René se quedó boquiabierto.
– Esta información… ¿la has…?
– Pensaba que no querías saber nada -dijo ella, insertando el disco-. Ese sistema Intranet me ha dado mucho dolor de cabeza. Pero como tú dices siempre, ningún sistema es impenetrable. Y tuve algo de ayuda. Hasta que el tipo se comió mis galletas y se despertó.
– La has cagado, Aimée -dijo René-. No van a parar hasta que te encuentren. Has entrado en…
«No saben quién soy», no dejaba de repetirse, rezando para que no encontraran sus huellas. Y por que nunca se encontrara con Gérard por la calle. Pero incluso si lo hacía, ¿cómo podría reconocerla?
– Mira esto. -Ella abrió el dosier de Laure. La pantalla se llenó con los archivos, organizados por unidades-. Me parece extraño que solo facilitaran uno de estos archivos al abogado.
– Comprueba la fecha y la hora de entrada -dijo René frotándose los brazos-. Quizá se hayan añadido más después de que el abogado recibiera la información.
Ella lo comprobó.
– Estos los añadieron varias horas antes de que yo me juntara con Maître Delambre. ¿Qué está ocurriendo?
– ¿Un encubrimiento policial? -dijo René.
Abrió el archivo de balística y lo leyó.
– Se recuperó una bala del cadáver. De la Manhurin de Laure -resumió.
Estupendo.
Pero si Paul había visto otro fogonazo…
– ¿Estás seguro de que de verdad vio algo, René?
– Paul es muy detallista -repuso René-. No creo que se lo haya inventado. No tiene motivos.
Era su única esperanza.
– Digamos que hubo dos pistolas. Si Paul vio dos fogonazos…
– Y solo oyó un disparo -interrumpió René.
Ella se lo quedó mirando.
– Yo diría que la otra pistola tenía silenciador.
René se frotó la ancha frente.
– ¿Significa eso lo que creo?
– Tiene sentido.
– ¿Cómo podían saber los chicos malos que Laure estaba debajo?
– Buena pregunta -ella contemplaba el fuego, intentando buscar sentido a lo que Paul había visto.
– Si planeaban disparar a Jacques y alardeó de tener cobertura… -se aventuró.
– ¿Haría eso? -interrumpió René-. ¿Mostrar sus cartas de esa forma?
– Cierto -dijo ella mientras pensaba-. Piensa en ello desde su punto de vista. Qué tal si, desde el tejado, vieron a Laure acompañar a Jacques cuando cruzaba el patio. Supongamos que se aprovecharon de la oportunidad para implicar a Laure, utilizando su pistola y dejando residuos de pólvora en sus manos.
– Puede -repuso René-. Es factible. Pero antes de nada, ¿por qué matar a Jacques?
– Estoy trabajando sobre eso. ¿Chantaje? ¿Soborno? -Negó con la cabeza y se quedó mirando al fuego fijamente. ¿Qué tenían que ver en todo esto las tragaperras de Zette?
– ¿Hay otros testigos? -preguntó René.
– Los que estuvieron en la fiesta no dicen nada. El anfitrión, Felix Conari, y su analista de sistemas, Yann Marant, mencionaron a un músico, Lucien Sarti. De momento no lo he encontrado. Zoe Tardou, esa vieja del piso de arriba del edificio de enfrente, actuó como si ocultara algo, pero es una tipa rara. -Qué mujer tan rara. Apartó el pensamiento de tener que interrogarla de nuevo-. ¿Vio Paul algo más? -preguntó.
René hizo un gesto negativo.
No tenían demasiado.
– Tenemos que conseguir que Paul declare frente al abogado de Laure.
– Su madre bebe y él roba en las tiendas -le dijo René.
Ella se encogió de hombros.
– Lo primero que haré mañana va a ser entregar los archivos al abogado y le explicaré lo que vio Paul -dijo-. Este abogado necesita toda la ayuda que pueda conseguir.
