Pasaron la tienda de música de la esquina, un local donde alternaban los amantes del heavy metal durante el día, en un barrio repleto de tiendas de instrumentos.
Al girar hacia la calle André Antoine, pasaron junto a un pequeño hotel. La nieve fresca cubría los tejados en mansarda de los edificios de piedra blanca de estilo Haussmann. Una mujer con un abrigo negro, tiritando, con tacones altos y medias de red, permanecía bajo una lampadaire en un portal en una esquina, para luego retroceder en las sombras.
Jacques aparcó en el bordillo donde la calle formaba una curva. Pulsó un botón en una verja de forja, se escuchó un zumbido y la verja se abrió. Laure lo alcanzó según cruzaba el pequeño patio a grandes zancadas, con los pies pisando sobre el hielo. Los pisos altos y el tejado del edificio estaban rodeados por andamios de madera.
Se sacudió la nieve de los pies, deseando haberse puesto calcetines de lana y otro tipo de botas. Los guantes… se los había dejado en el coche. Jacques pulsó un código y la puerta se abrió, dejando a la vista un vestíbulo con una alfombra roja hecha jirones.
– Espera aquí -dijo Jacques.
– ¿En este vestíbulo helador?
Iba a cometer una tontería. El protocolo policial exigía que la pareja permaneciera junta, no que se dividieran.
– ¿No éramos un equipo?
¿Equipo? En el trabajo, lo eran.
– No estamos de servicio, ¿te acuerdas? -dijo ella-. ¿Hasta qué punto es algo personal?
– Más de lo que tú crees. Pero puedes dejar de preocuparte. Sé lo que me hago.
Se acarició el lóbulo de la oreja, un gesto que algunas mujeres encontraban encantador. Sonrió. Su mote en la comisaría era «Monsieur Encanto».
– Dime qué está ocurriendo, Jacques.
– Solo necesito que me cubras.
¿Lo estaba entendiendo bien?
– ¿Así que quieres que te avise si aparece alguna mala bestia?
Él se puso un dedo sobre los labios y guiñó un ojo.
– Me fío de ti para que sepas lo que tienes que hacer.
Jacques corrió escaleras arriba. Ella oyó cómo sus pasos se paraban en el tercer piso. Intranquila, estudió los nombres en los buzones. No le decían nada nuevo. Después de cinco fríos minutos, subió la alfombra roja de las escaleras, que crujían. Después de tres pisos, se encontró en un descansillo de luz mortecina lleno de montones de madera y con un fregadero viejo, donde frías corrientes de aire remolineaban en su cara. Una puerta abierta conducía a una vivienda a oscuras.
– ¿Jacques? Déjate de jueguecitos -gritó.
No hubo respuesta. ¿Qué había hecho ahora este tonto?
Entró en el piso, en la oscuridad con olor a rancio, y sus pasos resonaron en el suelo de madera. Parecía vacío. Desde una ventana abierta, ráfagas de viento hacían que la nieve se posase en el suelo. Y luego oyó el sonido lejano de cristales rotos.
Asustada, se bajó la cremallera de la chaqueta y sacó la pistola que hasta ahora solo había disparado en las prácticas de tiro. Su corazón se aceleró. ¡Drogas! ¿Estaba él enganchado? Por nada del mundo arriesgaría su placa por culpa de su vicio. Echó un vistazo rápido por la ventana. Ni rastro de Jacques.
Salió al andamio y recorrió el resbaladizo paso de planchas de madera que sujetaba el edificio de piedra, con las manos sin guantes y petrificadas de frío.
– Laure…
La voz de Jacques, el resto de sus palabras, se perdieron en el viento.
Una ráfaga ululante le golpeó la cara al tiempo que se erguía en el andamio e intentaba alcanzar el borde de tejas gris azuladas del resbaladizo tejado. Un puñetazo la hizo caer de rodillas. El segundo golpe le abrió la cabeza contra el andamio, junto a lo que pareció un relámpago.
Lunes por la noche
Aimée echó de nuevo un vistazo a su reloj de Tintín. Casi las once.
