Gracias a Dios, el bistró estaba lleno de gente. Llegó sigilosamente hasta el mostrador, más aliviada que lo que se había sentido desde hacía horas, y pidió un perroquet, pastis con sirope de menta, llamado así por los colores del papagayo, y vigiló la fachada del edificio de la DTI.
Se detuvo un coche, al parecer un coche de policía camuflado. Mon Dieu! Varios hombres se unieron a los dos que se encontraban sobre la acera mojada. Apareció el guardia. Probablemente les estaba contando lo de su supuesto taxi. Con dedos temblorosos, marcó el número de René en su teléfono móvil.
– Allô, René -dijo-. Necesito que me lleves.
– ¿No hay taxis? -preguntó.
Uno de los agentes miraba a su alrededor y señaló el bistró al otro lado de la calle con el pulgar. Sintió que sus hombros se tensaban. Interrogarían al hombre de la barra.
– Más o menos -susurró en el teléfono-. Te estaré esperando en el Vel d'Hiv.
Puso diez francos sobre la barra y salió del bistró antes de que los flics cruzaran la calle. Con paso rápido y con la cabeza gacha, bajó la rue Nélaton y giró a la derecha en la siguiente calle empedrada. Comenzó a correr y alcanzó el muelle de Grenelle. Jadeando, se encontró frente a la isla en forma de aguja y rodeada de árboles, la allée des Signes, en uno de cuyos extremos estaba la Estatua de la Libertad original, aunque más pequeña. En el otro extremo estaba el metro, retumbando sobre la estructura de metal del puente Bir-Hakeim. Aquí el Sena estaba rodeado por franjas dobles de arbustos plantados.
No paró hasta alcanzar una pequeña arboleda bañada por el reflejo de la luz amarilla de una farola. Las sirenas ululaban en la noche. Vio el resplandor azul de la luz de un coche de la policía reflejarse contra los edificios de piedra. ¿Por qué no se daba prisa René?
Húmedos pétalos de rosa roja y el olor a tierra se pegaron en su mano. Piedras planas incrustadas en la tierra, como si fueran lápidas, sostenían macizos de flores aquí y allá. Sintió un escalofrío. En el pasado este fue un velódromo para carreras ciclistas donde se retuvo a los judíos que cayeron en las redadas de julio de 1942. Ahora el Vel d'Hiver era un jardín conmemorativo adjunto a la DST.
Habían dejado mensajes bajo las piedras: «Para maman, nunca tuve la oportunidad de despedirme y decirte cuánto te quiero. Rezo para que estés entre las estrellas que brillan en el cielo».
Su propia madre, una activista radical americana, los había abandonado cuando ella tenía ocho años, sin decir adiós. El dolor nunca desapareció, pero ella trató de seguir hacia delante. La tristeza competía con la aprensión de que René llegaría demasiado tarde.
Su teléfono móvil vibró.
– ¿René?
– ¿Qué has hecho ahora? Hay flics por todas partes, patrullas a pie, coches. Están parando a los taxis.
– Bueno…
– Non. No me cuentes nada. ¿Dónde estás?
Ella miró a través de los arbustos.
– Estoy viendo tu coche. Aparca en el muelle Branly de cara al monumento. Abre el maletero como si estuvieras buscando algo. Asegúrate de que tus luces de freno están al pie del castaño, del grande. ¿Lo ves?
El Citroën de René avanzó a lo largo de la calle y aparcó al lado del árbol. Salió, vistiendo una bata de pintor, y abrió el maletero. Bajo la luz de las farolas, su parecido con Toulouse-Lautrec era asombroso. Sacó una caja de herramientas y la puso sobre la acera húmeda y reluciente. Se detuvo un coche de policía azul y blanco que estaba merodeando por el muelle. Ella se agachó agarrándose a las ramas y con el corazón latiéndole con fuerza. Luego el coche siguió andando.
