pequeño zumbido, lo metió dentro de su blusa y se unió a Gérard.

– La débâcle! -estaba diciendo uno de los techies-. Así, como os lo cuento, la red se quedó totalmente colgada.

– ¿Te acuerdas, Simone? La semana pasada…

Gérard se estaba volviendo demasiado amigable o quizá preguntaba demasiado. ¿La estaba poniendo a prueba? Hora de salir de allí.

– No me lo recuerdes -gruñó, interrumpiéndolo mientras él le ofrecía una taza de plástico de humeante café. De la máquina. ¡Horroroso! Compadecía a estos tipos.

– Un moment. Tengo que ir a hacer pis -dijo sonriendo-. Enseguida vuelvo.

Dio la vuelta a la esquina, con la bolsa sobre el hombro, se metió furtivamente en los servicios de mujeres y echó una rápida ojeada al pasillo. Desierto. Salió sin hacer ruido y corrió por el vestíbulo hasta la puerta con el cartel de «Escaleras». Cerró la puerta de forma que no hiciera ruido y bajó corriendo los cinco tramos. Todavía en la escalera, se quitó la peluca y las gafas, se puso el abrigo y el sombrero, ajustando el ala de forma que le ocultara la cara, y salió al vestíbulo principal. Se encontró con el torno frente a ella y casi dejó escapar un suspiro de alivio.

– Monsieur, no me funciona la tarjeta. Déjeme pasar, ¿vale? -dijo al guardia nuevo mientras se retorcía las manos en el torno.

Sonó el teléfono. Se encendió la luz roja. ¿La línea interna? ¿Gérard?

El guardia echó un vistazo a la centralita. Solo había uno de servicio. Dudó.

– Por favor, monsieur, ¡me está esperando el taxi!

Ella oyó un zumbido, los brazos del torno se desplazaron hacia delante y se abrió paso.

– Merci, tengo prisa; espero que no se haya largado el taxi.

– Mademoiselle, espere…

Él alcanzó el teléfono mientras ella salía corriendo pasando el libro en el que se firmaba al salir y cruzaba las puertas de cristal. No dejó de correr hasta que consiguió llegar a los servicios tenuemente iluminados del bistró del otro lado de la calle. Sentía una fuerte opresión en los pulmones y no podía dejar de temblar. Diez minutos después, se había quitado el lápiz de labios rojo, se había aplicado uno de color melocotón, había dado la vuelta al abrigo negro reversible de forma que quedara a la vista el lado color canela, se había puesto medias tupidas negras por encima de las que llevaba y se había cambiado las botas por unas bailarinas de Christian Louboutin de suela roja, un hallazgo de mercadillo.