Miró con cuidado a través de la verja. Ni un flic. Por lo menos ya tenía el contrato. A medio camino subiendo las oscuras escaleras a la place des Abesses, escuchó el fragmento de una canción en voz baja que resonaba a través de las paredes de piedra. Se detuvo a escuchar. De algún lugar le llegaba una voz de mujer que cantaba una canción sobre el fragante aroma a hierbas silvestres que se desprendía de la cuna de un bebé.
Miércoles por la mañana
– ¿Busca a Zette? -preguntó a Aimée la mujer rubia del bar de la rue Houdon. Sacudió su cabello rubio cardado lleno de laca-. No está. Es su día libre.
Qué pena. Aimée contaba con haber indagado más y haber conseguido alguna respuesta. Lo siguiente era dejar los archivos que había copiado en el bufete de Maître Delambre y luego visitar a Laure.
– ¿Dónde puedo encontrarlo?
– Durmiéndola -dijo la rubia, atándose un delantal alrededor de la cintura y a punto de volverse hacia el aspirador.
– Y eso ¿dónde sería?
La mujer se la quedó mirando fijamente.
– Usted estuvo aquí el otro día.
Aimée asintió; tenía que hacer desaparecer las sospechas de la mujer.
– Zette es un antiguo colega de mi padrino -dijo esperando que sonara creíble-. Quería enseñarle una foto.
La mujer la miró con los ojos entornados. Encendió la aspiradora, que resollaba al tiempo que absorbía la porquería del suelo.
– Vuelva mañana.
Aimée echó un vistazo al mostrador, que tenía marcas de vasos y un cenicero lleno. Bajo la barra había un montón de facturas grapadas dirigidas a Z. Cavalotti. No podía leer el resto.
– ¿Trabaja en casa?
La rubia tensó los labios en una fina sonrisa.
– Por así decirlo… Creo que lleva las cuentas en su casa -dijo volviendo al aspirador-. Si eso es todo…
– Ya volveré, merci.
Aimée salió, se ajustó el abrigo y echo a andar intentando evitar la nieve sucia. Cinco minutos más tarde había encontrado un Z. Cavalotti en la guía de teléfonos, en la rue Ronsard. Era hora de hacerle una visita.
Subió la calle, torció a la derecha hacia la parte baja de la colina, luego de nuevo a la derecha y a la izquierda hasta salir a la place Charles Dullin. La plaza llena de árboles desnudos estaba rodeada de camionnettes, pequeños camiones de reparto. Había carteles anunciando una adaptación de Fedra en el teatro del siglo XIX que se encontraba en la parte trasera de la plaza. Fedra se representaba en París todo el tiempo, ya fuera la versión clásica o una vanguardista como esta, basada en un motivo tribal africano. La intemporal tragedia griega de la mujer enamorada de su hijastro seguía llenado las localidades.
Más allá del Marché Saint Pierre con su tejado de hierro y cristal, un muro de piedra y ladrillo rodeaba un montículo del neolítico y se perdía serpenteante hacia arriba. Subió las empinadas escaleras con barandilla doble en el centro, tan típicas de Montmartre, y encontró la dirección de Zette, un edificio de piedra blanca que se inclinaba hacia el interior de la colina al igual que tantos otros. En el suyo, al contrario que en los otros, crecían malas hierbas en las grietas de la fachada, las paredes lucían gastado estuco y las contraventanas eran de una desconchada pintura azul cielo.
La puerta de madera del portal estaba abierta y daba a un patio de paredes cubiertas de hiedra. Echó un vistazo rápido a los buzones, encontró el nombre Zette Cavalotti y subió penosamente la escalera de caracol hasta el primer piso. Se detuvo en un descansillo de madera deformada que crujía bajo sus pasos; delante de la puerta había un felpudo y un cartel que decía: «Cat lunatique». Así que Zette tenía un gato loco. Llamó a la puerta con los nudillos, y la puerta se abrió sola. Su mano se detuvo en el aire.
– ¿Monsieur Zette?