Sus tacones se hundieron en el barro mientras se abría camino desde el jardín hasta el muelle. René sacó una manta, la sacudió y la dobló laboriosamente para proteger a Aimée de la vista de otro coche de policías que pasaba. Ella contuvo la respiración hasta que pasó y luego echó a correr, agachada, y se lanzó dentro del maletero.
– Espero que hayas limpiado bien el rastro -musitó René mientras ponía en su sitio la caja de herramientas y cerraba el maletero. Había extendido mantas sobre el gato, pero se le clavaba en la columna. Aún así, con mucho, era mejor que ir esposada en el coche de un flic.
Durante todo el tiempo, apretujada en el maletero de René, la mente le daba vueltas. ¿Había sido capaz de recordar todo? ¿Había mantenido la cabeza cubierta y gacha cuando estaba en el radio de alcance de la cámara de seguridad? ¿Había borrado sus huellas del teclado, del grifo del lavabo y de las manillas de las puertas? ¿Se había puesto los guantes en el ascensor y no había tocado la barandilla de la escalera? Sí… el corazón le dio un salto. El aluminio del paquete de galletas Marie Lu. Gérard se las había acabado, había hecho una bola con el envoltorio y lo había tirado en la papelera que estaba al lado de su terminal.
Con ayuda de Gérard no tardarían en descubrir los ficheros que había copiado, pero no había robado nada, no había destruido nada. Como un educado hacker, había entrado en el sistema sin hacer estragos. Lo único que había hecho era nivelar el campo de juego en la investigación del caso de Laure. Por lo menos de momento. Si daba los ficheros que había copiado a Maître Delambre, ¿de qué podrían quejarse los flics? La información ya estaba en sus ficheros. Se les cogería ocultando pruebas a la defensa.
Quizá podría sacar a Jubert de su guarida. Ahora por lo menos sabía cual era su aspecto, al menos de joven, y había averiguado que en algún momento trabajó en el Ministerio del Interior. Si Gérard la había puesto en el buen camino, incluso en rue des Saussaies. Un lugar cuyo sistema de seguridad no podría hacer saltar con dinamita.
De nuevo en su apartamento, atizó el fuego del salón mientras René colgaba su bata de pintor. Las llamas chisporroteaban y formaban sombras en el alto techo. Miles Davis yacía hecho un ovillo en la alfombra. Por lo menos el constructor le había concedido una chimenea. La cocina y los cuartos de baño, en los que las paredes con agujeros abiertos mostraban una instalación eléctrica anticuada, eran otra historia.
– Usted primero, monsieur Toulouse-Lautrec -dijo-. ¿Qué has averiguado?
Introdujo sus cortos brazos en una chaqueta de lana, se abrochó los botones y se unió a ella sentándose con las piernas cruzadas en una alfombra de piel de carnero sobre el suelo de parqué. Ella le pasó un ron caliente con mantequilla y él cerró los ojos e inspiró. La calidez del fuego calentaba un área pequeña, pero nunca llegaba a todos los fríos rincones.
– Mucho más agradable que el tejado. Ahí estaba cuando llamaste. Bastante rápido, ¿eh?
¡Desde el distrito 18! René era un diablo sobre ruedas al volante.
– ¿Tú? ¿En un tejado?
– No vas a ser tú la única, ¿sabes? -dijo-. Una vista fantástica a pesar del hielo. Justo enfrente del edificio donde la palmó Jacques.
Se le fue la bebida por mal sitio y se atragantó. Él la sorprendía continuamente.
– Vaya, monsieur Toulouse-Lautrec, y ¿qué vio su testigo?
– Paul tiene nueve años, roba en las tiendas y prometió a su madre que no diría nada de los dos fogonazos que vio en el tejado.
– ¿Dos disparos? Espera, entonces el informe de balística tendría que mencionar dos balas. Un moment. -Sacó el disco de su camisa, cogió el portátil de su escritorio y lo encendió-. Veamos. El informe de balística tendría que clarificarlo.