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– Me ha puesto en una situación difícil.

Por supuesto que lo había hecho. Sin embargo la ética dictaba que él actuara según los intereses de su cliente. ¿Cómo podía ignorar los informes ahora que ella se los había lanzado a la cara?

– Pero no puedo aceptarlos si los obtuvo de forma fraudulenta. Un simple caso no puede convertirme en enemigo de la préfecture.

Ella se mostró de acuerdo.

– D'accord. ¿Quién dice que se los he dado yo? Simplemente pueden haber aparecido a la puerta de su despacho. A todos los efectos, eso es lo que ha ocurrido. Usted presenta estos documentos. No pueden ni con mucho negarlos. Los documentos contienen los nombres de los agentes, la fecha de archivo y el número de caso -continuó-. Además, ya saben que alguien ha copiado la información. -Se mordió la lengua para decir que sería idiota si no la utilizaba.

– ¿Alguien… como usted?

Ella negó con la cabeza.

– Ya me doy cuenta de que estos archivos provienen de la Intranet de la policía -dijo él entrecerrando los ojos.

– De la STIC, para ser más exactos.

Él dio veinte francos al taxista y abrió la puerta para salir al aire frío.

– Tengo que pensarlo.

La lluvia caía con fuerza sobre ellos según ella corría tras él.

* * *

El zumbido del torno dental ahogaba la mayoría de los gemidos de Delambre en la sala de al lado. Aimée sonrió débilmente a la auxiliar completamente vestida de blanco que sostenía una bandeja con instrumentos quirúrgicos.

– ¡Valerie! Necesito las pinzas -dijo una voz grave desde la puerta abierta.

Valerie desapareció en la oficina acompañada por un aroma a fluoruro de menta y cerró la puerta. Aimée odiaba esperar. La gabardina mojada de Maître Delambre colgaba de un ropero al lado del mostrador de la recepcionista; su maletín estaba en el suelo bajo la gabardina.

La recepcionista estaba sentada mirando hacia otro lado y hablando por teléfono. Con su novio, a juzgar por el tono y las risitas.

Aimée cogió una revista, la abrió y deslizó su pierna hacia el maletín, lo enganchó con el pie y lo atrajo hacia ella.

Abrió el maletín, encontró la ficha de Laure y lo metió entre las páginas de la revista para estudiarlo.

Como decía su amigo Serge, el patólogo, las autopsias eran el mapa de carreteras de la muerte. Arteriosclerosis, la tensión por las nubes o un corazón cansado que bombea sangre en las arterias constreñidas por el colesterol. Y también eran la ruta de una bala que desgarra tejidos y secciona músculos y órganos. Un buen patólogo, como Serge, era como un detective que escuchaba lo que el cuerpo tenía que decirle mientras hacía pruebas, pesaba y medía y examinaba órganos que revelaban sus secretos.

La autopsia del cuerpo de Jacques Gagnard con fecha del miércoles por la mañana establecía que Jacques murió «desangrado, debido a herida de bala en pulmón izquierdo y corazón. Entrada de bala en el lado izquierdo del pecho. Se recuperó la bala en cavidad pleural derecha».

Le pasó por la cabeza la imagen de Jacques en el tejado cubierto de nieve. No le gustaba el hombre ni la forma en la que manipulaba a Laure, pero había intentado salvarlo. ¿Habría…? No, no con el impacto en parte de su pulmón y su corazón. Sus ojos. Durante un breve instante, se habían abierto y sus labios se habían movido como si hubiera querido decirle algo. Terminó de leer el informe, desilusionada por lo escaso de la información.

No se mencionaba una segunda bala. Se recostó a pensar en el banco de la sala de espera. ¿Podría ser que Jacques estaba trabajando infiltrado? ¿Estaba la policía protegiendo a uno de los suyos? ¿Comprometerían sus propios esfuerzos alguna investigación en curso? Se estaba agarrando a un clavo ardiendo, y se estaba empezando a quemar.

Miércoles por la noche

– Pon un buen mohín esta vez, Marie-Dominique -dijo el fotógrafo de pelo largo mientras pulsaba la Hasselblad-. ¡Muéstrame unos labios gruesos!