No obtuvo respuesta. Temiéndose lo peor, se adentró en el austero y helado apartamento. Estaba limpio y ordenado. Sintió un escalofrío al sentir la gélida ráfaga que entró por la ventana abierta. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de fotos y artículos de periódico que mostraban a Zette, «el magnífico corso», derrotando a Terrance, «el loco marroquí de los ojos azules» en su lucha por el campeonato. Había hecho una carrera considerable. De clavos en la pared de la, por otro lado, ordenada habitación, colgaban sudaderas y chándales. ¿No había oído hablar Zette de las perchas o las armoires? Había un plato caliente sobre un mostrador de madera junto a unas botellas de agua mineral.
– Allô?
De nuevo sin respuesta. ¿Dónde estaba él?
Sobre el sofá colgaba un póster de «Córcega, la isla de la belleza». Al ver las mantas apiladas, se imaginó que Zette utilizaba ese sofá como cama.
Se puso a curiosear. Simplemente los restos de una gloriosa carrera de boxeador que había terminado hacía ya tiempo. Se oía el zumbido de una lavadora Moulinex último modelo. Tenía una cerilla haciendo cuña en el panel de control de lavado. ¿Funcionaría solo así? A juzgar por el calor que emanaba de la lavadora, llevaba horas funcionando. Sobre una mesa se encontraba una cesta de plástico con ropa sucia y una caja vacía de detergente Ariel con aroma a limón, junto a frascos y polvos vitamínicos y proteicos. ¿Habría salido corriendo a comprar detergente y se había dejado abierta la puerta?
Se recostó sobre la máquina para esperarlo. Tamborileó con las botas de tacón sobre el suelo de madera. Escuchó un débil maullido y se dio cuenta de que había una puerta cerrada.
– ¿Monsieur Zette?
Los maullidos se hicieron más audibles. Llamó a la puerta. Esperó y la abrió. Una habitación pequeña con pesas y mancuernas en una esquina. Parecía que todavía se entrenaba.
Sintió que la piel de un animal le rozaba las piernas cuando un gato negro con los ojos amarillos pasó a su lado. Quizá Zette se había parado en un café a tomar un verre. Miró el reloj. Mejor lo esperaba abajo, en la calle.
El gato negro andaba sigilosamente a su lado por la escalera y luego continuó hacia el patio. ¿Se habría parado Zette a hablar con un vecino? Siguió al gato, que se paró al lado de una puerta de madera con salpicaduras de agua, un viejo servicio en la parte trasera del patio.
– Allô?
De la ventana de Zette le llegaba el olor empalagoso y dulzón a detergente barato. El gato maulló más fuerte mientras arañaba la madera con las uñas.
Curiosa, tiró de la manilla y sintió su pesadez según se abría con un chirrido. El moho y la humedad se mezclaban con el aroma a detergente. Rozó algo con su brazo y se volvió. Los brazos y los pies de Zette estaban colgando y su cuello pendía de un gancho en la puerta. Abrió la boca en un ahogado grito de asombro y dio un paso atrás pisando la cola del gato. El gato chilló de dolor y echó a correr. Zette tenía un tajo en la garganta, de oreja a oreja, formando una mancha roja, y le habían sacado la larga lengua negruzca por el agujero. Un cuello de corbata siciliana. Grotesco.
Cubriéndose la boca y la nariz con la manga, se forzó a mirar el cuerpo de Zette suspendido del gancho de la puerta; se le veían los globos de los ojos a la luz oblicua. El asesino se había asegurado de que Zette no hablara más. Al estilo de la vendetta. Era un indeseable, pero no se merecía acabar así, sea lo que fuera lo que había hecho. Nadie se lo merecía.
Por su pecho surcaba densa sangre color rojo negruzco. Una fina capa de hielo brillaba sobre sus hombros caídos. Tenía la chaqueta de deporte roja rajada por donde lo habían colgado del gancho. Cualquiera que lo hubiera hecho, no tenía intención de que lo encontraran pronto. A no ser que fuera por la ropa sucia de la cesta. Nunca.