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– ¿Sabes?, no he bailado con nadie desde lo de tu madre.

– Maman?

Ella no pudo ver su expresión. Él nunca hablaba de su madre. Se negaba.

– Et alors… ponte encima de mis pies. Acuérdate: formamos como una cajita. Un… dos… tres…, un… dos… tres.

Ella recordó los relucientes zapatos negros de su padre, duros bajo sus pequeños pies, cómo él la sujetaba y la hacía girar por la pista de baile. Y esa sensación que nunca había olvidado de moverse al ritmo de la música, segura entre sus brazos.

Nunca dejaría de amarlo, pero tenía que saberlo. Lo más duro iba a ser leer su dosier. ¿Encontraría evidencia de un encubrimiento, de extorsión o soborno? Podría borrar el dosier antes de leerlo y nunca se enteraría.

Se unió a Miles Davis en la alfombra al lado del fuego que crepitaba y respiró profundamente. Luego movió el ratón hasta encontrar la ficha de Jean-Claude Leduc y pulsó. Cerró los ojos, respiró de nuevo y la abrió.

Vacío. Habían borrado el archivo.

Martes por la noche

Lucien saludó ante los aplausos del pequeño grupo de gente. Había visto a Felix conversando con un hombre de pelo blanco. Ni rastro de Marie-Dominique. Ya sabía que no vendría, pero sus pensamientos estaban invadidos por la curva de su espalda tostada por el sol y los reflejos verdes de sus ojos.

«Zapatero a tus zapatos», solía decir su grand-mère cuando quería que se ocupase de sus propios asuntos. Marie-Dominique ya le había dicho alto y claro que era una molestia en su vida.

Se abanicó con un programa en el aire cargado y recogió su cetera y la funda. La siguiente actuación era un mago que sonreía mientras sacaba al escenario una caja de terciopelo negro.

– ¡Maravilloso! -dijo Felix mientras se le acercaba y palmeaba la espalda-. Captas el espíritu mediterráneo con este ritmo «euro-hop»; no podía dejar de mover los pies al ritmo de la música. Lo mismo le ha ocurrido a monsieur Kouros.

Kouros era el hombre bajito de pelo blanco que llevaba gafas de gruesa montura negra. Se parecía al millonario griego Ari Onassis. Kouros, el jefe de Soundwerx. Un gigante de la industria discográfica a pesar de su apariencia modesta. Se rumoreaba que tenía que tomar parte en todo personalmente.

– Bonsoir, monsieur Kouros. Un placer conocerlo.

– Queremos un joven en exclusiva -dijo Kouros-. Su música desafía las etiquetas. Les encantará a todos, incluso a los aficionados al jazz. Montreux, San Marino… Le inscribiré en todos los festivales, le situaré en el circuito.

Soundwerx nunca seguía las tendencias, las creaba. Kouros descubría el talento y creaba una carrera.

– Muy generoso. Gracias, monsieur.

– Esto es lo que quiere la gente. Sin edad pero nuevo, hip, pero, sin embargo, clásico. Su música está construida sobre las tradiciones, pero traspasa fronteras.

Todo lo que él sabía es que cuando cogía la cetera armonizada con sus pistas grabadas y encontraba el ritmo de hip-hop adecuado, no podía parar. Sus dedos encontraban la verdad en las cuerdas.

– ¿Le conseguirás el estudio para mañana, Felix? Trabaja con las pistas que ya tiene, que añada alguna otra.

Felix estaba radiante.

– En cuanto nos ocupemos del contrato, ¿de acuerdo, Lucien? Solo tu firma y luego un CD tan pronto como podamos, ¿oui, monsieur Kouros?

Felix rodeó a Lucien con el brazo y lo abrazó como si ya fuera trato hecho. Lucien deseó no haber pasado toda la noche anterior pensando en la mujer de este hombre.

– Hoy en día todo el mundo anda metido en política -dijo Kouros. Su sonrisa no iba acorde con el brillo metálico de sus ojos-. Le da un cierto tono a las letras, pero tengo que estar seguro de que no hay ninguna relación con esos grupos extremistas separatistas, ¿de acuerdo? Esas bombas. Terrible.

