Se echó hacia atrás, temblando. Sonaban las notas de una armónica en un programa de televisión para niños que atronaba desde alguna de las ventanas de arriba. Abandonó el edificio corriendo, tratando de quitar el olor de la nariz.
Al dar la vuelta a la esquina, encontró una cabina de teléfonos. No quería utilizar el móvil porque podían seguirle el rastro. Marcó el 18 de la policía.
– Rue Ronsard 68 -dijo cogiendo aire-. El servicio del patio, algo huele mal. Un hombre mayor bajó allí y estamos preocupados.
– Su nombre, por favor. Necesitamos verificar su identidad y el lugar en el que se encuentra.
Colgó el teléfono y respiró profundamente. Trató de detener el temblor de sus manos.
Jacques asesinado y ahora también Zette, un corso ligado al juego ilegal, con conexiones en la policía. ¿Qué significaría?
Se colgó el bolso del hombro y se volvió, a punto de volver a empujar la puerta de la cabina telefónica para abrirla, y se encontró con que estaba de frente a los escalones laterales que subían al Sacré Coeur.
Entonces se acordó de algo.
Rebuscó en el bolso, encontró la foto que había impreso de la ficha de Jubert, aquella sobre la que planeaba haber preguntado a Zette. Se quedo observándola detenidamente.
Era la misma escalinata de la foto. Ahora con hiedra, pero era el mismo lugar. Estos eran los escalones en los que su padre, Morbier, Rousseau y Ludovic Jubert habían posado años antes. Estaban frente al edificio de Zette. Si Zette había conocido a su padre, ¿por qué no se lo había dicho?
Dos hombres de anchas espaldas vestidos con plumíferos y téjanos azules se plantaron delante de la cabina. No le gustó la forma en la que bloqueaban la puerta. Tenía que pensar rápido. Abrió la puerta de un empujón.
– ¿Qué prisa tiene? -dijo el tipo más alto, que llevaba gafas oscuras y gorro de lana negro.
– ¿Le conozco?
Él sonrió mostrando sus dientes amarillos.
– Todavía no. ¿Qué estaba haciendo ahí arriba?
Señaló el edificio de Zette con el pulgar.
– Me ha confundido con otra persona -dijo, abriéndose paso con dificultad.
Él echó a andar a su lado. El otro tipo le cerraba el paso por el otro costado.
– Esta no es su guerra, mademoiselle.
– No le entiendo. -Aterrorizada, hizo gestos a un hombre que se inclinaba ante el viento que le azotaba en la calle, por otro lado, desierta-. ¡Pierre,… espera! -gritó. Pero el hombre siguió su camino.
Con paso rápido, se las arregló para adelantarlos y se dirigió hacia la parte baja de la colina. Sentía los ojos de los hombres en su espalda según se apresuraba sobre la acera mojada y oía sus pasos tras ella. Esos pasos se hicieron más rápidos. ¿Por qué no había más gente por la calle? ¿Quiénes eran estos tipos?
Aligeró el paso. Quienes quiera que fueran, podían asaltarla, empujarla dentro de un portal y… Al imaginar las posibilidades, echó a correr.
La calle se bifurcaba en el Marché Saint Pierre. Los puntales de metal art nouveau del mercado de ladrillo rojo estaban cubiertos de hielo. Se veía que el plomizo cielo plateado amenazaba lluvia, y entonces comenzó a llover. Entró corriendo a un callejón lleno de tiendas de tejidos. Llovía a cántaros sobre los toldos de lona. Bajo ellos, piezas de hilo, brillantes diseños provenzales y diáfana gasa le recordaron a un bazar. Estaban expuestas todas las tonalidades, texturas y anchuras imaginables. Miró de reojo y vio a los tipos. Por delante de ella, el callejón no tenía salida.
Frenética, miró alrededor en busca de compradores entre los que esconderse. Normalmente esta zona hervía de actividad. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Les había mantenido el frío a cubierto?
¡Arrinconada en el mercado de tejidos! Tenía que haber una forma de escapar.
Dobló la esquina. Al mismo nivel de la acera había una rampa utilizada para enviar piezas de tela al sótano. Se hizo un ovillo en la gélida rampa de hierro y se agarró a las esquinas.