– ¿Le explicarás que entraste en la DTI y te las arreglaste para entrar en su Intranet? -dijo René moviendo la cabeza.
– No exactamente -repuso ella-, pero si el abogado tiene esta información, ¿qué pueden hacer? ¿Acusarlo de obtener ilegalmente unos documentos que legalmente estaban obligados a suministrarle?
El teléfono de René emitió un pitido en su bolsillo.
– Oui? -dijo sonriente. Contestó la llamada en la cocina. Miles Davis gruñó.
– No podemos tener celos, Miles -dijo Aimée alborotándole el pelo del cuello. René estaba demostrando los síntomas clásicos de un coup de foudre, un amor a primera vista.
– ¿Ya te vas de juerga? -le preguntó cuando volvió.
– Lo de la juerga ha sido mucho ruido y pocas nueces -se puso el abrigo y deslizó los dedos en los guantes forrados de borreguillo.
No quiso preguntarle por qué se marchaba en lugar de quedarse con ella a reflexionar sobre los ficheros.
– Voy a tomar algo con ella. Guy volverá enseguida, ¿verdad?
Aimée sabía que si le decía la verdad y le pedía que se quedara, lo haría. Pero eso sería egoísta por su parte. René se merecía amar a alguien.
Asintió.
– Mándame por correo electrónico el informe de balística. Quiero comprobar una cosa.
– ¿Qué? -se levantó, alterada.
– Es solo una idea. Si hubo un segundo disparo, en algún sitio tiene que estar la bala.
– Eres un genio ambulante, René.
Se agarró a las cortinas de terciopelo de la ventana y vio cómo René surgía de las sombras para, al llegar al muelle, entrar en su Citroën. A sus pies, el Sena fluía negro como la tinta. Una barcaza salpicada de hielo se deslizaba por él, las luces azules de la cabina del capitán y las luces de funcionamiento rojas reflejadas en el agua.
Echó otro tronco al fuego y pensó en el padre de Laure vigilando el bar de Zette y las tragaperras ilegales. ¿Por qué tenía que importar ahora una vieja investigación de juego? ¿Lo hacía? Así que Jacques había trabajado con él. Zette tenía vínculos con la comisaría. ¿Tenía razón al pensar que era un confidente? Mañana lo investigaría en profundidad.
La fina luz de la luna formaba haces oblicuos sobre el suelo de parqué. Su mente voló a cuando tenía nueve años, la edad de Paul, y al baile de la policía al que había asistido con su padre. Él la había acompañado al salón que habían alquilado en la fábrica de tejas del canal Saint Martin. Las parejas se deslizaban sobre el pulido suelo de madera, rodeadas por mesas cubiertas por manteles blancos, paneras de alpaca y relucientes velas.
– Papá, quiero bailar.
– Ma princesse, esta no es la clase de ballet -le había dicho él cariñosamente-. Están bailando un vals.
– Ya lo sé. -Se había alisado el vestido de fiesta de terciopelo, varios centímetros más corto que cuando se lo había puesto el año anterior-. ¿No bailas conmigo, papá?
¿Fue Morbier o algún otro de los que estaban en la mesa redonda el que le empujó con el codo?
– Vamos, Jean-Claude. Es de mala educación no bailar con tu pequeña princesse.
– Mais, hace años que…
– ¡Papá, por favor!
Por un momento, una extraña expresión cruzó su cara. La cogió del brazo y la condujo hasta el borde de la pista de baile, con un gesto serio en la boca.
– Haremos un pequeño cuadro, ¿de acuerdo? Así: al costado, hacia atrás, al costado, hacia delante. Sígueme.
Al instante, sus piernas se enredaron con las de su padre. Él la sujetó de la espalda.
– Lo intentamos otra vez.
Mayor frustración aún cuando él la pisó.
– Aimée, vamos a dejarlo.
Sintió que la vergüenza la invadía por dentro y se sonrojó.
– Papá, dijiste que puedo hacer cualquier cosa si lo intento lo suficiente. ¿Por qué no puedo bailar como una chica mayor?