Los nudillos de Lucien se pusieron blancos al agarrar fuertemente la cetera.

– Mi vida es la música, monsieur Kouros.

– Solo tenía que dejar las cosas claras, joven. -Tomó la otra mano de Lucien, se la estrechó con un fuerte apretón y la sostuvo entre sus propias manos-. Esta es la forma en la que yo sello un contrato. -Apretó aún más la mano de Lucien-. Al viejo estilo. A mí me vale.

– Firmaremos los contratos en mi oficina -dijo Felix.

– Por mí ya está hecho. Mándaselo a mi administrador -le dijo Kouros antes de abrirse paso con sorprendente agilidad entre la gente que se encontraba tras los asientos rojos de felpa del teatro. Lo siguieron mientras salía apresuradamente y se volvía hacia ellos-. Lo siento, tengo otros compromisos.

De pie en la calle mojada y sintiéndose como si se lo hubiera llevado por delante un remolino, Lucien abrazó a Felix. Quería saltar y besar a la primera mujer que viera. Miró a su alrededor buscando una posible candidata.

– Felix, no sé cómo agradecérselo.

– Lucien -el tono de Felix había cambiado-, hemos investigado sobre tu pasado, ya sabes; es lo que se hace hoy en día.

Lucien se quedó paralizado.

– Con todo el mundo. -Felix extendió sus brazos en un gesto de «¡qué se le va a hacer!»-. Lo hacemos hasta con el personal de limpieza, ¡figúrate!

¿Había averiguado algo sobre su relación con Marie-Dominique?

– Lo de la Armata Corsa.

– No soy un separatista, Felix -le interrumpió Lucien. En caso de ser algo, era un amante, no un guerrero-. No me interesa la política.

¿Le había dicho algo Marie-Dominique, después de todo? ¿O estaba en alguna ficha policial? Tenía que despejar las sospechas de Felix.

– ¿La verdad? Hace años, me afilié con mis amigos en borracha camaradería. Fuimos a una reunión. Y punto.

Felix se movió. La forma alargada de su sombra a la luz de la alta lampadaire de metal verde se extendía al otro lado de la calle.

– Marie-Dominique dijo que no tenías papeles -dijo-. ¿Por qué no me lo dijiste? Y luego desapareciste de la casa cuando llegó la policía.

– Tengo carte d'identité, pero se me olvidó. Quería explicárselo, pero… ya sabe cómo tratan los flics a los corsos, Felix -tomó aire-. Cada vez que los separatistas aparecen en los titulares, los flics extreman la seguridad y detienen en la calle a tipos como yo para parecer eficaces. -Hizo una pausa. Felix vivía en otro planeta. ¿Tendría idea de lo que ocurría?-. Esto no tiene nada que ver conmigo. Las bombas, la vendetta, toda esa violencia, por eso dejé Córcega.

Ese fue parte del motivo. El otro fue su fotografía, entre otras, pegada en cada poste de teléfonos y pared de estuco desconchado de todos los cafés de la isla.

Felix frunció el ceño.

– Una detective ha preguntado por ti.

Lucien controló un escalofrío. Los flics en la verja de la casa de Felix y ahora una detective. ¿Sería la misma que estuvo indagando en la frutería de al lado de Strago?

– No tiene sentido.

– Los que son inocentes no se escapan.

– Usted lleva una vida muy protegida, Felix -repuso Lucien.

Felix negó con la cabeza, le rodeó los hombros con su brazo y bajaron por la angosta calle.

– No siempre, Lucien. Nací fruto del pecado, sabes lo que quiero decir, ¿verdad?

Ilegítimo.

– Vivíamos en una habitación. Todo lo que tengo ahora me lo he ganado con mi trabajo.

– Todo lo que tengo son mis canciones -repuso Lucien-. Le doy mi palabra, confíe en mí.

En el despacho de Felix firmó el contrato, cedió los derechos sobre sus canciones y rezó por que hubiera hecho lo correcto. El dicho corso «Las desgracias nunca vienen solas» resonaba en su mente. Lo pagaría a lo largo de la vida. Siempre había un coste.