– Mademoiselle, eso es para los envíos. ¡No se puede bajar! -gritó un repartidor desde el resguardo de su furgoneta.
¡Y una porra que no!
Se deslizó por la rampa antes de que la vieran los tipos y aterrizó sobre rollos de tela en un almacén abovedado con las paredes encaladas. El fuerte olor a almizcle de la fibra de seda hacía que le picase la nariz y le daba ganas de estornudar.
– ¡Alphonse! ¿Eres tú? -dijo una voz de hombre detrás de montones de bobinas de hilo del tamaño de diccionarios-. Ya has preparado el último pedido. ¿Qué ocurre?
Rápido. Tenía que escapar antes de que este hombre se pusiera a investigar. Recorrer este subterráneo surcado de túneles y plagado de cavernas. Se abrió paso furtivamente hacia las sombras andando rápido y siguiendo la pista a través de los rollos apilados de brillante seda.
– ¿Alphonse?
Siguió andando, pestañeando en la oscuridad y preguntándose dónde aparecería. Al dar una curva, vio unos escalones y subió por una escalera de caracol de metal. Al abrir la puerta se encontró detrás de un mostrador de cristal lleno de piezas de tela. Y ahora, ¿qué? Se agachó al ver aparecer a un hombre con una cinta métrica colgada del hombro. Se le cayó el teléfono móvil y oyó el crujido de la antena. Atrapó el teléfono y, temblando, anduvo a gatas a través de varios pasillos hasta que vio un par de mocasines marrones frente a ella. Una nube de gasa color magenta flotaba sobre su cabeza y estornudó de nuevo.
– ¿Mademoiselle?
Se levantó, la nube magenta formando una especie de tienda de campaña sobre su cabeza.
– El teléfono… se me ha caído -dijo ante el rostro sorprendido de un empleado de pelo gris-. Lo siento.
Había salido a la tienda que estaba junto a la de la rampa y se dio cuenta de que estos comercios estaban conectados por el sótano. A través de la ventana vio a los dos tipos esperando frente a la otra tienda. Controló su temblor. De alguna forma tenía que encontrar la manera de salir de ahí evitándolos. Avanzó a lo largo de la tienda medio vacía simulando estudiar las mesas rebosantes de tejidos con un ojo en los tipos de afuera. Una silla de niño bloqueaba el camino en el estrecho pasillo. Una clienta solitaria, una madre, acarreaba una gran bolsa de la compra y metía prisa al pequeño para que se subiera a la silla. Aimée tuvo una idea.
– ¿Quiere que la ayude? Yo también me marcho -dijo sonriendo.
– Bueno, merci -repuso la mujer.
Aimée se inclinó hacia el niño junto a la silla.
– ¿Qué tal un paseíto montado aquí, eh? -Levantó al niño para meterlo en la silla-. Voilá. Deje que empuje la sillita; le resultará más fácil.
– Muy agradecida -dijo la mujer-, la bolsa pesa mucho.
Aimée salió a la calle empujando la sillita andando con la cabeza gacha cercana a la madre del niño hasta que ella se detuvo en un escaparate. Entonces Aimée pulsó el freno de la sillita con el pie y echó a correr.
Miércoles por la tarde
René se inclinó hacia delante en la silla ortopédica, mirando fijamente las pantallas de los ordenadores. En la primera había actualizado y revisado las configuraciones de la base de datos y de la cuenta de usuario, algo que podría hacer medio dormido. En el otro ordenador estudiaba una muestra ampliada del ánima rayada con seis estrías dextrógiras de una Manhurin calibre 32 PP. Leyó rápidamente el texto con las especificaciones, deseando poder entenderlo: longitud del cañón 3,35 centímetros, pistola semiautomática de acción doble o simple, tiene un sistema de cierre inercial que puede alojar un cargador de ocho balas, con guión y alza insertada en cola de milano. Es decir, René se preguntaba qué quería decir esto en cristiano. Sonó su teléfono y dio un respingo, tirando al suelo un lote de papeles recién salidos de la impresora.