– ¿Qué es lo que le lleva tanto tiempo a Laure?
Morbier se encogió de hombros, mientras bebía un buen trago de su copa de vino.
– Mejor que felicitemos ahora a Ouvrier, antes de que se vaya.
Ouvrier estaba de pie cerca de ellos, con una caja de terciopelo azul en las manos que contenía un reluciente reloj de oro.
– Treinta y cinco años de servicio.
Ella vio una expresión melancólica en su cara alargada.
– Felicidades, Ouvrier -Aimée lo rozó con el codo-. ¿Cómo lo harás ahora para no meterte en problemas?
– Ma petite, ya he tenido suficientes problemas -dijo al tiempo que le dirigía una pequeña sonrisa.
A Ouvrier, viudo y alejado de sus hijos, y propenso en invierno a achaques en una rodilla debido a una herida de sus años de novato, lo habían dejado al margen. Una nueva generación de flics estaba tomando el relevo. Ella lo sentía, consciente de sus cicatrices, por dentro y por fuera. Porque ahora, después de sus años de servicio no tenía mucho más que mostrar aparte de la camaradería y el reloj de oro.
¿Dónde estaba Laure? Aimée se levantó y se puso el abrigo. Solo había una forma de averiguarlo.
Cruzó la place Pigalle hacia los tejados ascendentes de zinc que se recortaban contra la cúpula lunar del Sacré Coeur. A mitad de camino, en una tienda de molduras para marcos, el dueño, vestido con un abrigo blanco y pelo largo la saludó con la cabeza mientras bajaba la persiana. Pero no antes de que viera el anuncio de un mercadillo de productos orgánicos debajo de un dibujo del Che Guevara al estilo de Warhol… todo rojo y negro.
Montmartre concentraba el espíritu bohemio. En el pasado, había sido hogar de los anarquistas de la Comuna y, posteriormente, de artistas y escritores que encontraban inspiración en la absenta. Ahora contenía una mezcla de pequeños cafés y teatros que organizaban sesiones de lectura de poesía o en los que un dramaturgo ensayaba el primer acto de su obra enfrente de los clientes, así como estudios de danza que ocupaban talleres que podían presumir de haber tenido alumnos como Van Gogh.
Los jóvenes de París apreciaban como un tesoro los estudios reconvertidos, y les merecía la pena subir las empinadas calles y tramos de escaleras a cambio de la vista panorámica, lo mismo que Utrillo, Renoir y Picasso tuvieron sus hogares en estudios baratos. Aquí era donde pintaron los impresionistas, cubistas y surrealistas. Todavía permanecía el carácter de la zona, excéntrico y testarudo.
No había ni rastro de Laure. Aimée dobló la esquina y vio un Citroën nuevo en el bordillo debajo de una señal de prohibido aparcar. Solo un flic se atrevería. Y además, era un bonito Citroën verde metalizado. ¿De Jacques? Un vistazo por la ventanilla medio cubierta de escarcha le descubrió un frasco de pastillas aplastado al lado del embrague y unos guantes azules en el asiento del copiloto. Los guantes de Laure.
Algo le olía mal, como diría su padre.
Había una verja abierta. Pasos recientes en la nieve llevaban al edificio sin luz. Entró y cruzó el patio, resbalando en el hielo con los tacones. A través del patio, el aire traía fragmentos de música desde el edificio de enfrente, y de una ventana salía luz. ¿Otra fiesta?
La nieve se amontonaba en la puerta a medio abrir del edificio. Aimée entró en el oscuro vestíbulo. Sus ojos se encontraron con una vidriera rota y puertas manchadas de humedad. Había una cabina de conserje sin luz, a la derecha. En algún momento lujoso y exclusivo, pensó, ahora el edificio se mostraba en franca decadencia.
– ¿Laure?
Una ráfaga de viento hizo repicar los buzones de metal. Huellas mojadas subían por las escaleras cubiertas por una alfombra roja.
Las siguió hasta el tercer piso. Había montones de madera y botes de pintura debajo de una claraboya, dando fe de la existencia de obras de reforma. La puerta del apartamento estaba abierta.