Le dolía la boca después de haberse pasado dos horas poniendo morritos a lo Bardot como picados por una abeja. El cigarrillo de él se consumía en el cenicero a rebosar. Un olor ácido a Gauloise flotaba en el ambiente denso. El roce de las perchas sobre la barra de metal le ponía carne de gallina en los brazos.

– Eso es… ¡más! Deja que vea esos pómulos.

El ritmo tecno resonaba en el antiséptico estudio de dos pisos con las paredes encaladas, una antigua lechería reencarnada en l’Industrialle, donde las antiguas cuadras de las vacas eran baterías de equipamiento digital de acero cromado.

– Inclínate más… ¡bien!

Marie-Dominique puso su pose de modelo, con múltiples capas negras elevándose sobre sus inexistentes caderas, rozando el aro de diamante de su ombligo. Trató de parecer aburrida. No era difícil, tambaleándose sobre deportivas de tacón de aguja, con los cordones atados sobre las medias de red. Se estaba cociendo bajo los focos Klieg vestida con un jersey negro de cuello alto con la cintura al aire y una chaqueta vaquera bajo una chamarra de piel motera.

– Nom de Dieu… está brillando… ¡polvos!

El maquillador, con el pelo peinado en cortas trenzas rubias, se apresuró a dar pequeños toques de polvo traslúcido sobre la frente de Marie-Dominique.

– Su novia lo ha echado -dijo a Marie-Dominique en voz baja-. Ha acampado aquí. Lo que es yo, nunca viviría en la planta baja. Demasiado oscuro, demasiado ruido, demasiados robos -volvió a perfilar los labios de Marie-Dominique con un lápiz color chocolate.

– Ya no hay luz. ¡Imposible! -el fotógrafo apagó su cigarrillo con el tacón y encendió otro-. Hemos acabado por hoy.

– ¿Qué pasa con la toma de la «Venus de Vinilo»? -preguntó alguien.

Como respuesta, el fotógrafo subió el volumen del tecno.

Aliviada por haber acabado antes de lo previsto, Marie-Dominique colgó el atuendo y se dejó el maquillaje puesto. A Felix le gustaría, le pondría contento. Algunas veces pensaba que lo único en lo que se fijaba era en si se había hecho la pedicura.

De vuelta en su piso, junto con un vago olor a gardenias en el oscuro pasillo de entrada, se encontraba una nota de Felix: «Otra crisis. Me voy a Ajaccio. Vuelvo mañana».

Pasaba más tiempo con obreros, delegados sindicales y funcionarios del ministerio que en casa, aparte de organizar fiestas para agasajar a sus clientes y a sus contactos. Nada de cenas íntimas con amigos. Su círculo social consistía en sus socios en los negocios y en sus clientes.

Otra larga noche de invierno sola. Una y otra vez, le asaltaban pensamientos de Lucien, su música, la forma en la que se le rizaba el pelo detrás de las orejas. La veta tozuda de su carácter.

Suspiró y se quitó las botas y las medias, deleitándose en la suave textura de la alfombra Aubusson y haciéndola crujir entre sus dedos. Hasta que tuvo seis años, no había tenido un par de zapatos. No los había necesitado.

Felix no entendía el odio que sentía por la pasarela, ese escenario adormecedor donde las carreras de las modelos se construían en función de dónde y con quién eran vistas. Sus compañeras subsistían a base de inyecciones de todo tipo; ella prefería morder un trozo de pan de corteza tostada y unas aceitunas curadas. Aceitunas de la prensa de su familia. Su mente regresó al amargo aroma de la esencia de aceituna molida por la piedra de granito, el aceite ámbar goteando en la tranquilidad de las sombras, y el lento roce de la piedra contra la piedra. El camino que la rodeaba había sido trillado por generaciones de mulas. El frescor, a pesar del calor sin piedad del exterior. El zumbido de las abejas suspendidas sobre el romero que trepaba por las paredes del molino de piedra. El lugar en el que Lucien había ayudado a su padre cada día hasta… el día aquel.